lunes, 19 de diciembre de 2011

Y, por fin, llegaba la Nochebuena

La Nochebuena llamaba a las puertas de mi imaginación infantil un montón de días antes de lo que establecía el calendario. Durante ese tiempo la sentía en el aire de mi pueblo en mil indicios, y, como la estrella que anunciara el camino de Belén a los Reyes Magos de Oriente, así iban apareciendo menudos fulgores que me indicaban su proximidad,  y yo me aprestaba a recibirla anhelante.
    Los villancicos, que ensayábamos un puñado de domingos antes en catequesis y en las sesiones de cine en las Jesuitinas, eran los primeros destellos entre campanas sobre campanas, peces en el río y una burra que iba hacia Belén cargada  de chocolate, con la promesa de una noche de paz. Uno de los escaparates de la Librería Coll me sorprendía una tarde repleto de pastores, lavanderas, leñadores, soldados  y reyes montados en camellos de cuyos ramales tiraban esbeltos pajes. Estas figuritas de arcilla parecían transitar por tan abarrotado espacio desorientadas buscando alguno de los pesebres que por allí aparecían en el interior de portalicos desvencijados, en donde se repetía la misma estampa: la Virgen, San José y el Niño flanqueados por un asno bonachón y una vaca rolliza. Cuántos ratos he pasado frente a esta cristalera enternecido por aquellos muñequitos policromados que me trasladaban a remotas tierras y narraban historias de tiempos lejanos.
     A medida que diciembre avanzaba, brotaban belenes por doquier en medio de camisas, zapatos, embutidos, tabletas de chocolate, cajas de Farias y juguetes, y, con antelación, me hacían vivir mil veces el Misterio que habría de ocurrir en pocos días.  En el Centro de Acción Católica, un Nacimiento diferente y sublime llenaba una habitación apenas iluminada con tenues luces de colores que envolvían mi fantasía hasta emocionarme. Los adornos luminosos, que se sumaban al anuncio reiterado de la Navidad, me hacían guiños desde las puertas y balcones de algunas casas.
     Mientras tanto, los muchachos de mi calle preparábamos con entusiasmo la comparsa que desfilaría por tiendas, bares y domicilios para pedir el aguinaldo. Como nuestro distintivo habría de ser unos llamativos gorros de cartón, nos esmerábamos en adherir con engrudo papel de seda de diferentes tonos a aquellos cucuruchos. Al tiempo, nos aprovisionábamos de castañuelas de uralita, hueseras, botellas de anís, panderetas, zambomba y algún almirez. Y cada tarde ensayábamos villancicos, y los pasodobles y coplillas que conocíamos de haberlas escuchado a los mayores. En esa espera, plena de barruntos navideños, llegaban las vacaciones escolares que inauguraban los niños de San Ildefonso. Entonces, la calle San Luis se llenaba de voces infantiles que  salían de las radios de nuestros hogares salmodiando números y más números con un repicar de miles y miles de pesetas en una pedrea de ilusiones.
     Hasta que una mañana, por fin, despertaba el 24 de diciembre, como otro día más, frío y oculto en la contumaz niebla que envolvía a diario el pueblo. Y aquella mañana, de la fecha más esperada, no traía ninguna señal que lo distinguiera de cualquier otro de un invierno de brasero de cisco en la mesa camilla del comedor. A medida que transcurría la jornada me invadía la melancolía. La tristeza acompañaba todos mis actos, sin que pudiera explicar lo que me sucedía, precisamente en el día tan anunciado de paz y felicidad. Al anochecer, los escaparates, las luces parpadeantes de colores y los belenes que yo atisbaba en las salas de algunos domicilios, no me regocijaban como en las jornadas precedentes. Quizás percibiera que aquella no era la fiesta colectiva de las ferias, que la calle no compartía de igual forma la  alegría. Cada cual iba y venía pensando en los suyos, preparaba su celebración para disfrutarla en familia. Observaba caminar presurosos a los mayores portando las últimas compras para lo que acontecería esa noche en cada hogar, sin importarles los demás. Y con este ánimo regresaba a mi casa mientras, desde lejos, me llegaban los sones del “Soldadito español” que alguna murga tempranera entonaba entre las vibraciones roncas de zambombas, el chasquido de una panderetera y el cristalino rascado de las botellas de anís El Mono.
     Pero, a la hora de la cena, mi decaimiento mudaba cuando toda la familia se congregaba en torno a la mesa, que resplandecía esa noche. Me contagiaba rápidamente de la alegría que emanaban mis padres y hermanos, y, por fin, entendía que el verdadero significado de la Nochebuena estribaba en aquella reunión entrañable en la que procurábamos la felicidad mutua. Y, además de la dicha que sentía al sentarme con los míos en una cena tan extraordinaria, ha quedado en mi recuerdo el sabor que el ajo daba a la ensalada de escarola, que preparaba mi madre y la variedad de sencillos postres a los que se acostumbró mi paladar. Cómo podría olvidarme de la cazuela de porcelana rebosante de castañas cocidas, que tenían un ligero sabor a anís. El turrón del duro y el del blando; las pasas; los polvorones; los mazapanes; las peladillas, que eran como los hermanos mayores de unos confites blancos que escondían piñones en su interior. De todo se nos daba una cantidad, la misma para cada miembro de la mesa, pues este postre debía durar toda la Navidad. Todavía hoy no puedo resistirme a elaborar capones con higos y nueces, como veía entonces hacer a mi padre. Al final de la  comida aparecía una bandeja con siete copitas de un cristal muy labrado, en donde se escanciaba anís del que retengo aún un regusto dulzón. Después, se recogía la mesa y se jugaba a las cartas hasta que se aproximaba la medianoche.
     A las doce acudíamos, contentos como estábamos, a la iglesia parroquial. El templo se llenaba y, pocas veces como en esa ocasión, fieles de todas las edades se congregaban en una misa.  Mi familia entera asistía a la Misa del Gallo que era la culminación del acontecimiento cientos de veces pregonado para esa noche: el nacimiento del Niño Jesús. Todos conveníamos que a aquella hora tan intempestiva, en un lugar  inhóspito como era una cuadra donde convivían asnos  y vacas, nada menos que sobre un pesebre, ocurría el Misterio de la venida de Dios al mundo. Y, aunque yo no entendía muy bien por qué se había elegido un rincón tan mísero y apartado, me parecía milagroso que aquel singular enclave fuera del dominio público, pues el niño estaba escondido todavía entre pajas y  acudían ya a adorarle las gentes más humildes, cargadas de regalos. Incluso tres reyes de lejanos países, advertidos por una estrella, venían de camino y, en breve, le presentarían oro, incienso y mirra.
     En todo eso pensaba yo durante la misa. También, a su conclusión, en la fila que se dirigía a besar el pie del Niño rollizo y sonriente que, postrado en su cuna, parecía bendecirme desde el inicio de la escalinata del altar mayor, acompañado por un satisfecho don Pablo, nuestro párroco, al que rodeaban varios monaguillos. Veo todavía a don Agustín, revestido con su inconfundible roquete blanco, desde las alturas del presbiterio, delante del atril que sobresalía de la barandilla de hierro forjado, encadenar un villancico tras otro. A los sones del  Adeste fideles y del a Belén pastores, a Belén chiquillos nos acoplábamos todos hasta colmar el templo de notas y alegría en aquella noche de paz. Y, ya sin dudas, estas sensaciones eran las que me acompañaban, mucho más intensas y placenteras que el frío que se había apoderado de la calle, en mi retorno al hogar.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Castañas y turrón


Nunca supe quién nos visitaba primero, si el frío o las castañeras. Pero puedo asegurar que ambos coincidían por la misma época y que  con ellos  entraba el invierno en Peñaranda para quedarse con nosotros casi medio año. Los árboles perdían las últimas hojas y parecían encogerse en su desnudez; la escarcha no faltaría ya a su cita diaria. De súbito, las castañeras encendían los fogones y crepitaban las castañas sobre sus rejillas, mientras un aroma dulzón envolvía todo alrededor, colmándolo de indicios cálidos y apetitosos.
     La castañera más temprana aparecía con la Fiesta de Todos los Santos a la puerta del cementerio. Una mujer de edad incierta, que se arrebujada en ropas oscuras de la cabeza a los pies, engañaba al frío sentada entre la pared y un bidón de lata renegrido, lleno de ascuas. Siempre me llamaba la atención aquel conjunto, como de luto, que yo divisaba desde lejos y que contrastaba con los enjalbegados muros del camposanto. Esa estampa, no sé por qué, se prendió en mi memoria con sabor a soledad y a ventisca. He llegado a creer que se debe a que rara vez vi clientes ante aquel puesto, y a que ya, por entonces, caían las primeras nieves.
     Al iniciarse noviembre se dejaban ver también las castañeras en la Plaza. Recuerdo las bocas rojas de sus fogones a un lado y otro de la entrada a la calle Bodegones. Así, ese lugar singular añadía un señuelo más, esta vez en forma de castañas asadas. De estos puestos he de decir que los figuraba refugiarse contra las columnas de los soportales, como escondiéndose de la crudeza invernal, y que el rescoldo de sus hornillos apenas alcanzaba a los tenderetes de pipas vecinos.
     Me quedan imágenes de entonces, que se conservan pertinaces en mi cabeza. Aquella que se producía los domingos a la salida de misa de doce, cuando algún matrimonio, precedido de vaharadas, detenía su apresurada marcha delante de uno de los fogones. Y, mientras la esposa, encogida y temblona, daba saltitos para despertar sus pies medio congelados, los mitones de la castañera contaba las castañas, que iban cayendo tiznadas en un cucurucho de papel. También me acuerdo de haber saboreado este fruto asado en alguna ocasión, de crío, en el tiempo en el que mis padres todavía me llevaban de paseo. Qué calorcito se desprendía del envoltorio de periódico. Impaciente cogía las primeras castañas y, de inmediato, las hacía saltar de una mano a otra como si fuera un malabarista, tanto me quemaban los dedos. Pero, entre salto y salto, desprendía como podía la cascara y la piel del fruto, y, ansioso, me lo llevaba a la boca, abrasándome la lengua y el paladar entre resoplidos y exclamaciones ininteligibles.
     Ya me había acostumbrado a la presencia de las castañeras y la Plaza me sorprendía con una visita diferente, mágica, que era un anuncio de la Nochebuena: la turronera de La Alberca. Como ésta llegaba con el jueves que precedía a las fiestas navideñas, a ese día le llamábamos Jueves del Turrón.  El puesto se me aparece, espléndido, debajo de los soportales, atravesado entre los tenderetes de pipas y los escaparates de Los Pelos Grifos y de la ferretería de Vilches, como si quisiera llamar la atención de los transeúntes interrumpiéndoles el paso. Este atípico asentamiento no parecía incomodar a nadie, tan pintoresco y entrañable nos resultaba. En una mesa alargada y sobre un mantel inmaculado, se extendían mazacotes de turrón, blanco o tostado, formando una maqueta montañosa, por donde asomaban como aprisionadas almendras en multitud de pedazos. Allí reposaban también una balanza de platillos de bronce, unas cuantas pesas del color del oro enfiladas por estatura, y un hacha de considerable tamaño.
   Aquel me parecía uno de los jueves en los que la Plaza congregaba mayor cantidad de gentes, pues creía que al mercado se le unía el reclamo de la turronera. Y el jueves del turrón acudía yo al centro de mi pueblo, atraído por ese mostrador excepcional y por la aglomeración que abarrotaba un lugar tan emblemático. Miraba con curiosidad a la turronera: el pelo negro, estirado y recogido en un moño que ornaba un rostro redondo y amable, no ocultaba una edad madura; se revestía con ropajes oscuros, muy amplios y largos, que nunca había visto en las mujeres de Peñaranda; de las orejas pendían unos pendientes afiligranados y sobre el pecho brillaban una cadena y una medalla de oro. Como todos decían que vestía de serrana, yo la imaginaba de un pueblo lejano, repleto de almendros y panales de olorosa miel, que se encaramaba en lo alto de una montaña: pues así jugaba mi fantasía con el nombre de La Alberca y el traje de la turronera.
     Para ese día tan especial reservaba, ilusionado, unas perras, por los placeres que habría de proporcionarme el tenderete. La señora desgajaba trocitos de turrón de uno de los bloques con su hacha de leñador, los equilibraba en los platillos con alguna de las pesas pequeñas y me los ofrecía envueltos en un papel blanco y satinado. Con qué deleite chupaba aquella golosina. Pero no tardaba en mordisquearla a cachitos y cuando alguno se reblandecía en mi boca, siempre acababa pegado a mis dientes. Antes que desazonarme por ello, lo agradecía, pues a mi lengua le gustaba acudir entonces a relamerlo, y  podía así saborear aquel dulce durante un ratito más.
***
     Todos los inviernos he encontrado castañeras que me hablaban de las de mi niñez. Pero a las turroneras no he vuelto a verlas por ninguna plaza. Sin embargo, su recuerdo jamás me ha abandonado, y proclamo que nunca he disfrutado tanto de un turrón como el que ellas traían a mi pueblo por Navidad.
* Los escenarios de las ilustraciones son fotos, que he distorsionado, encontradas en la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas"

domingo, 13 de noviembre de 2011

Don Valentín, mi primer maestro

Un mes antes de cumplir los siete años comencé la enseñanza primaria. El verano fue un lapso de tiempo suficiente para olvidar mi etapa de párvulo, y, rápidamente, me acomodé al nuevo colegio. Por alguna razón que yo no comprendí, y nadie me explicó, me destinaron al segundo grado, obviando el primer escalón de la escuela Graduada de Niños Miguel de Unamuno, al que fueron a parar la mayoría de mis compañeros del año anterior. Parecía que el orden lógico de los diferentes grados no estaba ideado para chicos como yo, pues hube de permanecer dos años en el mismo nivel, para saltar de nuevo, esta vez al cuarto grado, sin pasar por el tercero.
     Don Valentín fue mi primer maestro. Le guardo en mi memoria dentro del cajón de los recuerdos más apreciados. Su imagen permanece inalterada: enjuto de carnes, cara afilada, ojos inteligentes y una pizca irónicos, adusto, pero sin esconder del todo la afabilidad de la que yo siempre tuve constancia. Un traje oscuro, gris o negro, era su indumentaria. Caminaba erguido, acaso para no escatimar ni un centímetro a su exigua estatura. Mientras nos hablaba, su cuerpo ascendía y descendía  sobre la punta de los pies, poniendo así mayor énfasis en sus mensajes. Don Valentín vivía en la calle Nuestra Señora, frente al Convento de las Carmelitas, que alguna vez lo vi entrar o salir de su domicilio.
     Pronto me sentí a gusto en su clase. Subía alegre la breve escalera de acceso a la escuela y una vez en el amplio vestíbulo, a mano izquierda, encontraba el aula. Al entrar, desde la pared de enfrente, me miraban los rostros hieráticos del Generalísimo Franco y José Antonio Primo de Rivera, que flanqueaban un crucifijo de marfil. Debajo, en el negrísimo encerado, destacaban indefectiblemente la fecha y la sentencia del día como estampadas con la primorosa caligrafía del maestro. Tres filas de pupitres ocupaban la clase y frente a ellos, a la izquierda se ubicaba, más alta,  la mesa de don Valentín. Próximo a ésta, se recostaba contra la pared un armario repleto de libros y cuerpos geométricos, sobre el que descansaba un globo terráqueo en medio de una fila de cabecitas de diferentes razas, que eran las huchas del día del Domund.
     Debido a mi edad y a mis conocimientos, me correspondió seguramente ocupar los últimos lugares de la fila derecha de pupitres. Es allí donde el recuerdo me sienta en el inicio del primer curso, junto a una fecha que permanece escrita en mi memoria: 15 de septiembre de 1958. Y poco más. Pronto abandoné aquellos lugares y salté a otros por delante, desde allí debí pasar a la fila del medio, y, una vez superados los obstáculos de la misma, me asenté en la de la izquierda, avanzando hasta los pupitres más próximos al maestro. De esta manera, puedo asegurar que en veinticuatro meses ocupé la mayoría de los pupitres: me apoyé en sus tableros inclinados, guardé mi cartera de madera en los cajones, dejé que las rejillas de madera despegaran el barro de mis botas y abatí una y otra vez sus asientos, compartiéndolos con un montón de compañeros que procedían de todas las barriadas de Peñaranda.
     La clase disponía de amplios ventanales a izquierda y derecha, por donde entraba el aliento cambiante de las estaciones escolares. El viento azotaba a veces sus cristales hasta hacerlos temblar, mientras ululaba evidenciando alguna rendija antigua; y, en ocasiones, me distrajeron las gotas de agua que escurrían atropelladas en tardes grises y monótonas. A través de aquellas ventanas vi caer, alba y estrellada, la nieve que siempre me ilusionó con promesas de juegos y experiencias diferentes. Y al compás de esos meteoros se desgranaban los dictados, las tablas de multiplicar y las preguntas y respuestas, mil veces formuladas, del catecismo. Todavía me parece escuchar la voz de don Valentín, de exquisita dicción, que me permitía distinguir las equis y las elles, así como descubrir las ces, las des, las pes y las tes en las palabras más difíciles. La uve sonaba en su boca parecida a una efe, como comprobaría unos años después que lo hacían los franceses. Cuánto ayudó aquella pronunciación a mi aprendizaje ortográfico.
     En el  aula de don Valentín me encontré con la Enciclopedia Álvarez de Primer Grado: protegida por sus duras pastas de cartón parecía condensar todo lo que yo debía aprender entonces. A este libro acudíamos repetidas veces al día y a cada hora lo abríamos por una parte distinta, sin un orden aparente, para responder a las diferentes disciplinas del programa escolar. De la enciclopedia no me quedan las lecciones que estudié, pero si sus ilustraciones y el tipo de letra de lo más variopinto con que se embellecían los títulos de algunas lecciones, las fábulas de Samaniego y Hartzenbusch, y los personajes de la historia sagrada y de la historia de España. Cómo me gustaba repetir los dibujos esquemáticos de aquellas escenas religiosas y patrióticas, cuán meticuloso fui al imitar los rasgos de sus titulares.
     Algunas tardes tocaba lectura. Entonces el maestro abría las puertas acristaladas del armario, y los ejemplares que aparecían apilados en sus estantes los distribuía entre las tres filas de pupitres siguiendo un criterio que sólo él conocía: Soy español, Hemos visto al Señor, Lecturas de oro, El pueblo de Dios. De alguno de ellos ha quedado prendida en mi memoria una estampa bucólica que me sorprende de tarde en tarde en visitas inaprensibles de tan fugaces. Siempre intento rememorarla de nuevo, acaso para prolongar las sensaciones que sin duda sentía entonces, pero el pastor y las ovejas de la lectura se disipan rápidamente, dejándome posos de desasosiego y nostalgia en colores pastel.
     Con don Valentín aprendí a multiplicar. Después  de la multiplicación llegó la división, y  con ella una dificultad que me ocasionó lo que yo creí un castigo y que ahora me hace sonreír al recordarlo. Practicábamos esta operación dígito a dígito y así repasábamos la tabla correspondiente. Una mañana, después del recreo, la emprendimos con el nueve. Y la división se me atragantó. Por alguna razón inexplicable parecía habérseme olvidado los automatismos que había repetido con el dos, el tres, el cuatro…, el ocho. Llegó la hora de la salida y no había logrado resolver aquella cuenta con el nueve. El maestro me advirtió que no saldría hasta conseguirlo. Quizá porque la situación en la que me encontraba fuera nueva y desconocida, sea por la presencia de don Valentín, tan pendiente de mí, o porque la tabla del nueve me resultara más difícil de recordar, un azoramiento me imposibilitaba razonar. Por fin, media hora después de que se marchasen mis compañeros, pude partir hacia casa. Mi familia estaba en la mesa cuando llegué y noté su  preocupación por mi inhabitual tardanza. Aunque expliqué la causa con sinceridad, mi madre me acompañó a clase esa tarde, habló con mi maestro y así constató que no había sido la indisciplina lo que ocasionó el retraso.
     Mi primer maestro fue un buen maestro. En su proceder yo pude adivinar un compendio de cualidades que serían un gran ejemplo docente: firmeza, conocimientos, entrega a su profesión y amor por sus alumnos. Si bien de todos estos rasgos me beneficié durante los dos cursos en los que fui su alumno, del último, un puñado de años más. Cuando nos encontrábamos por el pueblo, respondió siempre a mi saludo con una sonrisa cómplice y el invariable Díez: trasunto de Díaz, mi segundo apellido. Nunca supe si ese cambio reiterado de la segunda vocal del hiato se debía a una equivocación o escondía algún deliberado mensaje sobre mis posibilidades futuras.

martes, 25 de octubre de 2011

El mercado de los jueves

A los jueves de mi niñez les envolvía un halo como de celebración, de fiesta, que los diferenciaba del resto de los días de la semana. El Jueves Santo, el Corpus Cristi y la Ascensión brillaban más que el sol; el jueves del turrón, era una antesala dulcísima de la Navidad; el primer día grande de las ferias y fiestas de Peñaranda llegaba con el jueves. Al menguar sus clases, los jueves escolares, desde las doce del mediodía, nos regalaban una tarde ansiada de libertad. Y, durante todo el año, un mercado se instalaba los jueves en la plaza de la Fuente del Medio.
     Apenas me quedan imágenes de aquel mercado asociadas a mis primeros años, acaso porque la plaza me pillaba a trasmano en mi camino a la escuela, o porque mis intereses y mis aficiones no pasaban por aquel lugar en un día que se me abría generoso al juego. Otra cosa fue mi etapa de  bachiller. La plaza del Medio la encontraba a diario en mis idas y venidas al instituto. Fue entonces cuando empecé a apreciar la estampa que ofrecía el mercado cada jueves. Me saludaba de mañana con sus puestos desplegados, que me olían a huertos, como los cercanos al Asilo o frente a la era del Reguero que yo conocía tan bien. Muchas mujeres, madrugadoras, merodeaban ya por entre los tenderetes, y mientras inquirían precios y percibían calidades, sopesaban la mejor compra para sus necesidades y su peculio.
     Atravesaba por medio de aquel tinglado y las voces de los vendedores, los olores de las verduras, el colorido de la plaza entera y la  luz de esas mañanas caminaban conmigo hasta clase. Cuando regresaba  a la una y media, todavía el mercado estaba allí, pero había perdido la consistencia de las primeras horas. Escaseaban las clientas, muchos puestos habían desaparecido y otros recogían sus bártulos: los costales de patatas, las banastas con los tomates, los talegos de judías y lentejas, las ristras de ajos encaramados ya en los carros, esperando el regreso. Al volver al instituto después de comer, la plaza recreaba un solar abandonado, y sólo recordaban el mercado de la mañana solitarias y podridas patatas, ciertas hojas abandonadas y resecas de lo que debieron ser hermosas lechugas y, tal vez, alguna cáscara  de melón o el corazón oxidado de una manzana: rebozados desperdicios con los restos de tierra que habían quedado olvidados en aquel lugar.
     En ocasiones fui otro cliente más en aquel mercado. Especialmente, al llegar el tiempo de algunos frutos que eran mi debilidad: los membrillos, las acerolas, las pipas de girasol y los piñones. Cuando aparecían en la plaza, mi mente maquinaba la forma de conseguirlos al jueves siguiente, y aunque siempre supuso renunciar a otras adquisiciones dominicales, el sacrificio merecía la pena, tanto disfrutaba degustándolos. De los membrillos compraba uno y, después de retirar los restos de pelusilla, brillaba  amarillo, de un dorado apetecible.  Más que masticar su pulpa, absorbía su jugo, y, de esta manera, su acidez y su aspereza me acompañaban más de una hora. También solía comprar una cabeza de girasol. Las grandes costaban más, entonces me conformaba con  media. En ambos casos, yo las troceaba, bien porque de esta manera extraía más fácilmente las pipas, bien porque así me aguantaban varios asaltos. Las acerolas vinieron pocas veces a la plaza, y siempre las vi en unos rebosantes cestos de mimbre, rodeando el vaso de latón que daría la medida de las compras a los clientes. Acaso por su olor dulzón, o porque eran un retrato en miniatura de las manzanas rojas que tanto me gustaban o, quizá, por el sabor agridulce que dejaban en mi paladar, siempre se me antojaron.  Y, aunque sólo en alguna ocasión pude adquirirlas, estas sensaciones permanecen frescas a pesar de no haberlas consumido nunca más.
     No recuerdo lo que sentía aquellos jueves. Es ahora, tal vez al evocar tantas láminas que me quedaron grabadas del ayer, cuando las añoro como parte de mi vida de entonces. Fueron unos días en los cuales yo formaba parte de un enjambre imponente que llenaba la plaza tan querida. Aún la veo repleta, desde los soportales que cobijaban la Carnicería Pepe y la Caja de Ahorros, hasta el otro extremo, donde los zapatos de Calzados BBB, los hilos y lanas de La Romanita y los plátanos y naranjas de La Flor de Valencia parecían contemplarlo todo con un mohín de envidia. Entre berzas, peras, zanahorias y alubias, el campesino lograba equilibrar la romana ante la mirada suspicaz de una señora. Otras mujeres se abrían paso entre los tenderetes portando sus capazos abultados de patatas y manzanas por las que asomaban los rizos de las escarolas o sobresalían los tallos verdísimos de un manojo de cebollas.
     Muchas personas de otros pueblos se sumaban a esta fiesta mercantil de los jueves. Ningún otro día contemplé tantas mujeres de la comarca en los comercios de tejidos y de calzados de la plaza de España; nunca, tantos retales, fajas, calzones de franela, pijamas, alpargatas y zapatos sobre sus mostradores. Al mediodía, el bar de La Amistad era una caterva de clientes, forasteros la mayoría: unos recostados en la barra; sentados a las mesas, otros; en pequeños grupos de pie, los más; todos, en animada charla junto al chato de vino, la copa de sol y sombra o el café con leche. En las inmediaciones del bar y, más lejos, frente a la calle Bodegones contemplé escenas que protagonizaban varios hombres. Lo que en un principio me figuraba una discusión entre desconocidos, en ciertos momentos taimados, de pronto se convertía en la imagen de viejos conocidos que acababan de encontrarse y que expresaban su alegría entre voces, risas y un estrechar de manos. Más tarde reconocería en esos encuentros los tratos a los que conducía el chalaneo. Y, en fin,  con este pulular de gentes, paquetes y parloteos, el furor del mercado de los jueves de la plaza del medio se prolongaba hasta la plaza de arriba, que parecía resuelta a no perder su primacía, inapelable el resto de los días.

(Fotos sacadas de la página de facebook: "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas")

lunes, 10 de octubre de 2011

En las noches de verano de la calle San Luis


Apenas comenzaba a declinar la tarde, parecía que me echaran de casa, Mi energía, aletargada por la calorina del día, se desataba entonces, al tiempo que el sol, que se escondía tras las torres de la parroquia, se llevaba con su último resplandor la galbana que me había acompañado, soporífera, toda la jornada. Hacía poco tiempo que el último carro, revestido de redes ahora desinfladas, había traspasado los portones de la corraliza vecina en la calle Isabel la Católica, lindando con el bar del señor Ernesto, frente al taller de los Bejaranos. Era aquella una hora en la que los adultos volvían del trabajo, algunos con las lías por bandolera y un balanceo de hoces y ristras de dediles en la cintura. De pronto, toda la calle se plagaba de niñas y niños, que éramos un puñado en cada familia, y la calzada, las paredes acogían carreras y gritos, mientras el barrio se iluminaba con nuestra algarabía mucho más que con las cuatro bombillas mortecinas que se desperdigaban por las esquinas.
     Cuánto disfruté de aquellas noches cálidas. Todavía sueño que vivo en los juegos de mi infancia y que los anhelo como entonces. Todo era juego, tanta era nuestra vitalidad. A veces, un hecho ocasional: la presencia de murciélagos en ese momento del crepúsculo de luz tan incierta. Corríamos alborotados de un lado para otro, excitados por chillidos y  vuelos imposibles, lanzando trapos a sus sombras, pues se aseguraba que era una forma de cazarlos. Y ese entretenimiento fortuito podía parecernos el más divertido. Pero eran los juegos conocidos los que más frecuentábamos. Casi todas las noches recurríamos al Alza la maya. Me acuerdo aún del regusto a victoria que sentía cuando, después de abandonar mi escondite, burlaba a la carrera al que se la quedaba, y, exultante, le sorprendía con el grito: alza la maya por todos mis compañeros y por mí el primero.
     De rato en rato, el grupo que formábamos aumentaba con la llegada de otros miembros o disminuía a requerimiento de nuestras madres: “¡Aurora!, ¡a cenar!”; “¡Venancín!, ¡qué vengas!”. Otras veces, nos acercábamos a casa para calmar la sed que nos provocaban el sofoco de los juegos y el calor de la noche. Y de las visitas a la mía, me queda en la memoria la luz pajiza que se escapaba de la cocina, que apenas iluminaba el lóbrego pasillo, por donde venía rodando un batir de huevos, como un anuncio de la cena que mi madre preparaba para aquella noche. Me parece ver también a mi padre, sentado en el quicio de la puerta. Como tantas veces, cargaba una hoja del librillo con unos pellizcos de Cuarterón que guardaba en su sobada petaca, y, mientras daba espaciadas chupadas, su mirada se perdía en quién sabe cuántas duras rutinas diarias.
     A medida que la noche se adueñaba de la calle, nos alcanzaba el sosiego y formábamos corros, que es una figura inveterada, la predilecta, de los juegos infantiles. En aquellas ruedas nacían las canciones que acompañaban a algunos de ellos, y que tantas veces he tarareado nostálgico de mi calle San Luis y sus noches de estío. Jugábamos a La zapatilla por detrás, y su recuerdo me trae la comezón que me entraba  por si era yo el elegido, mientras caían garbanzos o judías, para salir corriendo y alcanzar al compañero que me había dejado el regalo a mi espalda. O, al Antón pirulero, donde cada cual se arriesgaba a pagar una prenda, si perdía la atención; y que, para recuperarla, tal vez debería ir a casa de la señora Carmela y preguntarle qué comida pondría al día siguiente;  o, quizá, estamparle un beso a la chica que se sabía que te gustaba.
    Al tiempo que las canciones contaban nota a nota nuestra alegría de niños a toda la calle, de cada casa salían los demás y a las puertas se sentaban buscando el fresco tenue de la noche. Poco a poco las carreras, las prendas, las zapatillas, las frases y las melodías repetidas una y cien veces iban enflaqueciendo, a la vez que el cansancio  se apoderaba de nuestros cuerpos. Yo me aproximaba, rendido, a mi familia y me tumbaba en la acera. Pronto una somnolencia pesada me cercaba y me adormecía arrullado por la conversación de mis padres y vecinos; también, por el monótono cri,cri de los grillos que, a medida que el barrio enmudecía, parecían elevar su chirrido. Y en los primeros sueños volvían las carreras recientes, los corros y los sones cantados parecían la banda sonora de aquellas noches tan queridas.

lunes, 26 de septiembre de 2011

De cómo aprendí a montar en bici

A los nueve o diez años decidí aprender a montar en bici. Fue un verano. El intento entrañó un riesgo para mí y también para “la cabra”, que es como llamábamos a aquella orbea de la que me serví para ejercitarme.
     En casa había entonces dos bicicletas: una BH, azul, nueva y vestida con un montón de complementos que yo miraba complacido; y otra, la orbea, de segunda mano, de un color incierto, tan desguarnecida que más que bicicleta pareciera un esqueleto con ruedas. En la época de los ensayos, ésta había perdido los frenos y ni siquiera un timbre adornaba el manillar. Los únicos sonidos, aunque persistentes,  los emitían la rueda delantera en su rozar constante con la horquilla, tan descentrada, y los pedales que percutían a cada pedalada debido a la holgura de sus encajes. Más que rodar, saltaba, y pronto fue “la cabra” para nosotros. Todavía la recuerdo al final del pasillo, apoyada en la pared de la izquierda, muy próxima al portalón que daba al corral.
     Aquella tarde tomé la cabra, pleno de determinación, la empujé a través de la calle y la explanada de San Luis, hasta alcanzar la confluencia de la carretera de Madrid y el caminillo que llevaba a la era del Reguero y los muladares. Desde este cruce contemplé el último tramo recorrido que ahora descendía en ligera cuesta y que al poco llaneaba entre la iglesia y la tapia del asilo. Y como ya me veía deslizándome por aquella pendiente, creí que el lugar sería el idóneo para las primeras prácticas.
      Por entonces, a orillas de la carretera aparecían unos postes de granito encalados, a modo de quitamiedos, pues en esa zona la carretera trazaba una curva. En uno de ellos me apoyé para encaramarme a la bici. Después de unos segundos de dudas mientras obtenía la estabilidad necesaria, con los pies que apenas rozaban los pedales, me impulsé cuesta abajo, los brazos rígidos y las manos crispadas en el manillar. De este modo no necesitaba pedalear y mi concentración única era mantenerme en equilibrio sobre la orbea. No sabía cómo frenar  y confié que la cabra pararía ella sola, una vez que la pendiente acabase. Pero la inseguridad me asaltó a medio camino y, angustiado, alcé la cabeza y mis ojos, no sé por qué, se fijaron en el esquinazo que a esa altura dibujaban las tapias del asilo. Una fuerza inexplicable dirigió entonces mi bici hacia el muro, hasta estamparnos contra él. El choque puso fin a la carrera y, al tiempo, a la orbea y a mí en el apelmazado y polvoriento suelo. Apenas noté el golpe. Pero la rueda delantera del vehículo, sí: una extraña forma ahuevada sustituyó su circunferencia habitual. 
    En medio del susto por el golpe y del disgusto por la avería producida, se me ocurrió golpear con una piedra sobre la picuda cubierta para que pudiera de nuevo rodar. Después, ascendí otra vez hasta el mojón de la carretera, enfilé como antes la cuesta abajo, y volví a estrellarme contra la pared, pues pareciera que sólo tuviera ojos para ella y que la cabra, indómita y caprichosa, obedeciera únicamente el itinerario que marcaba mi mirada. Sin embargo, durante unos días y en un puñado de intentonas más, me subí a aquel cantón blanco, con una obstinación que he observado después en tantos niños, convencido de que acabaría consiguiendo mi propósito, costase lo que costase.
     Ocurrió que un día logré esquivar aquella esquina maléfica y otro me atreví a meter la punta del pie entre la rueda trasera y el cuadro de la bici, como lo hacían otros chicos, para así detenerla. Poco a poco, los trompazos y las caídas menudearon; y como empezara a dominar el rumbo de mi montura, mejoró mi estabilidad sobre ella y mi seguridad. No se puede imaginar que, después de esto, creyese que sabía montar en bicicleta: conservar su perpendicularidad, sin que se venciera hacia alguno de los lados, me resultaba aún prodigioso y hasta un alarde de funambulista. Desde el sillín, mi estatura impedía que mis pies completaran el pedaleo. Hube de conformarme con medias pedaladas, mientras los pies subían y bajaban en un corto vaivén que provocaba una carrera esforzada y todavía azarosa. Un nuevo ensayo, esta vez sentado sobre la barra, me permitiría alcanzar con holgura los pedales y aquel descubrimiento me llenó de satisfacción y de confianza.
     Se diría que mis contratiempos habían pasado, y ya me disponía a ignorarlos. En aquel  atardecer conducía ufano mi orbea en dirección a San Luis. Un último percance evidenciaría pronto mi aprendizaje todavía endeble. Casi al final de la calle, un grupo de mujeres, algunas de ellas niñas de mi edad, cosían sentadas en un corro, que ocupaba media calzada,  aprovechando la sombra generosa a esa hora. Ya próximo al grupo, me visitaron las dudas y, tal vez por precaución, puse los ojos en las costureras. La cabra se dirigió hacia ellas y comprendí enseguida que, como en los días de mi aprendizaje, no sabría cambiar esa  trayectoria. Me precipité con la cabra dentro del círculo, y, de pronto, me vi como levitando encima de aquellas mujeres, pues algunas de ellas, percatadas de mi llegada, pudieron detener la bici y sostenerme en vilo al instante, evitando cualquier daño.
     Qué poco me preocupó el enfado y la regañina de las mayores, y cuánto el haber hecho el ridículo ante aquellas muchachas. El rubor que me afloraba en los días siguientes al cruzarme con alguna de ellas, me recordaría la vergüenza del papelón que había protagonizado una tarde aciaga. Pero, no mucho después, olvidaría todos los incidentes y accidentes: sabía montar en bici y, ya desde entonces, disfrutaría de esa habilidad para siempre.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Noche de cine en El Ejido

Hacía poco que había despertado la calle y ya vi pasar, renqueante, aquella camioneta desvencijada. Nada encajaba en aquel cacharro y que pudiese rular, tan viejo y destartalado, parecía un milagro. Sin embargo, lo que pregonaba el renegrido hombre con un embudo de hojalata desde la trasera de la caja me engatusó de inmediato: cine gratis esa noche en la explanada de El Ejido. La camioneta recorrió toda la calle y nos arrastró detrás a todos los niños del barrio, hasta que girando por la Travesía de San Luis enfiló la calle Empedrada. Otras dos o tres veces debió repetirse la misma ceremonia ese día, y todavía me acuerdo del traqueteo de aquel trasto, de la espesa y negruzca humareda que despedía entre las ruedas su tubo de escape, y del desasosiego y la ilusión que me acompañaría toda la jornada.
     Algunos aseguraron que los del cine eran húngaros y a mí me asemejaron gitanos, como aquellos titiriteros que, en anteriores ocasiones, rompieran la monotonía de San Luis con una mona, una cabra y una muchachita que parecía descoyuntarse en posturas imposibles al ritmo de una trompeta y de un pandero.
     Ya a las nueve de la noche un  abundante gentío ocupaba la explanada. Al poco cayó la noche y el centro de El Ejido lo iluminaban los faros mortecinos del vehículo que tan bien conocía. Todo estaba dispuesto para la función anunciada. Recuerdo que el proyector sobresalía de la plataforma del remolque de la camioneta, cuyo batiente posterior colgaba hacia el suelo; a tres puñados de pasos aparecía tersa una sábana, de blancura incierta, sujeta a dos maderos clavados sobre el suelo, como una pancarta que se preparase a anunciar paisajes y personajes de película.
     Todo me parecía mágico en la noche estrellada de agosto: aquel enclave magnífico a horas tan desacostumbradas lejos del barrio; los operarios manipulando la maquinaria ante mis ojos; los espectadores acomodados a nuestro antojo, sentados sobre la tierra amazacotada  o en alguna silla de enea; la entrada gratuita en una cine de mayores; y  la que, sin duda, sería una emocionante película.
     La explanada quedó a oscuras; de inmediato, la pantalla recibió el chorro de luz que, al compás un pasodoble, no tardó en anunciarnos el título de la película: Currito de la Cruz. Un mozo, que toreaba a un novillo a las orillas de una charca, apareció a continuación y ya supe que aquella historia de toreros me iba a gustar, pues era mi afición de entonces. Simpaticé casi al instante con aquel protagonista de origen humilde. Me gustaba que triunfara, sin que su timidez y su modestia menguaran con  la llegada pronta del éxito; que no olvidara a sus antiguos compañeros de la inclusa. Como a él, me atraía aquella jovencita graciosa y las coplas que cantaba todo el rato; también, por él sufría que prefiriera a otro y que desconsiderara su procedencia.
    La película transcurría. Las voces de los personajes resonaban en la explanada, mientras, de fondo, sonaba otra coplilla. Tan absorto estaba, que mi imaginación coloreaba aquellas vidas en blanco y negro, alejadas de lo cotidiano, y me elevaba a quimeras propias del niño que yo era. En medio de esa ensoñación, la escena se paralizó, la imagen se deformó y parecía que la sábana se quemase poco a poco, al tiempo que los sonidos se ralentizaban, distorsionándose de forma extraña. Toda la plazuela se desconcertó y las luces de los faros, al encenderse, descubrieron una contrariedad unánime reflejada en los rostros. Con destreza, aquellos hombres manipularon la cinta sin fin, cortando y pegando extremos, y, de nuevo, todos nos pusimos de acuerdo, esta vez para suspirar aliviados. Sin embargo, aquella interrupción resultó una premonición de lo que acontecería más tarde, al concluir el primer rollo de la cinta
      Oía resoplar los rodillos del proyector, mientras la bobina saltarina recuperaba la parte de la película que habíamos visto y se colocaba la segunda, que debiera colmarnos de emoción y, seguramente, de desenlaces que nos acompañarían felices a la cama. Este descanso lo aprovechó uno del cine para pasar un mugriento sombrero de fieltro, que reclamaba el pago por las ilusiones que aquella historia nos estaba procurando. Pero, pronto, el gesto desabrido del hombre indicaba que había recaudado menos perras de las merecidas. Todavía le veo pálido de la luz de los faros al lado de la sábana, y creo escuchar las amenazas de suspender la función si una nueva colecta no compensaba su trabajo y los gastos para divertirnos; y, además, porque ellos tenían que comer. Esa vez, nos rozó exigente aquella prenda desgastada, que hacía que nos moviéramos inquietos, simulando no verla; o que nos encogiéramos de hombros, como para demostrar falta de dinero; y sólo alguno se rascó el bolsillo.
     Unos pocos protestaron, sin convicción; la decepción nos abarcó a todos. Pero los húngaros de la compañía ambulante retiraron las bobinas del proyector, y las guardaron con Currito de la Cruz y la mitad de una historia por revelar, en varias latas abolladas; enrollaron la pantalla; montaron todos en el carromato y se largaron. Y, en El Ejido, sólo dejaron la  oscuridad de aquella noche de cine fallida. El silencio que me acompañó de regreso a casa, acaso lo rompiera  el recuerdo del ruido renqueante de la camioneta desvencijada que muy de mañana me había prometido una ilusión.

lunes, 29 de agosto de 2011

Aquellos puestos bajo los soportales de la Plaza

Siempre que pasé por la Plaza me los encontré allí, plantados en el mismo lugar y en el mismo orden, mirando a los que pasábamos bajo los soportales, y dando la espalda al kiosco de La Mariana y a la explanada donde reinaba el templete. Y, como los soportales, como el templete, también formaron parte del paisaje de la Plaza de mi infancia. Los puestos de golosinas se sucedían desde la esquina repleta de camisas, pantalones y jerséis de los Pelos Grifos, hasta la farmacia-droguería Del Castillo. Y a mí me parecía que estuvieran esperándome, tentadores, ofreciendo más, mucho más de lo que yo nunca podría comprar. Recuerdo que peregrinaba a la zona como los demás niños y niñas, especialmente los domingos y festivos, cuando en nuestros bolsillos entrechocaban unas cuantas perras. Así, a estos días se les añadía un atractivo más para todos nosotros en forma de tenderetes repletos de ilusiones para el paladar.
     Cuando terminaba de comer acudía a la Plaza con la tanda que mi madre me había asignado y por el camino ya iban produciéndose trueques de sabores y la paga dominical. Pero al llegar ante los expositores todo se diluía y me envolvían las dudas y una indecisión grande. Tan extensa era la oferta. Sobre el mostrador una amalgama multicolor con sugerentes sabores, que relamía ya con los ojos: los pirulís, las manzanas acarameladas, los palos de regaliz, las barras de sen-sen, los chupa-chups, las bolas de anís, los chicles, las piruletas y las pastillas de leche de burra. Debajo y a los lados, las pipas,  los cacahuetes, las chufas, los entremozos, los enharinados garbanzos tostados y unos cazos de latón, dispuestos a dar la medida de lo solicitado, aguardaban  en capazos y en  los remangados sacos.
     Pero los dineros eran pocos. Entonces pasaba y repasaba por delante de aquellos expositores deliciosos, mientras las anteriores experiencias gustativas colmaban mi boca de saliva dulzona. De este modo, transcurría mucho rato entre titubeos, más que por cómo repartir las escasas perras, tal vez por hacerlas que durasen un poco en el bolsillo, a sabiendas de la rapidez con que se deshacía el caramelo en mi boca y se desalojaban de cacahuetes los cucuruchos. Y, pacientes, la Josefa, o la Chavala, o la Trini atendían las preguntas reiterativas de precios ya conocidos, permitiéndome tocar, siquiera con la punta del índice, una u otra chuchería imposible aquella tarde dominical.
     Al final decidía qué adquirir esa vez. Y, entonces, compraba la medida de pipas, que el vaso de latón vertía dentro del cono de papel de periódico; un chupa-chups de nata y fresa -mi preferido-; y dos barras de sen-sen. Con aquellas adquisiciones alegraba ya la tarde, mientras aliviaba mi apetito de chucherías sentado en un banco de la Plaza inmensa. Aunque hay que pensar que en otras ocasiones variaba la elección, acaso para conocer la mayoría de sabores expuestos, y que así me iba conformando.
     Al llegar el verano, el entoldado carro de helados de los Ferri se plantaba en medio de los otros tenderetes, y desde ese momento pareciera que sólo me atraían los polos de hielo o los de leche, los helados al corte o los de bola coronando un barquillo, engatusado con promesas que calmaban la sed y refrescaban del sofocante calor de aquellas tardes. Además, su precio dificultaba cualquier otra compra, por lo que disminuía mi atención hacia los mostradores vecinos durante unos meses. Resuenan aún en mis oídos los topetazos metálicos de las abombadas puertas al cerrarse, después de rebuscar el polo solicitado en los compartimentos de aquel carro blanco. Porque los polos de hielo fueran los más baratos o por el regusto y la sed que me provocaban, a menudo consumía el resto de mi paga repitiendo esa compra. Al primero, muy pronto le daba bocados, ansioso, y desaparecía en un santiamén; para que el segundo aguantase algo más, lo lamía absorbiendo el colorante y, al poco, chupaba solo el esqueleto del hielo transparente, y continuaba todavía un rato más mordisqueando el palo de madera hasta que se deshilachaba entre mis dientes.
     Cada vez que he vuelto a Peñaranda, a su Plaza, echo los tenderetes en falta, también a Sidri, a Juli, a Angelete Ferri, a la Trini y a los demás. Aquellos días frente a ellos de indecisión y de avidez parecen aferrarse recurrentes a mi memoria. Diríase que la nostalgia de mi infancia se recubriera del dulzor de aquellos pirulís al roncharlos; del clic, clac monótono y repetitivo de las pipas al ser peladas, mientras el cucurucho se vaciaba, hasta dejarme los dedos ásperos de pieles y sal y los labios resecos; del gustillo de la bola helada mezclado con la del último trozo de barquillo. Tantos sabores que aprendí entonces y tantas sensaciones que me han acompañado luego en la vida y que todavía hoy busco paladear sin ningún hastío.

 *La primera foto es una composición de otras dos aportadas por Kiko García y Saturnino Sánchez en la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas"

martes, 23 de agosto de 2011

El cine de don Agustín

A todos los niños de entonces nos gustaba ir al cine. Pero, a la mayoría, los precios en las taquillas del San Miguel y del Cervantes nos lo impedían; la calificación de muchas de las películas, también. Don Agustín solucionó ambos inconvenientes: organizó para nosotros una sesión de cine a media tarde que costaba una peseta y convirtió en sala de proyecciones la última dependencia de la planta baja de las Jesuitinas. Y a ella accedíamos cada domingo atravesando la Huerta, de la que era vecina.
    Aquellas tardes las llenaba la función de nuestro cine infantil. A las cinco y media, la cola que esperaba el comienzo de la sesión ocupaba todo el largo de la pared del edificio y llegaba casi hasta la pista de baloncesto. Las peleas por los primeros lugares de la fila eran  frecuentes, lo que provocaba que la gordenzuela mano del don Agustín más furibundo repartiera mandobles sobre nuestras cabezas, y eso nos apaciguaba y silenciaba.
     Todos los domingos debía reservar una peseta, de la exigua tanda que me asignaban mi madre y mi abuela, para el cine de la tarde y no siempre me resultó fácil. Así fue como aprendí lo que cuesta renunciar a los sabores, la texturas, los olores de las cosas que me gustaban: las chucherías de los puestos de la Chavala, la Josefa y de la Trini,  que se ofrecían apetitosas bajo los portales de la Plaza. Me complacía sentir entonces la peseta apretada en mi mano dentro del bolsillo, incólume de la prueba sometida.
     Pero en aquella ocasión sucumbí, goloso, a la tentación. Todavía hoy percibo como los últimos sabores se agriaron con el sentimiento de culpa y un desasosiego que me acompañarían las horas siguientes. La costumbre,  y acaso la posibilidad de un milagro, me llevó a la Huerta como las demás tardes, y remoloneando caminé detrás de la cola hasta que se desvaneció en el interior del cine. La puerta se cerró y fuera quedamos frustrados unos pocos. De pronto, la formidable figura del sacerdote apareció ocupando la entrada entera y, después de que su rostro nos recorriera impasible, con una sonrisa tierna y un leve gesto nos invitó a pasar dentro.
     Del local sólo recuerdo su amplitud, que nos albergaba a todos. A la izquierda, la máquina de proyección; a la derecha, una tarima que terminaba contra la pantalla blanca sobre la pared. Y dos horas largas de rezos, música y celuloide. Don Agustín era cura, y, siquiera para compensar el reducido precio de la entrada y para rellenar la espera mientras se cambiaban los voluminosos rollos de película, arrimaba el ascua a la sardina religiosa en forma de catequesis, ensayos litúrgicos o cánticos de iglesia, los cuales dirigía subido a la tarima. Accedíamos a estos requerimientos sin rechistar, conscientes de lo inútil de cualquier atisbo de protesta.
     Más me agradaban los ensayos de villancicos, la Navidad ya próxima. El sacerdote había editado un cuadernillo con los más populares. Los repartía y cada domingo actualizábamos la letra y la música de algunos de ellos: ¡Ay del Chirriquitín, Chiquirriquitín metidito entre pajas!, ¡ay del Chirriquitín, Chiquirriquitín, queridín, queridito del alma!, tronaba el salón, y, por un momento, parecía que olvidáramos la película que esperaba en la máquina de proyección. Las tardes, entonces, me sabían al turrón de la Alberca, a castañas asadas y a Misa del Gallo.
     Se apagaban las luces en medio de murmullos de ansiedad que un rayo resplandeciente acallaba, mientras decenas de ojos convergían en la pantalla. Al poco, el Gordo y el Flaco provocaban escenas disparatadas, hilarantes, y todo el recinto se colmaba de carcajadas y una agitación feliz de sillas. Más tarde, las aventuras las protagonizaban Kit Carson y su ayudante mexicano Toro. Su valor nos enardecía. Carson cabalgaba, flecos al viento, sobre su caballo Apache de un lado a otro de la pantalla transformada en pradera sin límites, ora persiguiendo a los fuera de la ley, ora para huir de bandas de desalmados abominables. Ya en mi niñez aprendí lo que después comprobaría otras muchas veces: el caballo del malo es más lento que el del bueno. La defensa de honrados ciudadanos y los idílicos amores se sucedían, episodio a episodio, en medio de situaciones tan comprometidas que, cuando concluían, premiábamos entre aplausos de admiración y suspiros de alivio.
     Los vaqueros nos abandonaron en las últimas temporadas. Las imágenes de una banda de seres extraños ocuparon su lugar en las tardes de cine. Salían y entraban de su cueva subterránea y a mí me recordaban a Ali Babá y los cuarenta ladrones. La Tierra se abría y, en medio de un estruendo espantoso que nos sobrecogía, la escena se llenaba de personajes cubiertos con indumentarias espeluznantes montados a caballo. Durante la película íbamos de sobresalto en sobresalto sufriendo por unos desenlaces inciertos. Yo sentía miedo y angustia todo el rato. Pero cada jornada esperábamos con la misma expectación el nuevo capítulo de la serie.
     Salíamos ya de noche formando grupos los amigos, y comentábamos lo ocurrido en cada sesión, mientras dirigíamos el final del domingo a nuestras casas. En la mía me esperaban verdeles fritos de cena, para no variar.
     ¡Qué años lejanos!  Fue una época en la que mi imaginación vivió de aquellas cintas, de sus personajes: monté a caballo, resolví situaciones injustas, sentí la admiración y el agradecimiento de los agraviados, mientras con falso pudor me tocaba el ala de mi sombrero de vaquero.