jueves, 26 de mayo de 2011

La era del reguero, nuestra era.


La era se enclavaba en las proximidades del lavadero público y la charca. La denominábamos del “Reguero” al igual que los demás espacios de la zona. Estos lugares se encontraban tan cercanos a nuestro barrio –situado a las afueras de Peñaranda-, que los considerábamos casi de nuestra propiedad.    La era nos reclamaba durante todas las épocas del año. Incluso en el periodo estival, cuando estaba ocupada por la trilla y el aventado de las diversas cosechas de cereales, garbanzos y  algarrobas. En este periodo  observábamos curiosos y expectantes no sólo como se desenvolvía el trillo sobre la parva, sino también lo que ocurría cuando  a ésta la introducían en la tolva de la máquina limpiadora.  Los granos caían por su parte trasera y la paja salía despedida,  impelida por el viento que producían unas aspas que veíamos girar vertiginosamente en un lateral de aquel aparato.
     Pero lo que  más nos interesaba era la altura que iban alcanzando los montones de paja. Y es que aquellas montañas doradas ejercían una irrefrenable atracción sobre los chicos. La paja permanecía en la era varios días antes de que la acarrearan a los  pajares. Aprovechábamos la  ausencia de labriegos, apara acudir en bandadas y ascender hasta la picota e, inmediatamente, deslizarnos pendiente abajo, para volver a trepar, hundiéndonos  y emergiendo  en la blandura amarillenta entre resbalones, empujones, carcajadas y gritos compulsivos. ¡Cuánto nos divertía este juego! ¡Cómo menospreciábamos los arañazos, los pinchazos y las magulladuras que se repartían por todo el cuerpo! ¡Qué frustración sentíamos cuando, después de un tiempo, la paja desaparecía de la era!
     Sin embargo, esa sensación  era pasajera, pues toda la superficie quedaba expedita, limpia, disponible durante el resto del año  para practicar nuestro juego favorito: el fútbol. Y ya lo creo que lo practicábamos, en el mejor campo posible, cubierto por un césped que muchos desearían para sus estadios. Había temporadas que acudíamos a diario para disputar un partido. No importaba que fuera invierno o primavera. Aunque cualquier pelota grande nos servía para jugar, en las ocasiones en que alguien llevaba un balón de “reglamento”, de “material”  nuestro entusiasmo se desbordaba. Todavía me acuerdo de aquellos balones de cuero, de  piezas cosidas, y con una abertura que se cerraba con un cordón , como si  fuera un  zapato, por donde asomaba la válvula de la cámara. Agradecidos y para poder utilizarlo durante todo el partido sin contratiempos, se le concedían unas atribuciones al dueño del balón,  impensables para el resto de los jugadores.
      A falta de reloj, la duración del juego se supeditaba al número de goles convenidos, casi siempre elevado. Tanto, que alguna tarde de invierno se nos echaba la noche encima y postergábamos la contienda del resto del encuentro para el día siguiente. Todo adquiría otra dimensión y nuestra afición crecía con la llegada de la primavera y mayor número de horas de luz.  A veces disputábamos  partidos  contra chicos de otro barrio y entonces cobraban  una seriedad inusitada. Y si era inminente el verano,  nos quedábamos en calzoncillos y  camiseta, y con ese atuendo nos creíamos, ingenuamente, futbolistas de las competiciones oficiales…
     ¡En fin, la era del Reguero! ¡Cuántos ratos pasé en ella durante mi infancia! ¡Me complace tanto evocarlos!

viernes, 20 de mayo de 2011

Unas vacaciones con premio


*Foto aportada por Miguel Alfayate Martín en la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas".
 

De niño  deseaba que el tiempo pasara veloz para que las vacaciones llegaran cuanto antes y con ellas sus celebraciones. En el caso de las Navidades y Semana Santa, vacación y festividad se acoplaban por tener similar duración. Pero las vacaciones de verano eran las más esperadas. Estas ofrecían, después de nueve larguísimos meses de clase, un montón de días y horas, sin apenas obligaciones, para llenarlo de juegos y aventuras. Además, estas  vacaciones culminaban con un regalo: antes de que concluyeran nos esperaban las ferias y fiestas del pueblo.
     ¡Con qué emoción e inquietud vivía los días previos a aquellas fiestas! Los lugares en los que habitualmente transcurrían nuestros juegos durante el resto del verano los desplazábamos a donde se establecería el recinto ferial. Especulábamos con el número de atracciones que aquel año se asentarían allí y que con toda seguridad superaría el de los anteriores. Con los demás críos seguía atento cómo se iban montando todos los puestos participantes: las barcas, los tira pichones, los caballitos, las tómbolas, los tenderetes de chucherías y juguetes.

   Un día todo aquel tinglado se ponía en funcionamiento. El bullicio y las luces de la feria me reclamaban de un modo insoslayable. Como la mayoría de los chiquillos deambulaba  agitado de un lugar a otro, la mayor parte del tiempo mirando, curioso y con algo de envidia, cómo algunos privilegiados disfrutaban de la oferta de determinados puestos. Sólo en alguna ocasión participé de las atracciones, pues el dinero del que disponía para gastar era  escaso  y prefería destinarlo en objetivos más sustanciosos.
     Y mientras tanto, las barcas subían y bajaban impelidas por la destreza, por la fuerza del usuario de turno, hasta que el tablón del freno se elevara lo suficiente para poner fin a su vaivén. Los balines de las escopetas del tira pichón emitían, reiterativos, los “tac”, “tac”, al golpear la chapa repleta de muescas que rodeaban los blancos. A veces los disparos eran certeros, y se premiaba entonces al tirador con una enorme bola de anís, con cigarrillos, con una copita de licor, o con cualquier otro estimable regalo. Los tiovivos no paraban de girar y girar divirtiendo a los niños y niñas que, subidos sobre caballitos, coches, aviones o bicicletas diminutos  colmaban de orgullo a los padres y  a los abuelos que les seguían arrobados. En la tómbola se anunciaba ¡otro premio!, que era el señuelo que animaba a los concurrentes a comprar una nueva tanda de boletos, asegurando que ¡siempre toca, señoras y señores!, mientras se adjudicaba al agraciado un enorme y colorido cayado de caramelo. Y durante todo el tiempo, en los tenderetes de regalos y golosinas, el éxito de ventas recaía en los pirulís forrados con cucuruchos de galleta y las manzanas recubiertas de rojo caramelo.


     Al cabo de poco, todo terminaba. De un día para otro, todos los puestos habían desaparecido de las plazas, y éstas recobraban sus dimensiones habituales. Los forasteros regresaban a sus lugares de residencia, los adultos del pueblo volvían a sus trabajos… De pronto, parecía que se hubiera hecho el silencio, y aquella repentina situación nos dejaba descolocados a todos los niños. Parecía  incluso  que aquella repentina soledad refrescara las tardes y hubiera que engañarla  recurriendo a  los jerséis con tufillo a naftalina.
     Esa sensación de término anunciaba que el verano tocaba a su fin y que el nuevo periodo escolar estaba próximo.

sábado, 14 de mayo de 2011

Un puñado de plazas y una Plaza

Peñaranda cuenta con un puñado de plazas diseminadas por la localidad. Todas disponen de un nombre y a él recurrimos siempre para nombrarlas. Pero hay una plaza que lo es por antonomasia, que no es necesario apelar a su nombre propio para saber  que nos referimos a ella. O, al menos, eso era lo que nos sucedía a los chicos de hace unas cuantas décadas. La plaza de España era  la Plaza.
     Mientras las demás plazas parecían propiedad privada de sus vecinos y raramente se veía jugar en ellas a muchachos de otras calles, la Plaza acogía sin exclusión a todos, viviésemos bajo sus soportales o en las afueras del pueblo. Con la particularidad de que aquello que se ubicaba en la Plaza y lo que en ella acontecía trascendía, como por un descuido, a toda la población y especialmente a los niños. Sucedía como con esas olas de un lago que sin causa aparente restallan de improviso una, dos, tres, cuatro veces contra las rocas sin relacionarlas con la lancha que vimos pasar a lo lejos un ratito antes.
     Las imágenes del quiosco de la Mariana, los puestos de “la Trini” y “la Candonga”, la del blanco carrito de polos y helados de Ferry, los futbolines y los tebeos de “Casa Sinforoso” revolotean alegres en mi cabeza como mariposas repletas de entrañables recuerdos. Estos lugares hubieran sido, en sí mismos, suficiente reclamo para los chavales. Pero la Plaza resultaba también un indicador obligado para los juegos infantiles. Ella marcaba, no se sabe cómo, cada una de las temporadas de los mismos, las cuales iban sucediéndose hasta recorrer todos y cada uno de los juegos, como si el propio lugar velase para que ninguno nos resultara tedioso.
     Inesperadamente aparecían sobre la tierra de la Plaza grupitos de chavales jugando a la peonza. De forma automática, mimética, en los demás barrios podíamos contemplar a algún chico a punto de arrojar su  pico lanza sobre un puñado de peones agrupados, como acobardados, en el centro del círculo trazado en el suelo. A las pocas semanas, los muchachos de la Plaza lanzaban sus clavos a la tierra blanda y húmeda, y aquellas acciones se reflejaban sobre el firme del resto de plazuelas y descampados. Todo se transformaba en  círculos saturados de particiones, de hendiduras provocadas por clavos, limas y demás objetos puntiagudos usados en el juego. Cuando parecía que éste era el juego de moda en el pueblo, como por arte de magia, los chicos que jugueteaban en la Plaza comenzaban otro.
     De pronto, veías a los muchachos  de todas las barriadas arrastrarse por el suelo y, deslizando las manos extendidas sobre la arena, construir carreteras plagadas de hoyos, pendientes y revueltas, que eran las dificultades que precisarían salvar los platillos  en aquellas apasionantes carreras de las chapas. Me acuerdo como si fuera ahora con que afán elaboraba los platillos que llamábamos hechos. Se trataba de sustituir el corcho que llevaban los tapones de los refrescos por la foto de algún ciclista famoso, como  los Coppi, Bobet, Bahamontes, Lángara, Anquetil; colocar encima un cristal, que había que  redondear de forma precisa; y fijar éste a la chapa con masilla o con jabón humedecido. El valor que cobraban entonces las chapas era mayor, y podía acrecentarse más aún si éstas procedían de las botellitas de Cinzano o de Martini.
     Más tarde, los chicos que jugaban en la plaza, en lugar de los platillos sacaban de los bolsillos canicas de barro cocido y canicones de piedra, de cristal o de acero. Desde ese momento, el gua parecía ser el único divertimiento en todas las plazuelas; y en ellas  se prodigaban muchachos agachados, adoptando las posturas y los apoyos que más conviniesen para garantizar sus tiros, o las más cómodos para medir las distancias reglamentarias en cuartas. ¡Qué destreza la de algunos para golpear con su canica a la del contrario, por muy alejada que se encontrara!, ¡qué puntería para alcanzar con precisión la cama de arena que llenaba el gua!
     Y, así, sucedía con los santos, los cromos…
     En la Plaza no había un día que no se jugara. En el resto de los barrios, como por simpatía, tampoco. Esa era la razón por la que nos atrajera tanto la calle entonces, el juego de turno era el principal estimulo a frecuentarla en cuanto se presentaba la ocasión. Los chavales disponíamos siempre de algún juego con el que entretenernos en todas las épocas del año, y a ello nos dedicábamos con entusiasmo. Por eso mis bolsillos aparecían a menudo abultados, repletos de objetos del juego de moda.
     Pero, ¿existe alguna manera mejor de que los niños ocupen su tiempo?, ¿se conoce otro método preferible al lúdico para su desarrollo?

domingo, 8 de mayo de 2011

La estación de ferrocarril



La estación del ferrocarril era un lugar  emblemático  para los peñarandinos. En mi memoria, como si de una película se tratara, se suceden diferentes instantáneas de este lugar… 
     Los paseos de las tardes de domingo, que realizábamos mi hermano Nacho y yo cogidos de las manos de nuestros padres, y que a nosotros nos parecían larguísimos, para admirar la llegada y la salida de los trenes. Seguíamos con atención todas las maniobras que los ferroviarios realizaban en medio del espeso y negruzco humo que expelían las chimeneas de las máquinas y los insistentes chasquidos que provenían de debajo de las ruedas. Siempre me sobresaltaba el ensordecedor silbido que anunciaba la partida del tren. Iniciaba su marcha remolón con la ayuda del vaivén creciente de las bielas, mientras emitía un rítmico soniquete.
     Aquellos otros, unos años más tarde, que efectuábamos en pandilla siguiendo a distancia a un grupo de niñas, a cuyas componentes nos habíamos adjudicado según nuestras preferencias. Ellas, conscientes de esa persecución,  giraban la cabeza de vez en cuando para mirarnos entre sonrisas y cuchicheos. Ese proceder parecía confirmar que nos correspondían, colmaban nuestras expectativas y daban pábulo a nuevas especulaciones.
     La imagen de personas, las más de las veces ancianas, que acudían a la estación, cuando la primavera se aproximaba, para sentarse en los bancos de las paredes principales, absorbiendo complacidos el calorcillo que desprendía la piedra; o para ocupar aquellos más fresquitos en los atardeceres estivales; o tal vez para soñar nostálgicos con lejanos momentos vividos.
    La cantina era el edificio de la estación que me era más simpático en aquellos años. A pesar de su exiguo tamaño, nunca le faltaba la clientela a determinadas horas del día. La ventana que miraba hacia las vías se convertía en un mostrador paralos viajeros y transeúntes que se acomodaban en su alféizar. Cuando llegaba el buen tiempo, se desplegaban alrededor de la caseta veladores para los viandantes de la caída del día. Todavía hoy revolotean en mi cabeza imágenes domingueras: grupos de amigos jugando la acostumbrada partida de cartas a la hora del café, como en cualquier otro bar o taberna. Hasta el exterior me llegaban entonces las voces de los clientes. Por encima de ellas, las de los locutores del Carrusel deportivo, que, precedidas por unos pitidos característicos, gritaban los goles que se marcaban en los diferentes estadios de fútbol. Cada poco se desgranaban los signos de la quiniela, y  alguien aprovechaba  para asegurar que Soberano era cosa de hombres
 
     Este manojo de recuerdos, evocadores de los otros reclamos que ejercía la estación, tan diferentes de aquellos para los que fue concebida, pareciera conferirle una nueva dimensión, mucho más transcendente: la de un lugar que condescendía con el recreo de los peñarandinos.
*Foto obtenida de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por José Ángel Navas Martínez.

martes, 3 de mayo de 2011

Desde los pueblos vecinos, en bicicleta.


La contemplación de esta foto me ha devuelto, como sin querer, a mis años de estudiante en el Instituto laboral “Onésimo Redondo” de Peñaranda de Bracamonte.
Un grupo de alumnos, que cursaban algún nivel superior al mío, rodean a doña María Anuncia, la exigente profesora de matemáticas. Posan para el fotógrafo sobre el escenario del salón de actos del Centro, ufanos con el éxito logrado por la representación de la obra de teatro, que hace tan sólo un momento acaban de protagonizar, como atestigua el decorado que aparece de fondo.
En el instituto hay una fiesta. Este día no se imparten clases. Es un día de celebración. Las carteras con los libros, cuadernos, plumas, lapiceros, estuches de dibujo… han quedado en casa. ¡¿Quién se acuerda de ellos?!
Reconozco a todos los compañeros que aparecen en esta instantánea -con unos me he relacionado más que con otros-, por lo que puedo afirmar que sólo cuatro o cinco son de Peñaranda. Los demás, la mayoría, proceden de otras poblaciones limítrofes.
Ahora que se habla tanto de la falta de esfuerzo de nuestros estudiantes, ¡cuántas veces he puesto como ejemplo el que demostraban mis compañeros del instituto de los pueblos próximos a Peñaranda! Para asistir a clase, se desplazaban a diario en bicicleta, hiciera frío o calor, lloviese, nevase o soplase el viento. Desde Ventosa, Aldeaseca, Cantaracillo, Bóveda... Permanecían toda la jornada en el Centro y regresaban, una vez concluidas las clases de la tarde a sus localidades, muchas de las veces de noche. Todo esto suponía una clara desventaja respecto a los que vivíamos en Peñaranda: madrugaban más, empleaban varias horas en su desplazamiento, padecían las inclemencias del tiempo... ¡Aún me acuerdo del aparcamiento de bicis en que se transformaba el patio del instituto! También, tengo grabado el aspecto que presentaban algunos de ellos cuando llegaban ateridos, medio congelados, con sus pasamontañas rígidos, cubiertos de escarcha  en aquellos días invernales, de niebla, hielo y frío. A pesar de todo -o tal vez por eso-, ¡la mayoría fueron buenos estudiantes!


Deseo que este recuerdo sea un pequeño homenaje a aquellos compañeros.