lunes, 27 de junio de 2011

La escuela graduada Miguel de Unamuno tenía un patio.

La escuela graduada de niños Miguel de Unamuno se encontraba también en la calle del Carmen. Era de las pocas coincidencias que tenía con la otra escuela, la de los parvulitos. Todo lo de la Miguel de Unamuno se diferenciaba, y de qué manera, a lo experimentado en mi primera escuela. Se desvanecieron con sus batas blancas las maestras, llevándose aromas y voces que me habían envuelto a diario durante dos cursos. Las niñas, con las que habíamos compartido pupitres y juegos, ocuparon otras dependencias, a espaldas de las nuestras, en la escuela graduada de niñas Miguel de Unamuno. No las volví a ver ni en las clases ni en los recreos.
     Para esta singladura mi padre me fabricó una cartera con tres listones de madera y dos láminas de táblex. Había anudado una tira de cuero en los extremos horadados de los listones, y así pude trasladarla en bandolera. En ella viajaron juntos enciclopedias, peones, lápices, chapas, cuadernos y canicas durante cuatro cursos. El traqueteo de aquel vehículo tan singular debía divertirlos a todos, y que careciera de tapadera parecía no preocuparlos demasiado.
     Me impresionó el número de escolares que  reunió el patio el primer día de clase. La proximidad de los mayores, seguros, dominantes me intimidaba. Pero la protección cálida de algunos parientes y vecinos, ya veteranos, mitigaron esta sensación. Así que me aclimaté pronto a las reglas infantiles que los años habían establecido allí y olvidé las de mi anterior colegio.
     El patio de mi nueva escuela me sedujo al instante. Me parecía inmenso. ¿Y los recreos? De repente, todo se poblaba de niños en desiguales grupos, cada uno moviéndose al compás marcado por su juego convenido. En él jugué mucho y a todos los juegos de entonces. Y, como los demás niños, alguna vez preferí despistar la soledad dando vueltas y vueltas sin parar en las barras de hierro de las vallas. ¡Cuánto me gustaba ser parte de aquel patio!
     Recuerdo lo divertido del ritual que tenía lugar en el patio al comenzar y concluir la jornada. En aquellos momentos me creía un soldado que obedeciera disciplinado las órdenes del sargento. El maestro nos mandaba a cubrirse y formábamos filas, una por curso. En posición de firmes, rezábamos y, mientras se izaba o se arriaba la bandera, entonábamos Cara al sol, Viva España, Prietan las filas, Montañas nevadas o algún otro himno patriótico. El ingenio infantil, dispuesto siempre a buscar el lado divertido de todo, recreaba estas canciones con unas letras jocosas. Algunos osados las cantaban entre sonrisitas, mientras las voces de los demás las escondíamos; pero, poco a poco, iban depositándose con regocijo en nuestras cabecitas, hasta confundirlas con las originales.
     Aquella tarde ocurrió. Afuera llovía a cántaros. La parada militar tuvo que celebrarse en el pasillo de la planta baja. Arrancaron los sones de Montañas nevadas y, al llegar a la segunda estrofa, las paredes retumbaron cuando todos cantamos a voz en cuello:
“Quiero levantar la pata,
      Un imbécil va y me empuja,
El tortazo que me meto
Ha de ser sensacional”.
     Se hizo el silencio. En los rostros se dibujaban la perplejidad por el atrevimiento y el temor por las inevitables consecuencias. Y estas se manifestaron de inmediato en forma de auténticos tortazos que restallaban en nuestros carrillos entre exclamaciones de dolor. Cada maestro se encargó de una fila, sin que importara demasiado en aquella ocasión que la formación se desbaratara. 
     Aún hoy, al acordarme de aquello, me he llevado inconscientemente la mano a mi mejilla izquierda.

lunes, 13 de junio de 2011

Gigantes y Cabezudos


*Foto extraída de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", portada por Kiko García.

Que la Casa Consistorial era un lugar muy importante, lo sabíamos todos los niños de Peñaranda. Que en su interior se trataban asuntos de mucha enjundia y relevancia, lo suponíamos. Si no, ¿cómo explicar que la aparición de la mariseca, aquella veleta taurina, en lo más alto del tejado del Ayuntamiento, significaba el inicio de las Ferias y Fiestas del pueblo? O,  ¿por qué habitaban allí unos seres extraordinarios, fabulosamente grandes, que sólo se dejaban ver en los señalados días de fiesta?
     Aquellos seres no eran otros que los Gigantes y Cabezudos. Su presencia me inspiraba un cúmulo de sensaciones encontradas: asombro, curiosidad, admiración, y un atávico respeto que se tornaba en recelo inevitable. Sospecho que a los demás niños les ocurría lo mismo que a mí. El pasacalles de la banda municipal desfilaba a primera hora por la ventana de mi dormitorio. Me despertaba y, de inmediato, recordaba lo que sus acordes significaban. El sobresalto ya no me abandonaba en las horas siguientes, a la espera de que los Gigantes y Cabezudos abandonaran su escondrijo y se echaran a la calle con esos enormes e increíbles cuerpos de cartón piedra.
     En ese intervalo me volvía un niño atolondrado. Mi madre me regañaba por mis torpezas y más me azaraba. De pronto el estallido de aquel cohete retumbaba en toda la casa. Era el anuncio de la salida de los Gigantes y Cabezudos. El pecho se me encogía. Se disparaba mi corazón. Una especie de resorte crecía en mi interior y corría como loco hacia el Ayuntamiento. Entonces me perdía entre el nutrido público infantil que se aglomeraba en torno a la fuente del medio, contagiado de nervios e impaciencia, fundido en un único murmullo de inquietud por la inminente aparición de los esperados personajes. Barullo, movimiento, expectación. Todo culminaba cuando las puertas del Ayuntamiento se abrían de par en par. El señor Cañada lanzaba un nuevo cohete, la dulzaina arrancaba sus primeras notas y, ¡por fin! aparecían los Gigantes y Cabezudos.
     Daba comienzo así la marcha por las calles, al son de dulzaineros y cohetes. Los gigantones, coronados como rey y reina, nunca perdían su aspecto serio y a la vez bonachón  mientras bailaban y hacían girar sus cuerpos al compás del balanceo de sus brazos enormes. Los cabezudos perdían en altura respecto a los primeros, pero ganaban en agilidad. Esgrimían varas y a veces las usaban contra los muchachos que les provocaban. Las descomunales cabezas de estos seres simulaban un chino, un guardia civil, un negro, el gordo, el flaco. Algunos eran taimados, y de manera especial el negro, al que llamábamos la mona. Los mayores sabían cómo enfadarle y le cantaban Ea, ea, ea, la mona se cabrea, ea, ea, ea.  Entonces el cabezudo se volvía loco. Las carreras, vara en ristre, detrás de los provocadores, eran continuas. Hasta llegaba a vengarse de alguno de ellos. Este cabezudo, más que miedo, me inspiraba pavor.
     ¡Lo que pude correr para huir de las acometidas de los cabezudos! Incluso puedo afirmar que mi forma física y mi afición al deporte se labraron con aquellas galopadas. Por suerte nunca fui acorralado ni agredido por ellos. Con cualquier amago que advirtiese, ponía pies en polvorosa, pero había que tener cien ojos para no ser sorprendido al menor descuido.
     El trayecto concluía en el punto de partida. Los Gigantes y Cabezudos regresaban a su morada dentro de la Casa Consistorial. Todavía, antes de ocultarse del todo, alguno de ellos amenazaba con salir de nuevo.Las emociones acumuladas se mezclaban con el cansancio tras la carrera y, resollando aún, comentábamos la aventura a gritos, hasta que, poco a poco, nos íbamos serenando a medida que la plaza se vaciaba de gente.
     Yo no podía quitarme de la cabeza aquellos personajes quiméricos. De vez en cuando, mis ojos se desviaban hacia los ventanales del Ayuntamiento. Me preguntaba qué harían en ese momento los Gigantes y Cabezudos. ¿Conversarían entre ellos sobre todo lo acontecido minutos antes?, ¿Urdirían, ladinos, venganzas contra los muchachos que les habían agraviado? ¿Reconocerían a los culpables? ¿Nos confundirían a unos con otros? ¡Al día siguiente saldría de dudas!

viernes, 3 de junio de 2011

Aquella radio de baquelita

*Foto sacada de la página "Peñaranda, fotos antiguas", aportada por Juan Antonio Diezma Santamaría.

La radio de baquelita se escuchaba en el salón de nuestra casa de la calle San Luis. Una cortinilla ocultaba el estante que la sostenía a la pared. Otra, haciendo juego, rodeaba el aparato y se abría en su parte delantera para que así pudieran verse los mandos frontales y la aguja del dial. Aquellas no sólo protegían la radio del polvo y la adornaban: eran el símbolo de  la importancia que se concedía a este aparato. De hecho, su sonido nos acompañaba durante todo el día, sobre todo a mi madre, que pasaba en casa más horas que ningún otro miembro de la familia.
Mientras escribo, afloran ramilletes de recuerdos, y un perfume de sintonías, anuncios y programas de otra época embriaga mis sentidos de sensaciones más o menos intensas, perdurables en la memoria de las emociones.
Así es como empiezan a desfilar por mi mente la canción del Cola Cao, entonada  por aquel negrito del África Tropical que, sin dejar de trabajar, relataba las múltiples cualidades del producto, y garantizaba el éxito de los deportistas que lo consumían; o la melodía del flan chino El Mandarín, cantada por un grupo de niños que jugaban. El ritmo me invitaba a participar del juego. Yo imaginaba que debía ser divertidísimo, y trataba de emularlo con movimientos rápidos y acompasados cada vez que sonaba la canción. Y qué decir de la Tableta Okal, de aquel hombre que ponía música a su felicidad y, con mucho ritmo, refería cómo gracias a Okal había superado la jaqueca y ya no temía ni a un mal catarro de enero.
     De entre los programas de radio de aquellos años, hubo dos que recuerdo con especial afecto. Eran muy diferentes, aunque tenían en común su emisión a horas en que yo paraba más en el hogar: en torno a la comida, y a la caída de la tarde. El primero lo descubrí un día en Radio Peninsular de Madrid. Se emitía hacia la una y media o dos de la tarde. Me aficioné inmediatamente. El locutor era un antiguo trabajador de Iberia que había recopilado una ingente cantidad de discos en sus viajes profesionales a los Estados Unidos. Se titulaba “Vuelo 605”. Nunca he olvidado aquella voz intimista que parecía susurrar ni la cadencia del mensaje de Ángel Álvarez cuando presentaba sus discos. Me envolvía su manera de comunicar, de transmitir la emoción de la música y el deseo de compartirla con los oyentes. Cada pormenor de autores y músicos, cada circunstancia que rodeaba cualquier canción, orígenes, influencias, éxitos. Hasta las dificultades que el propio locutor había sorteado para hacerse con los vinilos al otro lado del Atlántico. Todo era detallado de una forma tan atractiva.
      “Vuelo 605” posibilitó que yo descubriera la música anglosajona que sonaba en el resto del mundo. Ángel Álvarez la encontraba en sus desplazamientos por el mundo para después ofrecerla a sus oyentes españoles como si de una joya se tratara. ¡Cómo sonaban  los Shadows  y su “Apache”, Jan and Dean y “Surf city”, los Beach Boys con sus “Buenas Vibraciones”, Los Hollies en “Bus Stop”, los “Verdes Prados” de Brothers Four. ¡Qué poco tenían que ver con el tipo de música que se hacía en nuestro país! ¡Cuánto debe mi gusto musical a aquel programa!
     Al anochecer, especialmente en invierno, cuando la oscuridad y el frío invitaban a recogerse en casa, al amor del calorcillo del brasero, sentados en torno a la mesa camilla, toda la familia atendía con expectación lo que acontecía en el serial radiofónico de turno. Lo llamábamos “la novela”. Fueron unos cuantos seriales los que nos entretuvieron entonces, pero el recuerdo nítido de uno de ellos me devuelve la calidez de aquellos momentos compartidos con mis padres y hermanos. Se titulaba “Jeromín”. El protagonista era un niño por el que sentimos un gran afecto desde su primera aparición. Sus cualidades eran tales que presagiaban, sesión a sesión, que algún día ocuparía un lugar muy prominente en la historia de España, y que, con el tiempo, se esclarecía su  verdadera y muy noble cuna. La novela avanzaba lentamente, los capítulos se sucedían, se superaban unos a otros en emoción, pero siempre se nos hacían demasiado cortos los veinte minutos que duraban. Además, se usaba la vieja técnica de concluir cada capítulo en el momento de mayor dramatismo y tensión. ¡Cuánta incertidumbre me provocaban estos finales! Me frustraba desconocer el desenlace y ansiaba que llegasen las ocho de la tarde del día siguiente para descubrir en qué terminaba la trama.  Unas sensaciones  compartidas por toda la familia, a juzgar por las expresiones de los rostros, por el silencio de los últimos momentos, roto por nuestras palabras de contrariedad cada vez que el capítulo tocaba a su fin.
     Aquella radio de baquelita envuelta en sencillos cortinajes en el salón de nuestra casa de la calle San Luis … Aroma de mis padres, de mis hermanos. Aroma de hogar. De infancia.