miércoles, 30 de noviembre de 2011

Castañas y turrón


Nunca supe quién nos visitaba primero, si el frío o las castañeras. Pero puedo asegurar que ambos coincidían por la misma época y que  con ellos  entraba el invierno en Peñaranda para quedarse con nosotros casi medio año. Los árboles perdían las últimas hojas y parecían encogerse en su desnudez; la escarcha no faltaría ya a su cita diaria. De súbito, las castañeras encendían los fogones y crepitaban las castañas sobre sus rejillas, mientras un aroma dulzón envolvía todo alrededor, colmándolo de indicios cálidos y apetitosos.
     La castañera más temprana aparecía con la Fiesta de Todos los Santos a la puerta del cementerio. Una mujer de edad incierta, que se arrebujada en ropas oscuras de la cabeza a los pies, engañaba al frío sentada entre la pared y un bidón de lata renegrido, lleno de ascuas. Siempre me llamaba la atención aquel conjunto, como de luto, que yo divisaba desde lejos y que contrastaba con los enjalbegados muros del camposanto. Esa estampa, no sé por qué, se prendió en mi memoria con sabor a soledad y a ventisca. He llegado a creer que se debe a que rara vez vi clientes ante aquel puesto, y a que ya, por entonces, caían las primeras nieves.
     Al iniciarse noviembre se dejaban ver también las castañeras en la Plaza. Recuerdo las bocas rojas de sus fogones a un lado y otro de la entrada a la calle Bodegones. Así, ese lugar singular añadía un señuelo más, esta vez en forma de castañas asadas. De estos puestos he de decir que los figuraba refugiarse contra las columnas de los soportales, como escondiéndose de la crudeza invernal, y que el rescoldo de sus hornillos apenas alcanzaba a los tenderetes de pipas vecinos.
     Me quedan imágenes de entonces, que se conservan pertinaces en mi cabeza. Aquella que se producía los domingos a la salida de misa de doce, cuando algún matrimonio, precedido de vaharadas, detenía su apresurada marcha delante de uno de los fogones. Y, mientras la esposa, encogida y temblona, daba saltitos para despertar sus pies medio congelados, los mitones de la castañera contaba las castañas, que iban cayendo tiznadas en un cucurucho de papel. También me acuerdo de haber saboreado este fruto asado en alguna ocasión, de crío, en el tiempo en el que mis padres todavía me llevaban de paseo. Qué calorcito se desprendía del envoltorio de periódico. Impaciente cogía las primeras castañas y, de inmediato, las hacía saltar de una mano a otra como si fuera un malabarista, tanto me quemaban los dedos. Pero, entre salto y salto, desprendía como podía la cascara y la piel del fruto, y, ansioso, me lo llevaba a la boca, abrasándome la lengua y el paladar entre resoplidos y exclamaciones ininteligibles.
     Ya me había acostumbrado a la presencia de las castañeras y la Plaza me sorprendía con una visita diferente, mágica, que era un anuncio de la Nochebuena: la turronera de La Alberca. Como ésta llegaba con el jueves que precedía a las fiestas navideñas, a ese día le llamábamos Jueves del Turrón.  El puesto se me aparece, espléndido, debajo de los soportales, atravesado entre los tenderetes de pipas y los escaparates de Los Pelos Grifos y de la ferretería de Vilches, como si quisiera llamar la atención de los transeúntes interrumpiéndoles el paso. Este atípico asentamiento no parecía incomodar a nadie, tan pintoresco y entrañable nos resultaba. En una mesa alargada y sobre un mantel inmaculado, se extendían mazacotes de turrón, blanco o tostado, formando una maqueta montañosa, por donde asomaban como aprisionadas almendras en multitud de pedazos. Allí reposaban también una balanza de platillos de bronce, unas cuantas pesas del color del oro enfiladas por estatura, y un hacha de considerable tamaño.
   Aquel me parecía uno de los jueves en los que la Plaza congregaba mayor cantidad de gentes, pues creía que al mercado se le unía el reclamo de la turronera. Y el jueves del turrón acudía yo al centro de mi pueblo, atraído por ese mostrador excepcional y por la aglomeración que abarrotaba un lugar tan emblemático. Miraba con curiosidad a la turronera: el pelo negro, estirado y recogido en un moño que ornaba un rostro redondo y amable, no ocultaba una edad madura; se revestía con ropajes oscuros, muy amplios y largos, que nunca había visto en las mujeres de Peñaranda; de las orejas pendían unos pendientes afiligranados y sobre el pecho brillaban una cadena y una medalla de oro. Como todos decían que vestía de serrana, yo la imaginaba de un pueblo lejano, repleto de almendros y panales de olorosa miel, que se encaramaba en lo alto de una montaña: pues así jugaba mi fantasía con el nombre de La Alberca y el traje de la turronera.
     Para ese día tan especial reservaba, ilusionado, unas perras, por los placeres que habría de proporcionarme el tenderete. La señora desgajaba trocitos de turrón de uno de los bloques con su hacha de leñador, los equilibraba en los platillos con alguna de las pesas pequeñas y me los ofrecía envueltos en un papel blanco y satinado. Con qué deleite chupaba aquella golosina. Pero no tardaba en mordisquearla a cachitos y cuando alguno se reblandecía en mi boca, siempre acababa pegado a mis dientes. Antes que desazonarme por ello, lo agradecía, pues a mi lengua le gustaba acudir entonces a relamerlo, y  podía así saborear aquel dulce durante un ratito más.
***
     Todos los inviernos he encontrado castañeras que me hablaban de las de mi niñez. Pero a las turroneras no he vuelto a verlas por ninguna plaza. Sin embargo, su recuerdo jamás me ha abandonado, y proclamo que nunca he disfrutado tanto de un turrón como el que ellas traían a mi pueblo por Navidad.
* Los escenarios de las ilustraciones son fotos, que he distorsionado, encontradas en la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas"

domingo, 13 de noviembre de 2011

Don Valentín, mi primer maestro

Un mes antes de cumplir los siete años comencé la enseñanza primaria. El verano fue un lapso de tiempo suficiente para olvidar mi etapa de párvulo, y, rápidamente, me acomodé al nuevo colegio. Por alguna razón que yo no comprendí, y nadie me explicó, me destinaron al segundo grado, obviando el primer escalón de la escuela Graduada de Niños Miguel de Unamuno, al que fueron a parar la mayoría de mis compañeros del año anterior. Parecía que el orden lógico de los diferentes grados no estaba ideado para chicos como yo, pues hube de permanecer dos años en el mismo nivel, para saltar de nuevo, esta vez al cuarto grado, sin pasar por el tercero.
     Don Valentín fue mi primer maestro. Le guardo en mi memoria dentro del cajón de los recuerdos más apreciados. Su imagen permanece inalterada: enjuto de carnes, cara afilada, ojos inteligentes y una pizca irónicos, adusto, pero sin esconder del todo la afabilidad de la que yo siempre tuve constancia. Un traje oscuro, gris o negro, era su indumentaria. Caminaba erguido, acaso para no escatimar ni un centímetro a su exigua estatura. Mientras nos hablaba, su cuerpo ascendía y descendía  sobre la punta de los pies, poniendo así mayor énfasis en sus mensajes. Don Valentín vivía en la calle Nuestra Señora, frente al Convento de las Carmelitas, que alguna vez lo vi entrar o salir de su domicilio.
     Pronto me sentí a gusto en su clase. Subía alegre la breve escalera de acceso a la escuela y una vez en el amplio vestíbulo, a mano izquierda, encontraba el aula. Al entrar, desde la pared de enfrente, me miraban los rostros hieráticos del Generalísimo Franco y José Antonio Primo de Rivera, que flanqueaban un crucifijo de marfil. Debajo, en el negrísimo encerado, destacaban indefectiblemente la fecha y la sentencia del día como estampadas con la primorosa caligrafía del maestro. Tres filas de pupitres ocupaban la clase y frente a ellos, a la izquierda se ubicaba, más alta,  la mesa de don Valentín. Próximo a ésta, se recostaba contra la pared un armario repleto de libros y cuerpos geométricos, sobre el que descansaba un globo terráqueo en medio de una fila de cabecitas de diferentes razas, que eran las huchas del día del Domund.
     Debido a mi edad y a mis conocimientos, me correspondió seguramente ocupar los últimos lugares de la fila derecha de pupitres. Es allí donde el recuerdo me sienta en el inicio del primer curso, junto a una fecha que permanece escrita en mi memoria: 15 de septiembre de 1958. Y poco más. Pronto abandoné aquellos lugares y salté a otros por delante, desde allí debí pasar a la fila del medio, y, una vez superados los obstáculos de la misma, me asenté en la de la izquierda, avanzando hasta los pupitres más próximos al maestro. De esta manera, puedo asegurar que en veinticuatro meses ocupé la mayoría de los pupitres: me apoyé en sus tableros inclinados, guardé mi cartera de madera en los cajones, dejé que las rejillas de madera despegaran el barro de mis botas y abatí una y otra vez sus asientos, compartiéndolos con un montón de compañeros que procedían de todas las barriadas de Peñaranda.
     La clase disponía de amplios ventanales a izquierda y derecha, por donde entraba el aliento cambiante de las estaciones escolares. El viento azotaba a veces sus cristales hasta hacerlos temblar, mientras ululaba evidenciando alguna rendija antigua; y, en ocasiones, me distrajeron las gotas de agua que escurrían atropelladas en tardes grises y monótonas. A través de aquellas ventanas vi caer, alba y estrellada, la nieve que siempre me ilusionó con promesas de juegos y experiencias diferentes. Y al compás de esos meteoros se desgranaban los dictados, las tablas de multiplicar y las preguntas y respuestas, mil veces formuladas, del catecismo. Todavía me parece escuchar la voz de don Valentín, de exquisita dicción, que me permitía distinguir las equis y las elles, así como descubrir las ces, las des, las pes y las tes en las palabras más difíciles. La uve sonaba en su boca parecida a una efe, como comprobaría unos años después que lo hacían los franceses. Cuánto ayudó aquella pronunciación a mi aprendizaje ortográfico.
     En el  aula de don Valentín me encontré con la Enciclopedia Álvarez de Primer Grado: protegida por sus duras pastas de cartón parecía condensar todo lo que yo debía aprender entonces. A este libro acudíamos repetidas veces al día y a cada hora lo abríamos por una parte distinta, sin un orden aparente, para responder a las diferentes disciplinas del programa escolar. De la enciclopedia no me quedan las lecciones que estudié, pero si sus ilustraciones y el tipo de letra de lo más variopinto con que se embellecían los títulos de algunas lecciones, las fábulas de Samaniego y Hartzenbusch, y los personajes de la historia sagrada y de la historia de España. Cómo me gustaba repetir los dibujos esquemáticos de aquellas escenas religiosas y patrióticas, cuán meticuloso fui al imitar los rasgos de sus titulares.
     Algunas tardes tocaba lectura. Entonces el maestro abría las puertas acristaladas del armario, y los ejemplares que aparecían apilados en sus estantes los distribuía entre las tres filas de pupitres siguiendo un criterio que sólo él conocía: Soy español, Hemos visto al Señor, Lecturas de oro, El pueblo de Dios. De alguno de ellos ha quedado prendida en mi memoria una estampa bucólica que me sorprende de tarde en tarde en visitas inaprensibles de tan fugaces. Siempre intento rememorarla de nuevo, acaso para prolongar las sensaciones que sin duda sentía entonces, pero el pastor y las ovejas de la lectura se disipan rápidamente, dejándome posos de desasosiego y nostalgia en colores pastel.
     Con don Valentín aprendí a multiplicar. Después  de la multiplicación llegó la división, y  con ella una dificultad que me ocasionó lo que yo creí un castigo y que ahora me hace sonreír al recordarlo. Practicábamos esta operación dígito a dígito y así repasábamos la tabla correspondiente. Una mañana, después del recreo, la emprendimos con el nueve. Y la división se me atragantó. Por alguna razón inexplicable parecía habérseme olvidado los automatismos que había repetido con el dos, el tres, el cuatro…, el ocho. Llegó la hora de la salida y no había logrado resolver aquella cuenta con el nueve. El maestro me advirtió que no saldría hasta conseguirlo. Quizá porque la situación en la que me encontraba fuera nueva y desconocida, sea por la presencia de don Valentín, tan pendiente de mí, o porque la tabla del nueve me resultara más difícil de recordar, un azoramiento me imposibilitaba razonar. Por fin, media hora después de que se marchasen mis compañeros, pude partir hacia casa. Mi familia estaba en la mesa cuando llegué y noté su  preocupación por mi inhabitual tardanza. Aunque expliqué la causa con sinceridad, mi madre me acompañó a clase esa tarde, habló con mi maestro y así constató que no había sido la indisciplina lo que ocasionó el retraso.
     Mi primer maestro fue un buen maestro. En su proceder yo pude adivinar un compendio de cualidades que serían un gran ejemplo docente: firmeza, conocimientos, entrega a su profesión y amor por sus alumnos. Si bien de todos estos rasgos me beneficié durante los dos cursos en los que fui su alumno, del último, un puñado de años más. Cuando nos encontrábamos por el pueblo, respondió siempre a mi saludo con una sonrisa cómplice y el invariable Díez: trasunto de Díaz, mi segundo apellido. Nunca supe si ese cambio reiterado de la segunda vocal del hiato se debía a una equivocación o escondía algún deliberado mensaje sobre mis posibilidades futuras.