lunes, 19 de diciembre de 2011

Y, por fin, llegaba la Nochebuena

La Nochebuena llamaba a las puertas de mi imaginación infantil un montón de días antes de lo que establecía el calendario. Durante ese tiempo la sentía en el aire de mi pueblo en mil indicios, y, como la estrella que anunciara el camino de Belén a los Reyes Magos de Oriente, así iban apareciendo menudos fulgores que me indicaban su proximidad,  y yo me aprestaba a recibirla anhelante.
    Los villancicos, que ensayábamos un puñado de domingos antes en catequesis y en las sesiones de cine en las Jesuitinas, eran los primeros destellos entre campanas sobre campanas, peces en el río y una burra que iba hacia Belén cargada  de chocolate, con la promesa de una noche de paz. Uno de los escaparates de la Librería Coll me sorprendía una tarde repleto de pastores, lavanderas, leñadores, soldados  y reyes montados en camellos de cuyos ramales tiraban esbeltos pajes. Estas figuritas de arcilla parecían transitar por tan abarrotado espacio desorientadas buscando alguno de los pesebres que por allí aparecían en el interior de portalicos desvencijados, en donde se repetía la misma estampa: la Virgen, San José y el Niño flanqueados por un asno bonachón y una vaca rolliza. Cuántos ratos he pasado frente a esta cristalera enternecido por aquellos muñequitos policromados que me trasladaban a remotas tierras y narraban historias de tiempos lejanos.
     A medida que diciembre avanzaba, brotaban belenes por doquier en medio de camisas, zapatos, embutidos, tabletas de chocolate, cajas de Farias y juguetes, y, con antelación, me hacían vivir mil veces el Misterio que habría de ocurrir en pocos días.  En el Centro de Acción Católica, un Nacimiento diferente y sublime llenaba una habitación apenas iluminada con tenues luces de colores que envolvían mi fantasía hasta emocionarme. Los adornos luminosos, que se sumaban al anuncio reiterado de la Navidad, me hacían guiños desde las puertas y balcones de algunas casas.
     Mientras tanto, los muchachos de mi calle preparábamos con entusiasmo la comparsa que desfilaría por tiendas, bares y domicilios para pedir el aguinaldo. Como nuestro distintivo habría de ser unos llamativos gorros de cartón, nos esmerábamos en adherir con engrudo papel de seda de diferentes tonos a aquellos cucuruchos. Al tiempo, nos aprovisionábamos de castañuelas de uralita, hueseras, botellas de anís, panderetas, zambomba y algún almirez. Y cada tarde ensayábamos villancicos, y los pasodobles y coplillas que conocíamos de haberlas escuchado a los mayores. En esa espera, plena de barruntos navideños, llegaban las vacaciones escolares que inauguraban los niños de San Ildefonso. Entonces, la calle San Luis se llenaba de voces infantiles que  salían de las radios de nuestros hogares salmodiando números y más números con un repicar de miles y miles de pesetas en una pedrea de ilusiones.
     Hasta que una mañana, por fin, despertaba el 24 de diciembre, como otro día más, frío y oculto en la contumaz niebla que envolvía a diario el pueblo. Y aquella mañana, de la fecha más esperada, no traía ninguna señal que lo distinguiera de cualquier otro de un invierno de brasero de cisco en la mesa camilla del comedor. A medida que transcurría la jornada me invadía la melancolía. La tristeza acompañaba todos mis actos, sin que pudiera explicar lo que me sucedía, precisamente en el día tan anunciado de paz y felicidad. Al anochecer, los escaparates, las luces parpadeantes de colores y los belenes que yo atisbaba en las salas de algunos domicilios, no me regocijaban como en las jornadas precedentes. Quizás percibiera que aquella no era la fiesta colectiva de las ferias, que la calle no compartía de igual forma la  alegría. Cada cual iba y venía pensando en los suyos, preparaba su celebración para disfrutarla en familia. Observaba caminar presurosos a los mayores portando las últimas compras para lo que acontecería esa noche en cada hogar, sin importarles los demás. Y con este ánimo regresaba a mi casa mientras, desde lejos, me llegaban los sones del “Soldadito español” que alguna murga tempranera entonaba entre las vibraciones roncas de zambombas, el chasquido de una panderetera y el cristalino rascado de las botellas de anís El Mono.
     Pero, a la hora de la cena, mi decaimiento mudaba cuando toda la familia se congregaba en torno a la mesa, que resplandecía esa noche. Me contagiaba rápidamente de la alegría que emanaban mis padres y hermanos, y, por fin, entendía que el verdadero significado de la Nochebuena estribaba en aquella reunión entrañable en la que procurábamos la felicidad mutua. Y, además de la dicha que sentía al sentarme con los míos en una cena tan extraordinaria, ha quedado en mi recuerdo el sabor que el ajo daba a la ensalada de escarola, que preparaba mi madre y la variedad de sencillos postres a los que se acostumbró mi paladar. Cómo podría olvidarme de la cazuela de porcelana rebosante de castañas cocidas, que tenían un ligero sabor a anís. El turrón del duro y el del blando; las pasas; los polvorones; los mazapanes; las peladillas, que eran como los hermanos mayores de unos confites blancos que escondían piñones en su interior. De todo se nos daba una cantidad, la misma para cada miembro de la mesa, pues este postre debía durar toda la Navidad. Todavía hoy no puedo resistirme a elaborar capones con higos y nueces, como veía entonces hacer a mi padre. Al final de la  comida aparecía una bandeja con siete copitas de un cristal muy labrado, en donde se escanciaba anís del que retengo aún un regusto dulzón. Después, se recogía la mesa y se jugaba a las cartas hasta que se aproximaba la medianoche.
     A las doce acudíamos, contentos como estábamos, a la iglesia parroquial. El templo se llenaba y, pocas veces como en esa ocasión, fieles de todas las edades se congregaban en una misa.  Mi familia entera asistía a la Misa del Gallo que era la culminación del acontecimiento cientos de veces pregonado para esa noche: el nacimiento del Niño Jesús. Todos conveníamos que a aquella hora tan intempestiva, en un lugar  inhóspito como era una cuadra donde convivían asnos  y vacas, nada menos que sobre un pesebre, ocurría el Misterio de la venida de Dios al mundo. Y, aunque yo no entendía muy bien por qué se había elegido un rincón tan mísero y apartado, me parecía milagroso que aquel singular enclave fuera del dominio público, pues el niño estaba escondido todavía entre pajas y  acudían ya a adorarle las gentes más humildes, cargadas de regalos. Incluso tres reyes de lejanos países, advertidos por una estrella, venían de camino y, en breve, le presentarían oro, incienso y mirra.
     En todo eso pensaba yo durante la misa. También, a su conclusión, en la fila que se dirigía a besar el pie del Niño rollizo y sonriente que, postrado en su cuna, parecía bendecirme desde el inicio de la escalinata del altar mayor, acompañado por un satisfecho don Pablo, nuestro párroco, al que rodeaban varios monaguillos. Veo todavía a don Agustín, revestido con su inconfundible roquete blanco, desde las alturas del presbiterio, delante del atril que sobresalía de la barandilla de hierro forjado, encadenar un villancico tras otro. A los sones del  Adeste fideles y del a Belén pastores, a Belén chiquillos nos acoplábamos todos hasta colmar el templo de notas y alegría en aquella noche de paz. Y, ya sin dudas, estas sensaciones eran las que me acompañaban, mucho más intensas y placenteras que el frío que se había apoderado de la calle, en mi retorno al hogar.