viernes, 29 de julio de 2011

El templete de la Plaza

 (Fotos sacadas de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas")

De niño imaginaba mi pueblo como una vivienda inmensa que cobijara a todos los peñarandinos. La plaza de España me parecía entonces un amplísimo salón y la dependencia principal de la casa. Y entre su mobiliario sobresalía, enhiesto, el templete inefable. Quienquiera que pasara por tan importante estancia, morador o visita, se fijaba indefectiblemente en aquel mueble, que aparecía orgulloso en el centro de la Plaza.
     ¿Quién ha conocido alguna vez un mueble tan polifacético? Allí estaba el templete para servir a todos, mayores y niños, en lo solemne y en lo diario, para lo lúdico y para lo serio. Se disponía de él así en las celebraciones religiosas como en las profanas. No necesitaba cambiar de aspecto, ni vestirse de forma especial: su continente digno, noble resultaba siempre el apropiado.
     Me acuerdo que por Navidad se transformaba en el establo que acogía los personajes del misterio de Belén. Mientras, a su alrededor, se desperdigaban pastores, lavanderas, leñadores, soldados y Reyes Magos. Asimismo, el templete se transmutaba en púlpito extraordinario cuando llegaba Semana Santa. Desde la altura, volaban lecturas bíblicas y se repetían jaculatorias, que toda la Plaza devolvía como un repiqueteo, en las estaciones postreras del Viacrucis del Viernes de Pasión. Tribuna de sacerdotes al atardecer el Jueves Santo, cuya prédica empapaba de fervor la Procesión del Encuentro.
     Los músicos elegían  el templete como el  mejor de los escenarios desde el que interpretar sus melodías durante las Ferias y Fiestas. Todo su repertorio de piezas clásicas, salpicado con otras populares, iba desgranándose al mediodía, mientras la Plaza se tornaba en un peculiar auditorio. Horas más  tarde, la orquesta perdía su seriedad matinal. El improvisado salón de baile bullía, reía y se movía al ritmo del vals, del tango y de la copla esperada, cuyas notas fluían desde las alturas del templete hasta iluminar de fiesta la noche. Allí contemplé, emocionado, como mis padres bailaban un pasodoble famoso, mientras entrelazaban tímidamente sus cuerpos; y en sus caras se dibujaba esa sonrisa propia de las gentes sencillas, cuando tienen ocasión de olvidar por un momento el peso de sus obligaciones diarias.
     Durante todo el año se convertía en el balcón al cual podíamos subir para contemplar la Plaza; los viandantes en su paseo, arriba y abajo, los domingos después de misa de doce. Y, en cuántas ocasiones sus barrotes mudaron en portal para permitirnos el juego de las cuatro esquinas. El templete aguantaba, condescendiente, nuestras acometidas, nuestros gritos, nuestras carreras. También, a veces, me sirvió como refugio amable en el que oculté soledad, desencantos y quimeras.
     Plantado en medio de la Plaza, se erguía, monumento solitario, tocado con su gorro chino, mientras los bancos de piedra y los kioscos de la Mariana y de la Trini parecieran situarse a una distancia respetuosa desde la que rendirle pleitesía y admiración. Testigo impasible de los días y las noches de los peñarandinos, de los juegos infantiles, y del trasiego continuo por los establecimientos que cobijaban los soportales: farmacias, bancos, cafés, librerías, pastelerías, zapaterías, ópticas, textiles, relojerías, muebles en un sinnúmero de mostradores. Diríase que el templete, mirador férreo, se preocupaba por todos, incluso del indolente que contemplaba distraído los escaparates, o de aquel que, frente a la calle Bodegones, recreaba la película del jueves de los retazos que las carteleras regalaban.
     Mueble, establo, púlpito, tribuna, escenario, balcón, portal, refugio, monumento, testigo, mirador…: el templete ¿Acaso podríamos imaginar la Plaza sin él?

miércoles, 20 de julio de 2011

¡Qué viene el antolín!

Desde muy pequeño, cuando escuchaba ¡qué viene el antolín!, asociaba este aviso, repleto de recelo y desasosiego, con la presencia de cualquiera de los guardas jurados rurales. No supe hasta varios años después que uno, el más estricto, el más temido, se llamaba realmente Antolín y que otras personas utilizaban siempre este nombre con propiedad.
      Creía, ingenuo, que los dos guardas eran el antolín, aunque el otro tuviera una actitud menos agresiva. Pero fuera que el causante de mis sobresaltos  era el auténtico Antolín, cuando nos referíamos a él nadie me hizo ver el equívoco. Los recuerdo de verde, el pantalón de pana, la bandolera y una escopeta colgada al hombro, y los diviso en lontananza a caballo o pedaleando sobre una bicicleta. Vigilaban las cosechas, los huertos, las eras.
     La palabra antolín nos provocaba siempre desazón, tanto habíamos oído de su genio y de sus respuestas contundentes. Y es que nada confiere más autoridad a una persona que la fama que le precede. De manera que, a veces, no es necesario que dicha autoridad se demuestre para otorgársela, basta con observar la reacción de alarma y miedo de los que han conocido o padecido sus métodos. Así que, de niño sufrí más por las supuestas manifestaciones furibundas y despiadadas de aquel guarda jurado, que por ser testigo u objeto de ellas, salvo en una ocasión.
     Eran años de escasez y la comida del hogar nunca nos saciaba. Antes de que los primeros calores estivales los agostara, los campos nos ofrecían generosos sus frutos, siquiera en forma de espigas de cebada o de matas sabrosas de garbanzos o de algarrobas. Con qué destreza podábamos las barbas de las espigas y desnudábamos sus granos gordenzuelos; qué regusto a sal quedaba en nuestras manos después de extraer el garbanzo de su vaina; qué tiernas las verdes semillitas de algarroba cuando abandonaban su estuche alargado. Como el hambre y el miedo a menudo andaban de la mano, cargábamos culpables con nuestro botín y con la incertidumbre de la presencia repentina de algún guarda, y nos alejábamos para devorar glotones aquellas minucias.   
     Si un chico gritaba ¡el antolín!, instintivamente huíamos como alma que lleva el diablo, pues el espanto se sobreponía entonces a la necesidad. Nos aterrorizaba recibir una descarga de sal de su escopeta, cuyo escozor se decía era insufrible; o llegar al pueblo atado a la cola del caballo, como contaban que le aconteció al muchacho que fue sorprendido robando almendrucos en las Pocillas. Otras veces, avistábamos a los guardas y escondidos esperábamos que se perdieran en la lejanía por donde transitaban, para así retomar más  tranquilos nuestras ocupaciones.
     En aquella ocasión nadie gritó ¡que viene el antolín!, tan enfrascados nos encontrábamos en la disputa del partido de fútbol. Nos habíamos despojado de los pantalones y jerséis. La aparición del guarda nos sorprendió, y, espantados,  corrimos lejos, mientras nuestra ropa quedaba olvidada en la era sobre las piedras que marcaban las porterías del campo. Del susto pasamos a la intranquilidad al percatarnos que íbamos en calzoncillos. ¿Qué pensaría la gente al vernos de tal guisa? ¿Cómo reaccionarían nuestros padres? Sobreponiéndonos, volvimos a la era y allí nos esperaba la figura imponente de el antolín. La ropa aparecía a sus pies en un montón. Nos comunicó que se la daría únicamente a nuestros padres, si acudían a reclamarla a su domicilio. Y así sucedió. Mi madre recuperó las prendas requisadas, después de pagar un duro de multa. Cinco pesetas que debí reponer a plazos con mis pagas dominicales.
     El antolín protagonizó mis peores sueños durante un puñado de años. Siempre despertaba angustiado,  porque mis piernas plomizas no respondían al aviso recurrente: ¡qué viene el antolín! El guarda se acercaba inexorable hacia mí y su cara, terrible, presagiaba represalias atroces. Hasta que, algún tiempo después, conocí al señor Antolín, revestido de la apariencia normal de un jubilado y con la afabilidad propia de un hombre de su edad. La imagen que proyectaba no sólo distaba de la que en mi niñez me inquietaba, si no que invitaba a tomarle afecto. Por todo ello, estos recuerdos los noto prendidos en una sonrisa afable.

miércoles, 13 de julio de 2011

La hoguera de San Juan

Los calendarios con el santoral son mis preferidos. En la cocina hay  uno. Mientras desayuno suelo fijarme en el santo del día.  A veces sorprendo a algún conocido cuando le  felicito. Me suelen regalar una sonrisa y eso me gusta, ¡qué lo voy a hacer! Pero hoy no he felicitado a nadie. Hoy es San Juan Bautista. Y un  ensalmo me lleva volando a la niñez en la calle San Luis...
     En la calle San Luis celebrábamos la noche de San Juan con una hoguera gigantesca. Siempre en el mismo lugar:  la explanada en la que terminaba nuestra calle, justo entre el negrillo centenario y una propiedad de la familia de La Torre mitad huerta, mitad granja. Era un rito que se repetía año tras año, sin que yo comprendiera el motivo. Tampoco me importaba  y, como el resto de los niños, participaba del mismo, aunque solo fuese para romper la diaria monotonía .
     Los muchachos no hablábamos de otra cosa desde unos días antes, desde que alguno traía la noticia con la que se había topado por casualidad, que es como los niños nos enterábamos de casi todo. Ufano la transmitía a los demás, y, de inmediato, brotaba la ilusión, sazonada con una pizca de zozobra, porque llegara el  momento de la celebración.
     Deseábamos formar parte de aquel acontecimiento como los demás, como los mayores y discutíamos para que se notara nuestra contribución. Así que reaccionábamos como esas hormigas que al caer la tarde abandonan el hormiguero y se expanden mientras  buscan afanosas cualquier alimento que trasladar a su despensa subterránea. Previsores, como ellas, hacíamos acopio de cualquier material combustible que encontráramos en las cercanías de almacenes, tiendas, fábricas e incluso en los muladares vecinos de la era del Reguero y lo amontonábamos detrás de la iglesia.
     Daba gusto ver el trasiego de la calle San Luis el 23 de junio. ¡Hay que ver cuántas sillas cojas,  armarios desvencijados, viejos arcones sin tapa pueden  arrumbarse por años en los desvanes y en los corrales de las casas!  Durante todo el día la calle era una procesión continua de muebles desahuciados, pero resueltos a un postrer servicio: inmolarse en las llamas de San Juan y así divertir a sus dueños.
     Poco a poco el montón crecía y crecía. Cuando la tarde dejaba paso a la noche todo estaba listo. La montaña de trastos viejos me parecía espectacular. Alguien prendía fuego por la base y pronto todo era una llama voraz. Entonces la madera crepitaba dolorida y una multitud de chispas se elevaban como asustadas buscando refugio en la negrura de la noche; y las mariposas, de las ayer insidiosas orugas, parecían luminarias en sus últimos vuelos blanquísimos sobre el viejo olmo. No hay nada más fascinante que contemplar la danza incansable de las llamas que lo devoran todo en el silencio de la noche. Aquel espectáculo con su magia poderosa me atenazaba hipnotizándome. A mi alrededor todo el barrio callaba extasiado mientras la pira alcanzaba su cenit y su máximo fulgor.
...

      Aquel año, un grito lejano rompió de repente mi ensimismamiento, rodó calle abajo y retumbó en la explanada convertido en lamentos y jaculatorias. Era Manuela, la de los gusanos, que cuidaba las gallinas de Julio de la Torre y  las imaginaba ya a todas tiznadas de humo y pavesas.
     -¡No te preocupes, Manuela! ¡Mañana las pintas de blanco España!- le consuela un ocurrente.
     El aire se llena de carcajadas que se llevan algo del encanto de la noche de fuego, y que a mí me parecen la causa de que la hoguera disminuya su vigor. 
...

   Después de un rato, las llamas menguaban y todo era brasas rojas en un rescoldo ahíto de cachivaches. Pero la explanada recobraba el ánimo con el salto del primer mozo, que volaba con éxito por encima de las ascuas resplandecientes. A éste le imitó otro, y otro, y otros más enardecidos por los aplausos de la concurrencia.  Un impulso mal calculado levantaba a veces chispas y ayes femeninos. 
     Y cuando la hoguera agonizaba, y apenas ya algún tizón humeaba, nos llegaba el turno a los pequeños. Reclamábamos nuestra parte en el juego, en el riesgo; siquiera para presumir ante los demás al día siguiente, salpicando nuestros saltos  de  dificultades supuestas y exagerada pericia…

 ...
   Poco a poco, la llegada de las vacaciones cargadas de prometedoras experiencias estivales, cubría  con el velo de nuevas emociones la noche de San Juan, vivida ante la atenta mirada de la iglesia de San Luis, al lado del fiel negrillo.

jueves, 7 de julio de 2011

El Centro de Acción Católica

Los largos meses de otoño e invierno hacía del Centro de Acción Católica la única alternativa para que los chicos estuviésemos ocupados desde el atardecer hasta la hora de la cena, mientras esperábamos la llegada de la primavera cargada de días templados, más horas de luz y, por tanto, más  vida en la calle.
     Me embutía en mi abrigo y en mi gorro de orejeras, cuyos extremos debían ir abrochados bajo la barbilla por exigencia de mi madre. De esa guisa recorría el camino entre mi casa y el Centro y así regresaba a la hora establecida. Sin embargo, apuraba tanto la estancia en aquel confortable lugar que casi siempre debía desandar el camino a la carrera. Una tarde rompí el ritual, engañado tal vez por la tibieza del día. O tal vez fuera un despiste. El caso es que olvidé encasquetarme el gorro y ya desde esa misma noche mis oídos se quejaron y mi imprudencia acabó, en los días siguientes, en otitis aguda.
     El Centro de Acción Católica se encontraba en la calle de Nuestra Señora, entre los Almacenes Martín Mulas y la tienda del Americano. El edificio, de dos plantas, debió ser en otra época el hogar  de una o más familias, si bien quedaba poco de su anterior distribución. Al menos, las salas que yo frecuenté eran espaciosas, sin rastro de tabiques separadores entre estancias vecinas.
     En la planta baja había cuatro dependencias. En la primera, a mano izquierda al inicio del pasillo, se exponía el belén, que ocupaba media sala. Cada Navidad se variaba la decoración, la iluminación, el simbolismo de las escasas figuras, los motivos escogidos. Me sorprendía la originalidad del belén y solía contemplarlo con asombro y admiración. Enfrente se encontraba el salón de la televisión, en donde tantas mañanas de domingo seguí con pasión los partidos de baloncesto entre los mejores equipos de la primera división. Recuerdo cómo disfrutaba con los triunfos del Real Madrid de los Emiliano, Luyk, Monsalve, Sevillano y otros cuantos, dirigidos por Ferrandis. Me emocionaban  los enfrentamientos contra el Estudiantes de los Arroyo, García Reneses, Sagi-Vela, o contra el Juventud de Badalona de Nino Buscató. Al final del pasillo estaba la pequeña cantina, un lugar reservado más para mozos y adultos que para niños como nosotros. Allí se tomaban chatos de vino con los aperitivos que salían de aquellas grandes latas: sardinas, anchoas, chicharros, aceitunas…
     También en la planta baja había un curioso habitáculo que por su forma y tamaño bien podría haber sido despensa o hasta armario empotrado; era el despacho de don Agustín. Parecía difícil que pudiera acomodarse entre aquellas dimensiones. Pero allí sentaba toda su corpulencia, de cara al pasillo y allí leía su breviario o cerraba los ojos, como si reflexionara, como si realmente estuviera metido en un confesionario o incluso en una hornacina. Parecía aislado,  ausente, y, sin embargo, sentíamos su presencia controlando todo lo que ocurría en el edificio.
     Pero era en la planta primera donde pasábamos la mayor parte del tiempo. Subíamos a la carrera. La madera de la escalera retumbaba con nuestros pasos. Futbolines, billares, la mesa de ping pong, armarios repletos de tebeos y juegos de mesa estaban concentrados en una sala  con una sorprendente forma de ele mayúscula al revés, situada a un nivel más bajo que el pasillo, por lo que había que descender un peldaño para entrar. Además, los dos brazos de la ele también presentaban distintos niveles, lo que nos obligaba a subir y bajar escalones para pasar de uno a otro. No se podía  ocultar que habían sido dos estancias independientes antes de aliarse para su nuevo cometido. La parte de la sala paralela a la fachada tenía otra particularidad: conservaba la disposición que debió tener en su anterior vida como hogar: un salón con dos alcobas, pero sin las cortinas que seguramente preservarían la intimidad de los dormitorios. Ahora las cortinas ya no eran necesarias y unos arcos adornaban la estancia, en la que había mesas para jugar al parchís, a la oca, a las damas, al ajedrez, al dominó. Parecía que los arcos nos aislaban de lo que ocurría al lado. En el trazo mayor del local, arrimados a las paredes, se sucedían los bancos en los que nos acomodábamos para leer los tebeos que se amontonaban en las estanterías. Me enfrascaba tanto en estas lecturas que ni el ruido de las bolas del billar al chocar, ni los golpes de los futbolines, ni la algarabía de la sala lograban distraerme.
     Entre juegos y lecturas transcurrían aquellas tardes. Fueron muchas y yo las guardo  aún vivas en mi recuerdo. ¡Qué importancia tuvieron en mi educación! Me ayudaron a convivir, a respetar las normas y los materiales comunes; aprendí las reglas y la técnica de algunos juegos a los que hoy sigo aficionado; se despertó mi gusto por la lectura y, en fin, me acostumbré a actuar con autonomía y responsabilidad. ¡Gracias!