martes, 14 de febrero de 2012

Al cine por unos kilos de chatarra


Que alguien declare ahora que aquellos fueron años de escasez es algo que a nadie sorprende ya. A unos, porque los vivimos, o padecimos entonces, con estrecheces sin cuento;  a otros, porque están hartos de oír referirnos a ellas en cuanto se nos presenta la menor oportunidad. Lo cierto es que, en mi pueblo, la oferta de ilusiones para un niño superaba a las posibilidades para disfrutarlas: las chucherías que se amontonaban en los puestos de la Plaza; los tebeos y los futbolines de casa Sinforoso; los cigarrillos de anís que vendía la Mariana en su kiosco;  las cintas que se proyectaban en los cines San Miguel y Cervantes los jueves, sábados y domingos… Todo alimentaba mi fantasía de niño, pero a distancia, pues que se hiciera realidad resultaba una auténtica quimera.
      Y, aunque, por carecer de todo, me acostumbré a prescindir de lo que no estaba al alcance de mis posibilidades, confieso que, a veces, sentí envidia de aquellos que por alguna razón lo lograron. Uno de ellos fue mi hermano Hilario, cuatro años mayor que yo. Recibía una tanda dominical apenas superior a la mía, por aquello de la diferencia de edad, pero insuficiente a todas luces para según qué necesidades y diversiones. No obstante, siempre tenía en las manos algún ejemplar de Hazañas Bélicas, del Guerrero del Antifaz, de Roberto Alcázar y Pedrín o alguna novela del oeste de Marcial Lafuente Estefanía. A menudo le vi en los futbolines enfrascado en partidos en los que la tensión hacía que se mordiese, nervioso, la lengua por la incertidumbre del resultado; o comprar celtas sueltos en la plaza, que después multiplicaba en finas raciones con ayuda del papel de fumar que extraía del librillo. Incluso se permitía sacar la entrada para alguna de las sesiones de los cines de la calle Elisa Muñoz.
     Recurría a la chatarra. Alguna vez le acompañé en la búsqueda de hierro o de cobre. A su lado aprendí dónde buscar aquellos materiales, dónde venderlos, la diferencia de precios de uno u otro metal  y cuántas perras se podían reunir tras su venta. También, que todo el beneficio se lo quedaba él. Lo que se recaudaba apenas si llegaba para uno, decía; haciéndome ver a continuación que sus necesidades eran más urgentes y perentorias que las mías. Y, cosas del destino, el dinero acababa siempre en su bolsillo. Así que, comprendí pronto que aquella sociedad no me convenía. Decidí crear mi propia empresa, en la idea de que esa sería la única forma de poder sacar beneficio de mi esfuerzo y, quizá, el modo de pagarme la primera entrada de cine.
     Como el recurso a la chatarra menudeaba entre la gente, grande y pequeña, el propósito de reunir suficiente cantidad me resultó una tarea esforzada y a ella me entregué con ahínco. Este chico es de ideas fijas, ¡cómo se le meta una cosa en la cabeza!, sentenció mi madre al  observar mi obsesión, y ya lo repetiría en otras ocasiones, fuera bueno o malo lo que me trajera entre manos. Aquella descripción acabó siendo una profecía, que se fue cumpliendo a lo largo de mi vida hasta convertirse en una condición de mi carácter. Lo cierto es que, durante algunos días, todo mi tiempo libre lo dediqué a acumular chatarra dentro de una vieja tinaja de arcilla que teníamos en el corral de casa. Se me pudo ver merodeando por los talleres Barrado, Pinto o Polo a la salida de clase en el Miguel de Unamuno, acopiando tuercas y arandelas perdidas, piezas desgastadas e inservibles y cables. Busqué incansablemente restos de hierro en cerrajerías y fraguas, mientras oía repicar el martillo contra el yunque. Acudía a las puertas del taller de los Bejaranos en cuanto advertía desde la puerta de mi casa el resplandor de la soldadura autógena y esperaba paciente los trozos de las varillas de metal que el soplete no fundía, y los fragmentos minúsculos y roñosos de alguna reja del arado reparado.
     Sé que la primavera iba avanzada, pues, olvidados los fríos invernales, vestía hacía tiempo pantalones cortos, que unos tirantes abotonados en la cintura sujetaban por encima de mi camisa. Y que aquellas tardes me olvidé de los interminables partidos de fútbol en la era del Reguero; de las apasionantes carreras de chapas en el polvoriento suelo de la explanada junto al viejo negrillo de San Luis; incluso de los amigos, de los que prescindí en mis correrías por el pueblo. O por las afueras, confundido entre los muladares y escombreras que comenzaban en la huerta frente a la era y continuaban en montones sucesivos por un camino que se perdía por el horizonte, mucho después de cruzar las vías del tren. Removí cascotes, los pedazos carcomidos de viejas vigas a la espera de encontrar todo tipo de clavos y puntas con los que se fijaron a ellas las derruidas techumbres, o de descubrir tal vez alguna cerradura de una destartalada portezuela, o cualquier cacharro metálico, desvencijado y arrumbado. Tanto que, durante algunas noches, aquel basurero pobló mis sueños en forma de pesadilla recurrente: con una azada escarbaba entre los deshechos y aparecían, uno tras otro, objetos de metal, a cual más macizo, que rápidamente colmaban una carretilla de albañil, cuya carga el chatarrero me premiaba con una sustanciosa recompensa, haciéndome el niño más feliz de Peñaranda.
     Como me pareciera que la chatarra acumulada dentro de la tinaja fuera suficiente, y, acaso, porque ya no podía esperar más, resolví venderla ese mismo día. En un saco la cargué a la espalda y por el camino a la chatarrería de la plaza Santa Apolonia me fui contando el cuento de la lechera, pues mi imaginación crecía por entonces más que cualquier otra cosa, mucho más que los hierros reunidos. Guardo toda la luz que iluminaba la plazoleta en la tarde primaveral; y de aquel almacén recuerdo su amplia entrada, abierta de par en par, y las montañas de amasijos de hierros cuyas siluetas velaba la penumbra en la que estaba sumida la mayor parte de lo que creí una vasta estancia. Saturio Bernal, amigo de mi hermano Pablo, me atendió. Primero con el hierro y luego con el cobre, seguí con atención el balanceo del saco que colgaba de uno de los ganchos de la romana, mientras una pesa hacía equilibrios sobre el astil, hasta pararse en una de sus ranuras y nivelar la balanza, marcando el peso exacto. Lo que pesaron estos metales se me ha olvidado, sólo me acuerdo de lo que gané con ellos: una moneda rubia de dos cincuenta.
     Con el saco enrollado y las dos pesetas y media apretadas en mi mano, que me olía todavía a la herrumbre de los oxidados hierros, supe ya en qué invertir mi primera ganancia como autónomo: iría al cine el jueves siguiente. Ese día se hizo más remolón que otras veces. Cuando llegué a la Plaza, a la salida de la escuela, poco me importó el mercado y el gentío que iba y venía bajo los soportales. Todo mi interés se lo llevaron los fotogramas, que cubrían por ambos lados las despatarradas carteleras, de las cintas que proyectaría el cine Cervantes aquella tarde en lo que sería una sesión continua.  Con qué emoción contemplé las imágenes en blanco y negro que protagonizaba Charlot, y aquellas otras, coloreadas, de unos personajes que se movían por la ciudad de Roma. Cuán lentas transcurrieron entonces las escasas horas que restaban hasta que la taquilla abrió su ventanilla al público.
     Las dos cincuenta me proporcionaron aquella tarde un lugar en los escalones que recorrían de un lado a otro el gallinero que ocupaba casi todo el primer piso del cinema. Me sorprendió que tanta gente humilde, mísera, abarrotara la inmensa grada y mi infantil alma intuyó de inmediato que el pobre, además de pan, necesita buscar un resquicio para la ilusión, un motivo por qué vivir. Con esta impresión me senté en el centro de la última fila, la espalda contra la pared, por debajo de un ventanuco que pronto empezó a vomitar un incesante haz luminoso que se fue convirtiendo en sucesivas imágenes llenas de vida al estrellarse en la pantalla gigante del piso inferior.
     Aunque volví después muchas más, no he olvidado esa mi primera vez. Perdura aún el asombro que me produjeron las dimensiones de aquella estancia, amplia como la iglesia de San Miguel; la oscuridad de su espacio infinito durante la proyección, apenas disimulada en las paredes por unas lamparillas rojas; la música y las palabras de los personajes que me envolvieron mientras me contaban sus historias; toda la  emoción por encontrarme en un lugar tan especial, que me absorbió por entero, que me mantuvo todo el rato pegado a mi asiento, con los ojos abiertos como platos. Y en el escenario vi a un Charles Chaplin hambriento que, después de devorar el cuero de sus viejas botas, chupaba famélico las tachuelas que sobresalían de las retorcidas suelas.  Y sufrí con la incertidumbre del balanceo de su cabaña al borde de un precipicio, dentro de un paisaje de nieve impoluta, en lo que era una quimera del oro. De la otra película, apenas entendí la trama, pero me maravillaron las plazas, los monumentos romanos rebosantes de luz y, prendido en mi oído, quedó para siempre el estribillo de la melodía que entonaba el protagonista: Arrivederci Roma, adiós,  goodbye, au revoir . . .


Las imágenes son montajes sobre dos fotografías aportadas por Kiko García en la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas"