miércoles, 5 de septiembre de 2012

Con don José, el cura de las Carmelitas



A Peñaranda llegó don José en silencio, como de puntillas. Y del mismo modo transcurrirían sus años en el pueblo como capellán del convento de las Madres Carmelitas Descalzas. Discreto, humilde, austero, don José me parecía un cura atípico. A diferencia del resto de los sacerdotes, permanecía desvinculado de la preeminencia y de las solemnidades que rodeaban a la iglesia parroquial. Creo no haberlo visto nunca en San Miguel; postergado su ministerio a los oficios y a la atención del templo al final de la calle Nuestra Señora. Acaso fuera la razón por la que pasara desapercibido o incomprendido, por entre la mayoría de peñarandinos.
    Enjuto de carnes, denunciaban su delgadez extrema los mil pliegues de la sotana, raída y  desvaída, que le flotaban desde los hombros. Su pobreza carecía de la impostura de muchos religiosos de entonces. Siempre recordaré la frugalidad de sus comidas y la precisión con que las preparaba. Yo desconocía entonces ese lío de nutrientes y calorías que cada alimento, cada ingrediente aportaba. Pesaba las patatas en una pequeña balanza, las cocía en un cazo con agua; después las rehogaba con la medida rigurosa de aceite y las servía desnudas en un plato, apenas con un pellizco de sal. Eso era todo. Eso era lo que su templanza le permitía en un  tiempo de penurias para la mayoría del pueblo.

     El domicilio del capellán precedía a los muros altísimos que protegían la clausura de las monjas del Carmelo. Desde allí escuché a menudo, envueltos en un olor a serrín, los lamentos constantes y ensordecedores del aserradero vecino de los Bartolos. La casa de don José era una puerta abierta. Entré en ella de la mano del deseo de ser monaguillo, y, seguramente, porque a ella me llevaron lo que otros chicos contaban de aquel cura especial, de su bondad, del sencillo trato con ellos. También,  que a algunos los enviaba al seminario para convertirse en sacerdotes, que era una ilusión que me animaba con insistencia por entonces.
     Es difícil dibujar una casa como aquella. Diré que sólo la puerta, la ventana y el balcón de la fachada conservaron la apariencia de una casa normal de dos plantas. El interior mudó en una residencia muy peculiar para candidatos a seminaristas. Se habían derribado algunos tabiques y varias habitaciones se poblaron de las literas de bastos tablones de madera, que el cura fue construyendo con habilidad de carpintero. Sobre los jergones, cubiertos por mantas gruesas y ásperas de lana, donde se entrecruzaban renglones grises y marrones, durmieron muchas noches algunos chicos con vocación sacerdotal. Envidié esas noches y esos dormitorios que un recelo inexplicable de mis padres me impidió compartir. Otra estancia fue el aula donde ayudé a mejorar la lectura, la escritura y las cuatro cuentas perezosas de Jesús, un chico de mi edad que habría de marcharse a un colegio de frailes cuando llegó septiembre.
     Memorable es la forma tan peculiar como se espantaba el frío de la casa. En el centro de la cocina aparentaba reinar una estufa de la que brotaba un tubo, que pronto se quebraba para asomarse por la ventana del patio y echar así todo el humo a una higuera triste y solitaria. Era un bidón descomunal con una portezuela inferior que facilitaba el tiro. El combustible lo proporcionaba una mezcla apelmazada de serrín y cáscara de piñón. Costaba un poco encender semejante fogón, pero, cuando se conseguía, la lumbre permanecía viva hasta muy entrada la noche. El resto de las habitaciones se beneficiaban del aire caliente que despedía la cocina, a través de los boquetes horadados en todas las paredes y de las corrientes que pululaban a sus anchas por la casa gruyer.
     Aquella casa abierta me permitió alguna veleidad dramática. Un día don José nos animó a la representación de una obrita que hablaba de la vida ejemplar de algún santo. Aunque he olvidado su título, aún me quedan los días pletóricos de ensayo y tramoya. También un legado de noches de pesadillas angustiosas, todavía hoy, en las que mi personaje se queda mudo al entrar en escena y no encuentra los diálogos que tanto tiempo le costó aprender.

     Por ese número de la calle Nuestra Señora pasamos innumerables chicos. Unos con más persistencia que otros. Casi todos acabamos vestidos de monaguillos en la iglesia vecina. Los ropajes, impolutos y doblados con mimo, aparecían en la sacristía por la ventana del torno. Las aspas giraban, giraban, y, en cada vuelta, venían las vinajeras, el lavabo, el dorado cáliz y cualquier otro de los objetos que la liturgia del día exigía. Con ellos venían también las palabras dulces de la madre tornera para poner nuestros nombres a las voces, que asociaba con las caras que contemplaba escondida tras la celosía más próxima al altar mayor.
     Los ritos de iglesia parecían más serios y auténticos de la mano de don José. El respeto con que cuidaba los detalles de nuestra participación me emocionaba y hacía que me sintiera importante. Con el mismo respeto, reproducíamos una y otra vez los apartados de la ceremonia, sin perturbar apenas el silencio limpio del templo, aspirando tan sólo las fragancias que desde todos los altares enviaban los búcaros pródigos de flores siempre lozanas. Cuánto me complacía entonces el ritual del monaguillo. De aquel tiempo me acuerdo de los días previos a la Semana Santa. Los oficios del jueves y viernes santos eran especiales. Ya en los ensayos creía descubrir su singularidad, su transcendencia. Me atraían los diferentes papeles del sacerdote y de los monaguillos, que rompían con la liturgia rutinaria del resto del año; las largas lecturas que contaban la pasión y la muerte de Cristo; el sonido estridente y repetido de la carraca, que silenciaba por unos días las acostumbradas campanillas. Formar parte de aquellas representaciones era lo que más deseaba en aquel tiempo.  
     A la llamada de don José y de las Carmelitas acudió también Ignacio, mi hermano, con la intención de formar parte de la extensa cuadrilla de monaguillos. Y, asimismo, le llegó el turno de uniformarse con aquellas vestiduras talares que tanto nos gustaban. Fue en una celebración vespertina, tal vez una novena, con la primavera muy avanzada. Columpiaba, ufano, el incensario, porque a través de los agujeritos de la cazoleta refulgía el tizón de carbón. En el momento convenido, se acercó al sacerdote, que cargaba ya la cucharita con el incienso de una naveta de plata que le ofrecía otro monaguillo. Ignacio había olvidado cómo se elevaba la tapa del vaso del incensario y, como  le apremiase la mirada de don José, tiró con brusquedad de una de las cadenas laterales. Desde el banco donde seguía la ceremonia, vi volar el disco incandescente y como caía en la alfombra sobre la que descansaba el altar. El niño se aturulló. Don José, hincó una rodilla, recogió el ascua con los dedos y, para nuestro asombro, lo devolvió al recipiente sin confesar su dolor. La actuación de mi hermano concluyó en ese momento, dejó el incensario, y nunca más volvió al altar de las Carmelitas.

     José Luis llevaba dos años con los jesuitas y lo conocí un verano a la vera de don José. Fue mi amigo. Puedo decir que mi primer amigo auténtico, de los pocos que se tienen a lo largo de la vida. Su risa franca y, quizás, la nobleza que advertía en su mirada me invitaron a la amistad. La inteligencia que cada día descubría en mi amigo la disimulaba su sencillez. Y como pronto nos complació estar juntos, cada vez encontrábamos más ocasiones para compartir juegos y confiarnos cuitas e ilusiones. Desde su observatorio silencioso don José debió ver con agrado nuestra relación y quiso que se afianzara. Advirtió enseguida una desigualdad que limitaría cualquier aventura conjunta: José Luis disfrutaba de las vacaciones en la flamante bicicleta que lo llevaba a todos los lugares, mientras que mi padre y mis hermanos mayores apenas dejaban oportunidades para yo usara la BH de casa.
     El cura buscó y encontró la solución a este contratiempo en el taller de mi vecino Gurrichi, en la calle San Luis. De allí salió la bici, una antigua motocicleta reconvertida, que la mano de pintura negra y unas ruedas menos gruesas disimulaban en cierto modo su maltrecho cuadro y su anterior condición. Con ella crecieron nuestras correrías en ese verano, uno de los más divertidos de mi niñez, y se fortaleció nuestra amistad que duraría varios años. Sin embargo, la bicicleta se quebró por una antigua fractura, en una galopada camino de la plaza de toros, cuando boqueaban ya las vacaciones estivales. Todavía me queda la nostalgia de aquella pesada bicicleta; y de mi amigo José Luis, que la distancia y los derroteros que traza la vida alejaron poco a poco de mí.

     Con don José salí dos veces fuera del pueblo. La primera fue una excursión que organizó con un puñado de chicos. No recuerdo ya lo que caminamos por la carretera que lleva a Aldeaseca, ni cuanto duró la caminata. Perviven, en cambio, el alivio de mis pies cuando se refrescaron en el agua del pilón junto a una ermita, y la estampa del sacerdote, la sotana en la cintura, que chapoteaba como otro niño, con sus pantalones astrosos calados hasta las rodillas. También, aquella tarde esplendida de sol que el azul limpísimo del cielo y un mar verde tachonado de ondulantes espigas colorearon para siempre en mi memoria.
    La segunda ocasión fue un viaje en automóvil. Acompañé al sacerdote a Zorita de la Frontera o, quizá a El Campo de Peñaranda; en cualquier caso, me acuerdo que debimos pasar por Aldeaseca. Se enterraba allí a un muchacho, que un tumor en la cabeza se llevó de madrugada. Le conocí de pupilo en la casa del capellán y, al poco de ingresar en un seminario de frailes, le sorprendió la enfermedad. He buscado entre sus recuerdos y he encontrado la sonrisa pronta y luminosa de sus ojos negros; su voz argentina, que en tantas ceremonias me emocionó; y el relato que hacía don José de la humilde conformidad con que el niño aceptaba el dolor, que ofrendaba cada día a Dios. Pero el nombre, ay, su nombre, no he podido encontrarlo.
      
     En el verano del 64 yo estaba por cumplir los trece años y el deseo de hacerme sacerdote ocupaba ya todos mis sueños. Un día de este verano Don José acudió a mi casa a la hora de comer. Desde la silla más alejada de la mesa camilla, escuché la propuesta que llevaba para que yo ingresara en un seminario jesuita con el nuevo curso. Mis padres, circunspectos, pero corteses a pesar del escaso tiempo que mi padre disponía para volver al trabajo, dejaron que el sacerdote hablara de mi vocación, y que desgranara todo un rosario de argumentos más, que creí irrefutable. Pero, a mi madre no; y a mi padre, parece que tampoco, aunque dijera poco. Mi madre refería sus pavores a los peligros que yo habría de correr en las remotas tierras de misiones, que imaginaba siempre en África, rodeado de leones, en medio de mil peligros y a punto de morir de hambre; pues ese era el destino que creía les esperaba a todos los frailes de la Tierra. También, el miedo a no volverme a ver, una vez me marchara tan lejos. Junto a estas razones, envueltas en tan peregrinos temores, se me ocurre que pudiera estar la sombra imponente de don Agustín, que advertía que aún no era llegada la hora.
     No sé si la de aquel día fue la mayor frustración que haya sentido en la vida, pero la recuerdo como la más dolorosa de mi infancia. A la mañana siguiente, y durante otras más, refugié mi inconsolable desdicha en la soledad de la iglesia de las Carmelitas. Me sentaba en alguno de los bancos traseros, junto a la entrada, al amparo de la penumbra que allí se replegaba; y dirigía mis plegarias, que sabía vanas, hacia la cortina de luz que el mediodía desplomaba sobre el crucero, sobre el altar mayor. Mientras, las notas mansas del Ángelus, que las monjas salmodiaban, me llegaban serenas, en murmullos. Como el canto pareciera una invitación a la resignación, iba apaciguándoseme el ánimo y el cuerpo se me adormecía, perdida ya la humedad de los ojos en la escena que se dibujaba en el centro del retablo: un ángel amenazaba a Santa Teresa, que postrada imploraba al cielo.

     He de descubrir ahora algunas de las marcas que quedaron en mi carácter del tiempo que frecuenté a don José.
     Seguramente yo fuera un buen estudiante de Bachillerato. Me gustaba compartir la alegría de las notas y buscaba el elogio que creía merecer. Pero el sacerdote nunca daba lugar a la presunción. Sus  comentarios sobre mis resultados siempre me desconcertaban, tan diferentes de los que escuchaba a los profesores, a mis padres. Empleaba la ironía, que mezclaba con alguna palabra mordaz, para descarriar cualquier atisbo de engreimiento que yo pudiera sentir por las calificaciones obtenidas, por mis conocimientos o por mi esfuerzo. Como abundasen los notables, me recordaba que el siete era la nota del burro. Lejos del menosprecio, diríase que deseaba más bien que yo relativizase cualquiera de mis conductas encomiables, y para ello las desvestía del envoltorio superfluo de la vanidad. Así fue como aprendí a rebajar, ya para siempre, mis logros y, en alguna ocasión también, los de mi familia, los de mis hijos.
     Un día el sacerdote me llamó a conversar a su despacho. La habitación tenía un ventanal enrejado por el que entraba la claridad de la calle. Sobre el tablero oscuro de su mesa vi la letra uniforme, menuda y rebajada de rasgos, con que escribía su sermón del domingo. Me acuerdo sólo de una parte de lo que se trató en aquella visita. Quiso saber don José qué persona entre mis amigos, entre mis compañeros de clase estimaba yo por buena persona. Me costó poco nombrar a un compañero del instituto, con el que ya había coincidido en algún curso en la escuela. Debió notar mi sincera admiración por el chico y quiso arrancarme un compromiso por mucho tiempo: siempre que pasase por delante de la puerta de la capilla de las Jesuitinas había de rezar un padrenuestro por él. De inmediato lo acepté, sin más, tan fácil me pareció mantener esa promesa; así que la entrevista siguió por otras rutas. Los asuntos que se trataron después no podría recordarlos, porque la nueva obligación y un montón de dudas comenzaron enseguida a ocupar mi mente. Temía al olvido, al cansancio, a la carga perpetua de la promesa, a todo lo que me llevara a su incumplimiento. Me abrumaba el peso posterior de la conciencia. Concluía ya la reunión y le dije a don José que no quería asumir ese contrato. El cura sonrió y me eximió de él. Pero, desde entonces, me diría valiente en nuestros encuentros, a modo de saludo. Y aquel adjetivo yo lo habría de traducir por su antónimo, pues me recordaba a la mañana en que me faltó el valor para comprometerme. Al definirme, el sacerdote me estigmatizó para siempre, y como si de una profecía que ha de cumplirse se tratara, me he sentido cobarde ante ciertos retos y adversidades con que he tropezado en la vida.
     
     De todo esto hace muchos años. Aunque en mi memoria han permanecido indelebles las huellas de aquellos días, de la sonrisa tímida del cura que siempre anduvo ligero de equipaje, de su abierto y agujereado domicilio, del buen amigo José Luis y otros chicos con los que coincidí entonces al final de la calle más ancha de Peñaranda, de mi vocación postergada. También, del montón de misas que me saben aún al candor de los cánticos de las madres carmelitas.