lunes, 22 de octubre de 2012

El tío Cacho



Al tío Cacho le acompañaba siempre su fama de cascarrabias. Y la de viejo, pues ya tenía muchos años cuando le conocí. Un viejo cascarrabias: una combinación que nos atraía morbosamente a los chicos, tan dispuestos a encontrar ocasiones para la diversión. Pocas cosas había tan excitantes para nosotros como la de hacer rabiar a un anciano gruñón, y ese afán por el juego podía volvernos crueles cuando nos ensañábamos con alguno.
    Muchas veces era la venganza ante una reacción extemporánea; casi siempre, porque les molestaba nuestro alboroto o, acaso, nuestra alegría y nuestra presencia. Así sucedió con una anciana agria, vecina mía. Como no le gustaba que jugásemos al fútbol a su puerta, nos acechaba dispuesta a despotricar su enfado en cuanto nos sentía cerca para que nos marcháramos de allí. Pero nuestra inconsciencia olvidaba esta contrariedad y al día siguiente corría de nuevo el balón en la calle. Hasta que una tarde, hecha un basilisco, con una tijera rajó la pelota en dos mitades, creyendo que así dejaríamos de darle la lata. Fue una declaración de guerra. Toda una temporada viviría en un sobresalto continuo. Golpeábamos su puerta acristalada y corríamos a escondernos. La señora salía y lanzaba mil maldiciones a la calle solitaria, sin apenas poder espantar con ellas su malhumor y avivando nuestro regocijo perverso, mientras sofocábamos las carcajadas en los escondites.
     Ese no era el caso del señor Esteban. Sabíamos sin embargo de sus malas pulgas y esa condición fue suficiente para hacerle objeto de nuestras burlas.

     Daba la espalda de la iglesia de San Luis a un camino que se pegaba a las tapias del asilo hasta desembocar en la calle Alameda. Desde nuestros juegos en torno al negrillo de la plazuela, veíamos transitar por él al tío Cacho de regreso a su carbonería, contigua al molino del señor Ignacio, en la acera de los números impares de esa calle. De aquellos días me queda su vestimenta de pana negra, muy tiesa y reseca, poco amiga de los lavaderos. También, la faja oscura de estambre, uno de cuyos extremos de flecos retorcidos, harto de dar vueltas y vueltas a su cintura, le colgaba siempre hasta barrer el suelo. Completan indefectiblemente esa imagen sus botas, que yo imaginaba muy pesadas: tanto le costaba levantarlas al caminar. Arrollaba todo lo que tropezaba y sus pasos producían un ruido monótono, repetido, que nos evocaba el que hacían los trenes cuando salían de la estación.  Al señor Esteban le decían “tío Arrastra” por sus andares tardos, pero en el barrio lo rebautizamos con un mote más preciso, más sugerente: “tío Arrastratrenes”.
     Durante un tiempo la tomamos con él. El buen hombre caminaba lentísimo, siguiendo como un reo a su borrico, también anciano, que parecía esperar a su dueño para acomodarse a sus pasos cansinos. Paladeando sus reacciones iracundas, nada más verlo lo apostrofábamos con la nueva y desalmada cantinela para hacerle rabiar: ¡tío Arrastratrenes! ¡tío Arrastatrenes!. Siempre conseguíamos alterarlo. Su enfado le insuflaba un vigor y una agilidad tan inusitados, que le llevaba a vociferar improperios y a trotar un pequeño trecho tras de nosotros. Salíamos entonces de estampida y, al instante, en la plazoleta quedaban solamente los insultos, los ecos de nuestras risas y el burlado viejecito. Nos reuníamos luego para celebrar nuestra trastada y exagerar ante los más pequeños las represalias que el señor tomaba con quienes lograba apresar.
     Aquella tarde la escena se repitió una vez más. Pero cuando vimos que al tío Cacho el enfado le enfilaba hacia la entrada de la calle San Luis, cada cual huyó y se escondió donde pudo. El que más corrió fue mi hermano Ignacio, que, dejándome atrás, entró en casa, atravesó el largo pasillo, llegó al corral y se ocultó dentro de la cuba del cisco que guardábamos en el pajar. Lo encontré allí después de un rato, tembloroso aún, como un pajarillo atemorizado y tiznado de carbón.

     Un verano descubrí otra versión del señor Esteban Cacho que habría de perdurar para siempre. Diré ya que distaba mucho de la que había conocido hasta entonces, fruto, sin duda, del hartazgo que el hombre acumulara después de tantas provocaciones y repetidas faltas de respeto.
     El calor y el trasiego de carros y acémilas me llevaron al Pradorno una mañana amarilla de sol y mieses recién acarreadas. La era toda olía a paja seca y aparecía espléndida, repleta de gentes que se afanaban entre montoneras de haces todavía sin desliar y parvas de trigo y cebada dispuestas para la trilla. Iba de un lado para otro fascinado por aquel trajín y sólo me detenía para observar cómo se deshacían las gavillas tostadas bajo el peso de los trillos que arrastraban las mulas: me absorbían sus constantes giros, mientras las espigas, desgranadas, se aplastaban hasta formar tortillas doradas. Todo me recordó entonces a un enorme tiovivo y, más que nunca, deseé montar en él.
     Entre todas aquellas alfombras de oro me atrajo una, muy modesta, casi al final de la era, sobre la que daba vueltas un borrico que guiaba desde el trillo un hombre muy mayor: el tío Cacho. El anciano aparecía ensimismado debajo del sombrero de paja que llevaba encasquetado encima de un moquero arrugado, que le caía sobre los ojos. Indolente, con esa paciencia que sólo poseen los que no tienen prisa por que el tiempo corra, apenas animaba al asno en sus rotaciones incesantes. Es como si el sol abrasador del mediodía y el mareo de las persistentes vueltas le hubiesen amodorrado. La imagen sosegada del hombre y, tal vez, la oportunidad de montar por fin en un trillo desvanecieron los recelos que el tío Arrastratrenes me originara hasta ese día.
-  Señor Cacho, ¿me deja que le ayude en el trillo? – le pregunté abiertamente.
     Me miró un instante, sin abrir del todo sus ojos, antes de detener el burro; con mucho trabajo enderezó después su encorvada silueta, que descansaba sobre una banqueta de enea, y, ante mi sorpresa, me ofreció el ronzal. Cuando extendí un brazo para tomarlo, creí advertir una mueca agradecida en su rostro arrugado. Pronto le sustituí encima del trillo, colmando mis ilusiones, mientras me envolvía toda la luz esplendorosa del verano. Y fue así como el hombre me convirtió en su ayudante.
     Me pasé los días siguientes en el Pradorno trabajando para el señor Esteban. Usé la horca de madera para volver la parva; amontoné la mies después de trillada; y, con una pala curvada, la aventé divertido hasta que se separó el grano de la paja. Moví la criba con denuedo, pues el tío Cacho no quería que entre las semillas se colase ninguna piedra. Llené los costales con el trigo limpio y eché una mano para subirlos a lomos del burro. También barrí con un escobón de cabezuela los restos de la parva hasta que quedó limpio el trocito de era.
     Durante aquellas jornadas, compartió conmigo el agua y el pan. Con frecuencia me llevé a la boca el cuello de su botija de arcilla para apagar la sed que la obstinada solanera me ocasionaba. A media mañana hacíamos un descanso para almorzar. Mi patrón desanudaba entonces un hatillo de tela a cuadros y sobre sus rodillas aparecían torreznos y trozos de chorizo o de blancuzco tocino cocido. De la faja sacaba una navaja y con mucha parsimonia me ofrecía un rescaño de la mediana de pan. Luego, iba dándome un poco de esto o de aquello, que yo devoraba hambriento, después de las muchas energías gastadas desde mi temprano desayuno. Aunque el tío Cacho apenas me hablaba mientras comíamos, le sentía a gusto en mi compañía, muy cercano. En alguna ocasión, al observarlo de refilón, me encontré con su mirada y lo que podría ser una minúscula sonrisa. Y supe que no volvería a burlarme de él, que no quería participar nunca más en los hostigamientos que le desquiciaban al pasar por el barrio.
     Con la última carga del grano en el corral de la calle Alameda concluyó mi trabajo en el Pradorno. Allí aguantaban todavía otras cuadrillas con mucha faena por delante. Yo me llevé el recuerdo de mis viajes montado en el trillo en medio de la inmensa era, enfrente a la carretera de Medina al cementerio; y la complacencia de los días que pasé con el señor Esteban. También, el duro con que retribuyó mis esfuerzos: cinco pesetas, mi primer sueldo, que orgulloso entregué a mi madre, sin importarme demasiado que no vería de ellas ni una perra para gastar en los puestos de la Plaza.

     A veces me acuerdo de aquel hombre, como de otros personajes que poblaron mi infancia de cosas en apariencia sencillas, de escenas cotidianas. El señor Esteban halló un merecido acomodo en el cofre donde descansa mi memoria. Y, hoy, cuando rebuscaba en su interior, parece que el tío Cacho se hubiera hecho el encontradizo. Acaso para recordarme cómo era mi vida de entonces: un montón de pequeñas experiencias, que iban sumándose hasta moldear mi carácter y así disponerme para el futuro.