jueves, 7 de junio de 2012

Don Luis y el último año en la escuela

 
Don Luis Villoldo era ya el director de la escuela graduada de niños Miguel de Unamuno. Estrenó el cargo que dejó vacante la jubilación de don José Santos aquel año o, quizás, el anterior. Acompañaba el título a mi nuevo maestro como un aura que nunca percibí en don Valentín, en don Cándido, en don Hermógenes, ni en ningún otro de los maestros de entonces. Con don Luis pasé mi postrer curso escolar en un aula amplia y clara, llena de la alegría que le regalaban a raudales las elevadas ventanas del mediodía. A ellas daba la fila de pupitres entre los que se encontraba los que yo ocupé, muy cercanos siempre a la mesa del maestro, que imaginaba inexpugnable, subida a una tarima. A través de aquellos cristales, de la luz que los atravesaba, aprendí el tiempo de clase transcurrido, lo que faltaba para el recreo y las salidas; y la profundidad de los rayos del sol fueron enseñándome el ritmo de las estaciones con mágicas marcas amarillas, con sus distancias mudables, en el suelo de madera.
     De lo que aprendí ese curso ya no me acuerdo, pero debió ser mucho porque me permitió nuevos aprendizajes. Sé cuánto me podía la curiosidad por lo que guardaba la enciclopedia; sobre todo sus historias y dibujos, la música de los versos y las moralejas de las fábulas. Mi fantasía me traía y me llevaba entre las páginas de los libros que encontré en el aula de don Luis, ganándome ya siempre para la lectura. Muchas enseñanzas que encontré en ellos, los rótulos de algunas lecciones y las estampas que las ilustraban me han visitado a menudo coloreadas de melancolía. Las tareas escolares de entonces las tomé más como desafío que como obligación. El deber y el esfuerzo que me exigían me estimulaban del mismo modo que las reglas, a veces tan estrictas, de los juegos infantiles que llenaban mis horas de asueto. Detrás de las dificultades que vencía y de los retos que superaba, venían engarzados los halagos del maestro, la admiración de los compañeros, la  satisfacción de mis padres y la confianza en mí mismo. Junto a estas sensaciones, de la película del que fue mi último año en la escuela, perviven nítidas otras escenas que me hacen añorar una época irrepetible.

     Como el cargo lo reclamara en su despacho, el director dejó la clase al albur de nuestras ocurrencias. Así fue que aquella mañana, el aula, huérfana del maestro, se convirtió de repente en una batalla campal. Las tizas iban y venían por el aire dejando impactos de yeso contra las mesas, los cristales y el encerado. Notaba como me exaltaba su continuo golpeteo que se iba embrollando con las carreras, con los saltos por encima de los pupitres que hacían tabletear los asientos, y con nuestros gritos. De pronto la puerta se abrió y apareció un don Luis ensimismado. Tan dentro de sus pensamientos venía, que pareció no advertir la neblina que difuminaba el aula en un millón de partículas ingrávidas. En la clase se había hecho un silencio que duraría ya lo que restaba de la mañana. Todavía un buen rato después, descubría en los rostros de mis compañeros como el temor al castigo merecido  transitaba hacia la incredulidad, desconcertados por la actitud lánguida del maestro. Mientras, el polvillo iba posándose con mansedumbre hasta que se recompuso el aire de todos los días. Y sólo quedó en el  ambiente nuestro resquemor por el comportamiento irresponsable, mucho más edificante que el natural correctivo.

     De las mañanas, me acuerdo de aquellas en las que don Luis me mandaba al cuarto donde unas mujeres preparaban la leche que se habría de repartir durante el recreo. Estaba en la planta baja, al comienzo del alargado pasillo, entre la clase de don Valentín y el despacho del director. Contra las paredes del cuarto se apilaban grandes sacos de leche en polvo. Tres o cuatro chicos, en un continuo relevo, removíamos con decisión y una pala de madera el polvo blanco que se diluía en el agua caliente de un gigantesco barreño de cinc. Todo nuestro afán era evitar que se formasen grumos. Tanta agitación hacía que se formase una espuma blanquísima que acababa dando vueltas y vueltas como un barco atrapado por un remolino. Pero me recordaba mucho más al merengue que sobresalía de ciertos dulces que tanto me llamaban desde el escaparate de la pastelería Gil.
     La imagen cremosa me acompañaba al recreo. Cuando esperaba mi turno en la larga fila del reparto, pedía a las señoras, como tantos otros chicos, que llenaran mi vaso de plástico de aquella espuma casi etérea,  engañado por lo que yo creía una golosina. Y al ver los berretes de nieve que se dibujaban en los demás, me reía relamiendo mis bigotes, sin querer aceptar cuán insustancial era su  contenido. Guardaba después el vaso en la bolsita de tela que había confeccionado mi madre y la colgaba, fruncida por el cordón, de uno de los tirantes de mi pantalón. De ese modo desaprovechaba el complemento nutritivo mañanero. Tampoco me beneficié del de la tarde: un trocito de queso amarillo, blando, que se me pegaba al paladar. El olor, su sabor, tan diferentes al queso que yo conocía, me disgustaban. Así que,  lo guardaba y ya en casa mi madre me lo cambiaba por la naranja, por el acostumbrado trozo de pan con la onza de chocolate de las meriendas.

     Al poco de llegar a aquella clase cambié el lapicero por la pluma. La caligrafía y la limpieza que adornaban los renglones de mi cuaderno debieron favorecer el dictamen de don Luis, siempre ponderado. Aquel mismo día compré la plumilla puntiaguda, un palillero de madera y un papel secante Pelikan, con unos narigudos enanitos entre los árboles de un bosque, en la librería Coll. Ya nunca faltó la tinta en el tintero de mi pupitre. He de recordar siempre la ilusión que me produjeron los rasgos temblorosos de las primeras letras que salían húmedas de la punta de mi plumilla y cómo iban secándose mientras se destacaban con determinación sobre el papel blanco. Y también, que hube de usar el secante con la misma frecuencia con que los borrones enturbiaron la escritura.  El goterón me recriminaba la carga excesiva de tinta en la exigua punta de la plumilla.  Pronto me complacieron los desiguales grosores de los trazos de cada letra que salían de mi pluma. Aprendí a dibujarlos con presiones  e inclinaciones diferentes del palillero sobre el papel.
     Mi ilusión llevó a ejercitarme en casa con tintas de un manojo de colores. Los frascos de estreptomicina y penicilina, con sus tapones de goma, que habían ido a parar a la caja de nuestros juegos se transformaron en tinteros. En cada uno diluí una pastilla de tinta de las que vendía la librería. Con estos colores embadurné de dibujos y letras un cuaderno artesanal, compuesto de un montón de programas de mano de las sesiones de cine, y que la lezna de mi padre me ayudó a coser por un lateral. La destreza que alcancé con la pluma se reflejó de inmediato en mis tareas escolares. El premio llegó cuando concluía noviembre y don Luis prefirió mi letra para copiar la efeméride de José Antonio Primo de Rivera. El maestro reservaba un cuaderno apaisado, empastado en un oscuro cartón grueso, para que los alumnos depositaran sus habilidades: los rótulos de unos; los dibujos de otros; los más, su escritura esmerada. Y en aquel cuaderno, como un tesoro, quedó guardada para siempre mi caligrafía al lado de los nombres de los elegidos.
  
     Las incesantes zambullidas de las plumillas en los tinteros, y los proverbiales ajetreos y descuidos infantiles habían ido salpicando poco a poco los tableros de lamparones de tinta. Y entre ellos, aparecieron también desperdigados algunos nombres y los motes más conocidos, que embadurnaron por completo la sobada madera. Una mañana don Luis cayó en la cuenta de aquel desastre. Y sobre nuestras cabezas se abatió la culpa de la suciedad que habían acumulado los años: debíamos recuperar el lustre original de nuestros pupitres. Durante dos días olvidamos la enciclopedia y los quebrados, que a mí se me estaban atragantando, y la clase se transformó en un taller de restauración de muebles. Raspamos el tablero del pupitre que ocupábamos con los trocitos de cristal que mi compañero había encontrado en una escombrera. Nuestra brega, que duró una mañana y una tarde, fue para que la madera recobrara la claridad que estaban consiguiendo las mesas de nuestros vecinos. El segundo día bruñimos el pupitre con una pastilla de cera, hasta que se volvió de un amarillo verdoso. Así, la clase fue rejuveneciéndose a medida que en los tableros asomaban, nítidas, las vetas más oscuras. Y hoy me parece oler todavía los aromas a viruta y a cera que durante mucho tiempo vagarían entre las filas de las mesas, y que me  llevaba a casa prendidos en mis ropas y en mi piel.
    
     Las tardes de los sábados se llenaban de parábolas y catecismo. Desde la tribuna del maestro bajaba el evangelio que habría de leer el cura el domingo, en la misa de diez.  Para las lecturas don Luis se quitaba sus gafas oscuras, como si las lentes le impidiesen escrutar las vidas que los libros guardaban. Una costumbre que me desconcertaba siempre, pues no comprendía para qué podían servirle entonces las gafas.  Me gustaba el relato que ponía de ejemplo al samaritano bondadoso y reprobaba a dos sacerdotes judíos por su indiferencia hacia un desamparado. O aquellos, donde los pocos peces y panes de un chico servían milagrosamente para alimentar a una muchedumbre; o el agua de unas tinajas que se convertía en el mejor vino para alegrar a los convidados de una boda, porque María, preocupada, se lo pidió a Jesús. Y como las narraciones venían de los mismos lugares de la Historia Sagrada, mi imaginación vestía a los personajes con las túnicas y los turbantes de las figuritas de un Belén.
     El sábado concluía con una competición. Traigo este recuerdo porque el juego colmó mi orgullo y mi plumier de lapiceros de punta afilada y olor a carboncillo.  Y es que el premio era siempre un lápiz de brillante madera amarilla. Sobre la tarima, a la izquierda de la mesa de don Luis, me coloqué muchas tardes junto a otros compañeros. El maestro nos asaetaba con las preguntas del catecismo, que habíamos de contestar con rapidez, pues la duda permitía un turno extra al compañero de al lado. Ese año de mi primera comunión, rebosante de catecismo, que me robó tantos ratos de juegos con los amigos, recogió sus frutos. Apenas se formulaba la interrogación, brotaba ya de mis labios, infalible, la respuesta aprendida. Y logré la admiración de don Luis, apenas oculta tras sus lentes ahumadas, que se tradujo en una sarta de dieces que calificaron la asignatura de Religión, los únicos que visitaron mi cartilla escolar.

     La rutina de las tardes se rompió una sola vez, cuando dos antiguos alumnos nos visitaron un Viernes de Dolores. Los jóvenes universitarios sonreían con nostálgica mientras don Luis, emocionado, recordaba los pupitres en donde recibieron sus lecciones y cuánto las aprovecharon. De inmediato acerté a ver las consecuencias. Aquella tarde recibí la lección más trascendental de mi último año en la escuela: supe ya para siempre en qué dirección deseaba que marchase mi vida.