lunes, 16 de julio de 2012

El juego lo llenaba todo

 
Foto aportada por Kiko García en la página “Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas”. En ella aparece su padre, Francisco García Zazo, labrando una tierra que lindaba con la fábrica Olivera, a mediados de los 50.

En mi casa nunca nos compraban juguetes. Pero hay pocas necesidades tan perentorias como las que tiene un niño de jugar. Como el juego daba sentido a mi vida, puedo asegurar que aquella desventaja familiar no impidió que jugara con perseverancia todos los días de mi niñez. Era una propensión que me acompañaba siempre dispuesta a concretarse en cada momento de libertad que surgía. Y fueron los juegos, la necesidad de poseer juguetes para jugar a muchos de ellos, los que estimularon mi ingenio para fabricarlos.
     Los materiales eran siempre los mismos. Recurría al cartón de las cajas de zapatos que se apilaban sobre el armario de la sala. Requisaba las tablas de alguna caja desportillada, arrumbada cerca de las fruterías o de la puerta de alguna de las pescaderías de las plazas. Me subía al negrillo de la explanada de San Luis y a los chopos del Reguero, y de las ramas desgajaba sus varas domeñables. El papel del viejo cuaderno, el de algún programa de cine, o el grisáceo de estraza con el que la señora Paz envolvía la compra de mi madre en la tienda de ultramarinos sirvieron con frecuencia a mis propósitos. También, el barro rojizo que el sol del invierno reblandecía apenas en la cuesta ascendente hacia el Asilo.
     Como otros niños, construí barquitos de papel encorsetados en un puñado de dobleces. Tallé  canoas con la corteza de los pinos de la fábrica Olivera, ayudado por una navaja oxidada y la lima que encontré en la caja de herramientas de mi padre. Los eché a navegar con las generosas lluvias de abril y con los chaparrones tormentosos del verano. Pegadas al bordillo de la acera corrían las aguas, que la ilusión volvía procelosas, y contemplaba orgulloso como arrastraban aquellas naves desde mi puerta, hasta que confluían con el torrente que bajaba por la calle Medina.
     Pude esgrimir mi espada de madera y así emular al Cid Campeador en tierra de moros. Cuánto me enardecían las hazañas del Capitán Trueno, del Guerrero del Antifaz, o del Jabato que poblaban los tebeos que con tanta fruición leía en la tienda de Sinforoso. También, el arco y las flechas. Todos mis amigos confeccionaron sus arcos. Los que más interesaban lanzaban venablos metálicos: las varillas afiladas de un viejo paraguas. Cualquier puerta podía convertirse entonces en el blanco de nuestros dardos. La diana que pintaba el yeso sobre la madera aguantaba estoica nuestras acometidas. Aunque, tuvimos que huir a menudo, mientras nos  perseguían las imprecaciones que bramaban las casas damnificadas.
    Las cajas de zapatos se convirtieron en carruajes del viejo oeste, de los que tiraban siempre caballos planos que yo tenía que espatarrar para sostenerlos en pie. Actuaron de diligencias entoldadas, que cambiaban de tiro en cada posta, mientras las emperifolladas damas que venían de viaje desentumecían sus pies. Fueron carromatos en los que montaron colonos en su búsqueda esperanzada de nuevas tierras. De estas carretas bajaron también los soldados del séptimo de caballería para enfrentarse a los pieles rojas. Así me marcaban las aventuras de Rin-Tin-Tín, que cada domingo me convocaban delante del televisor del Círculo Mercantil.
     En fin, fui mañoso para doblegar en uno de sus extremos aquel alambre tan duro y lograr la horquilla que guiaría el aro con el que correteé sin cansancio. Al sol se secaron las figuritas de barro cuando se acercaba la Nochebuena, y con ellas compuse un belén deforme de pastores, camellos y reyes magos, sin advertir mis manos engarabitadas por el frío. Pero, sobre todos los juguetes,  me acuerdo de dos que me fabriqué en estaciones distintas, con materiales muy diferentes, y que me colmaron de manera exclusiva durante un tiempo.

     A todos los chicos nos atraían las labores agrícolas. La labranza ocupaba a muchos hombres en aquella época. El trasiego de carros y animales de tiro me fascinaba. En cualquier estación podía contemplar la marcha calma de una yunta de mulas con los atavíos para la arada, la recolección, la trilla, el acarreo de la paja. En el aire descubría siempre atisbos de tierra o de espigas agostadas. Mientras jugábamos en las afueras del pueblo, el labrador, inmerso en su tarea, aparecía clavado en el paisaje, tan llano y tan nuestro, de colores que mudaban con los meses. Cuando la tarde caía, formaba parte de nuestra cotidianidad el regreso a los corrales de las mulas, de los carros y del mozo atezado del sol y de la intemperie, deslomado tras la dura jornada. Estas escenas, tan repetidas, activaban mi imaginación y me invitaban al juego de las manualidades para reproducirlas. En especial, con el verano.
     Aquellas mañanas de estío buscaba la puerta de la señora Carmela. La sombra pegada a la acera retenía hasta las doce una pizca del frescor de la madrugada. Ese lado de la calle Isabel la Católica desembocaba en la de San Luis, casi frente a mi casa. Aún me parece ver la esquina descansar sobre una piedra de granito, algo inclinada, que sobresalía un palmo de la pared y a la que todos los chicos del barrio nos subíamos para intentar acrobacias imposibles. En la acera umbrosa me dediqué a construir mulas, arreos, carros, aperos de labranza. De mis días de espigueo procedía la caña en que se había convertido una planta muy vistosa que abundaba en los márgenes de los caminos a los rastrojos: la tapsia. En el mes de julio había mudado por completo su verde porte y su preciosa umbela de oro en un grueso tallo endurecido y en unas flores tostadas. Troceaba poco a poco esa planta, que desprendía un inconfundible olor dulzón, y, al juntar los pedacitos, iban recreándose avíos y acémilas, familiares en las estampas agrícolas. De aquellos ratos, pervive también la compañía de mi hermano Ignacio, siempre  a mi vera, y en sus ojos creo advertir todavía un reflejo de admiración y cariño.
    
     En el Centro de Acción Católica de la calle Nuestra Señora descubrí el juego del ajedrez. La diversidad de las piezas y la complejidad de sus movimientos me sedujeron enseguida. Me aficioné tanto, que las horas que el Centro me ofrecía para practicar mi nueva pasión me parecían escasas. Más, en las ocasiones en que encontraba el ajedrez ocupado. Así fue como decidí fabricar uno propio. Las cajas de zapatos nos proporcionaban a los niños de los años cincuenta muchas posibilidades creativas. Y, en aquella ocasión, yo recurrí a una que custodiaba mis canicas y mis chapas entre temporadas. Aquel arrebato ajedrecista la transformó en un flamante tablero de escaques grises y negros, que se plegaba por los laterales. De la tapa pude obtener todavía los treinta y dos trebejos del juego. Construir tantos peones, torres y caballos que se desplazasen enhiestos me resultaba una quimera, Resolví entonces dibujar sus siluetas sobre unas fichas planas, de tamaños acordes a su importancia.
     Fueron un montón de partidas las que llenaron los días de ese invierno. Como en otras ocasiones, Ignacio compartió conmigo aquel ajedrez artesano. Los encuentros se sucedían con el acicate de la revancha, pues la derrota deja siempre un sabor amargo, difícil de digerir. También, en los niños. Y, como  la rivalidad era grande, el desquite se convertía en una obligación tensa. A la euforia del principio les siguieron partidas de movimientos vertiginosos e irreflexivos, que propiciaron rápidas victorias y tensas frustraciones, que habría de aburrirnos, de cansarnos. De este modo surgieron las desavenencias. A la par crecía la luz tibia que traía la primavera. Y menguaron las satisfacciones de unas batallas cada vez más esporádicas.

     He olvidado qué fue del tablero y de las fichas de cartón. Afirmo, sin embargo, que un nuevo entretenimiento, otros juguetes ocuparon de inmediato su lugar. Pues, mi vida de entonces era jugar y el juego lo llenaba todo.