jueves, 24 de enero de 2013

La Huerta de don Agustín



Boqueaba la primavera y los chicos casi habíamos olvidado el centro de Acción Católica en la calle Nuestra Señora. La nueva ruta nos conducía entonces hasta la puerta de la Huerta de don Agustín, en el arranque de la calle del Carmen, frente al edificio de teléfonos y al arco que presagiaban con su blancura la Plaza Nueva. Era un recinto amplio, abierto al sol y a la luz que alargaban los días. Yo prefería llenar de aire libre mi tiempo con una rutina diferente, que ya duraría hasta que, desmadejado el verano, menguaban los días y el relente anunciaba noches tempranas. Tengo la memoria repleta de aquel lugar, de mañanas de domingo y atardeceres cargados de televisión, de juegos, de fruta y de las canciones que se desgranaban por la abierta ventana de la casucha que se asomaba a la pista de baloncesto.
     
     Mi primer recuerdo es de la pollera. A eso, a criar pollos y gallinas, se había dedicado pocos años antes aquel edificio alargado, que se pegaba a la tapia de la huerta, a la derecha de la entrada. Conservaba los ventanales que, partidos por la mitad, basculaban horizontales, repletos de cuarterones acristalados que parecían mirar al sol del mediodía para llenar de claridad todo el habitáculo. Su tejado, de una sola vertiente, parecía peinarse hacia atrás y la uralita que lo cubría apenas dibujaba sus ondulaciones sobre la frente de la apaisada fachada. De ahí que su interior fuera abuhardillado y me pareciera tan acogedor. La pollera que yo conocí era ya un salón de juegos, también de televisión, un compartimento ininterrumpido por pared alguna. Sólo en el umbral, un cuartito conservaba su independencia para almacenar balones, pelotas, bolos, escobas y rastrillos.

     Me acuerdo de dos programas de televisión a los que me aficioné y que me llevaban a la pollera cuando ya había caído la noche. Ambos tenían que ver con la búsqueda del éxito de unos jóvenes con gran determinación de la voluntad: el ciclismo y el toreo. La televisión emitía el resumen de la etapa diaria del Tour de Francia. Puntual, apenas pasaban las nueve de la noche, me sentaba en el salón a esperar la melodía de eurovisión: el barrunto de la conexión con Francia. Miraba con expectación la pequeña pantalla que me relataba proezas ciclistas por los Alpes y los Pirineos. Con las escaladas heroicas de Bahamontes vibré; con las de Pérez-Francés y de Manzaneque, también;  y con la pugna continua entre Poulidor y Anquetil, ganada siempre por éste último. Me gustaba comprobar el lugar que ocupaban los españoles en las clasificaciones de la etapa y de la general. Me quedaban los nombres de los mejores. Después, yo los mezclaba con los de Coppi, Poblet, Bobet, Langarica y Loroño de años antes, para que lucieran sus caras bajo el cristal de mis platillos hechos. Y con ellos protagonizaba interminables carreras de chapas en la polvorienta tierra de la explanada de San Luis durante esos veranos.
     Otro programa me convocó ante el televisor las noches de los viernes: “La Oportunidad”. Retransmitía un festejo, entre becerrada y novillada, que se celebraba en la plaza de toros madrileña de Vista Alegre. Seguía conmovido a aquellos maletillas que querían ser figuras del toreo. Empatizaba con ellos por su origen y su pobreza, por su valentía y sus quimeras. Se enfrentaban a unos novillos delgadísimos y correteros con más coraje que arte en pos de un triunfo que a muchos se les negaría. De aquellas sesiones perviven las imágenes de Palomo Linares, apenas un crío, que se vistió para la ocasión de blanco y plata. Al año siguiente vi su foto triunfante en la revista El Ruedo, en la barbería de Gero, y su nombre ya aparecería durante muchas temporadas en los primeros lugares del escalafón taurino. También recuerdo a El Platanito, todo tremendismo. Esa noche fue incapaz de domeñar su rubia y rebelde melena, y al indómito becerro que le dio mil revolcones y que descompusieron su estampa, no su valor. Aparece sin embargo como una anécdota en mi memoria, pues, después de un tiempo, dejaría de oír hablar de él.

     De la huerta de las monjas jesuitinas quedaba un estanque rectangular al lado de una caseta que escondía un pozo oscuro y profundo. Se encontraba al final de un estrecho pasillo que nacía en la puerta del recinto. Allí aprendí a nadar. Los domingos eran los días de baño. Apenas concluía la misa de doce, acudíamos en tropel a bañarnos al estanque. Don Agustín establecía turnos por edades. Cada media hora un grupo recorría el trayecto desde los vestuarios, a la derecha de la terraza vecina del antiguo colegio, hasta el pilón. Por el camino nos cruzábamos con los chicos de la tanda anterior que, arrebujados en sus toallas, apenas lograban espantar la tiritona que se había apoderado de su piel de gallina. La piscina nos aguardaba con el agua gélida que un motor zumbón acababa de extraer del pozo, y que hacía que me castañeasen los dientes sólo con imaginar mi primera inmersión.
     De aquellos primeros baños conservo la impresión al sumergirme en las aguas congeladas. También las exclamaciones que nos arrancaba, que se confundían con un rumrum ensordecedor que hacía repiquetear el caño herrumbrado que llenaba el estanque. Yo buscaba flotar imitando a los demás; golpeaba frenéticamente el agua, alargaba un brazo primero y luego el otro con rapidez mientras, de puntillas, avanzaba con disimulo; o pegaba pequeños saltos y agitaba las manos, muy pegadas a los costados, hacía arriba y hacia abajo como había visto que hacían los perros en la charca del Reguero. Después de muchos baños, de involuntarios tragos y de ataques convulsivos de tos, logré sostenerme encima del agua y, con mucho esfuerzo, alcanzar la pared de la alberca. Con los días, fui soltándome a nadar. Cada vez me desplazaba trechos más largos entre resoplidos y manotazos al agua. Todo pasaba como en un suspiro, tanto me gustaba aquella experiencia, y, al poco, mi grupo volvía al vestuario con los cuerpos todavía ateridos y temblequeando palabras con la emoción del baño.

     En el camino entre la piscina y los vestuarios me atraían las anillas que, al final de unas maromas, pendían del travesaño de lo que semejaba una portería de fútbol. Debía saltar para agarrarme a alguna de ellas; y, así colgado, atrapaba la otra. Después jugaba a ser un gimnasta. Apenas conseguía elevar mi cuerpo un tramo, pues la fuerza de mis brazos flacuchos era exigua. Pero creía con fervor que ese ejercicio los desarrollaría y que mis huesos se alargarían hasta superar la estatura de mis hermanos mayores. Otras veces elegía alguna de las barras laterales y gateaba por ella con ahínco. Confieso que nunca conseguí alcanzar la cúspide. A mitad del recorrido me paralizaba siempre un extraño cosquilleo en el bajo vientre, y ya, con la flojera, resbalaba hasta el suelo.

     La Huerta de don Agustín era entonces un terreno enorme, donde los múltiples bancales del pasado huerto, que yo idealizaba repletos de tomates y lechugas, habían mudado en magníficos campos de baloncesto, tenis, futbol, balonmano y atletismo. Las senderos que separaban a unos y otros eran pasadizos de tierra entre setos de arizónicas, aligustres o de grandes cantos encalados. Sobre aquellas pistas veía disfrutando casi siempre a chicos mayores. La explanada que estaba enfrente de la pollera la llenaban jóvenes en pantalón corto y camiseta de tirantes. Se movían con la cadencia que marcaba el silbato de un Julio de la Torre en chándal. A veces las tablas de gimnasia se canjeaban por saltos y volteretas sobre el potro y el plinto. Me fascinaban las piruetas, la elasticidad de los chicos y su concentración para caer sin perder el equilibrio con las piernas abiertas y los brazos en cruz.
     La pista central la ocupaba el campo de baloncesto, la única que con el tiempo se pavimentaría con cemento. No me perdía ninguno de los enfrentamientos, de mucha rivalidad, que allí se celebraban. Enseguida tomé partido por algunos de los jugadores más destacados. Como varios eran estudiantes yo los imaginaba practicando felices durante largos cursos en espaciosas canchas de sus universidades. Y así, con las canastas certeras, la inteligencia de las asistencias y la viveza del juego, el baloncesto se convertiría en mi deporte preferido entonces y por mucho tiempo.

     El agua seguía fluyendo del pozo y del estanque antiguos, pero ahora sólo para regar los setos que bordeaban las calles y los alcorques que albergaban a unos pocos manzanos y ciruelos. Los únicos frutales que habían resistido los cambios que trajo este nuevo sitio. Eran unos árboles prodigiosos que reventaban de fruta con los calores del verano. Observaba como iban doblegándose sus ramas, cada día más agalbanadas por el mucho peso, y la madurez del fruto era una tentación irreprimible. Una tarde las ciruelas claudias desaparecían de los árboles para llenar grandes cestos que las guardaban en los caminillos con un anuncio de olores y sabores que sobornaban mi paladar. Sólo el miedo a los mandobles del cura me disuadía de meter la mano en los cestos. Recién caía la noche, don Agustín se repanchingaba en una silla de la terraza que se asomaba a la cancha central, las ciruelas a su alcance. Un montón de niños lo mirábamos con ojos ávidos. Cuando llegó mi turno, me puso en las manos las tres o cuatro ciruelas que había establecido para cada uno. Todavía me parece que saboreo su pulpa dulce, que paladeo el amargor de su piel. Así, las noches siguientes. Y, muchas después, aquello se repetía con las manzanas hasta que la cosecha se agotaba. A todas las citas acudía; siempre me ha gustado que me regalen, mucho más la fruta fresca, tan falta en mi casa por entonces.

     Don Agustín inventaba cómo entretenernos allí, sin darnos ocasión para desear la calle y lo que en ella pudiéramos encontrar. Referiré dos de aquellas actividades que, tenaces, se prendieron en mi memoria junto a una sonrisa.
     Una tarde, el sacerdote organizó un concurso de canciones para nosotros en un espacio de tierra donde terminaba la pollera. El mismo en el que yo había vivido, con desasosiego, las aventuras de hieráticas brujas y princesas; de héroes, soldados y ogros que se mostraban por la ventana de una caseta de guiñol allí construida. Una pequeña tarima de madera simulaba el escenario delante de la caseta. Después de precipitados  ensayos, mi amigo José Luis Familiar y yo nos atrevimos con “El final del verano”; y aquella tarde, en medio de una timidez intensa, fui un nervioso Manolo, o Ramón, ante los demás muchachos. No sé en dónde encontré el valor para semejante hazaña y aún me admiro por ello.
     En otra ocasión, don Agustín, con su complacencia inacabable, nos permitió a Manolito Madrid y a mí celebrar un mano a mano taurino. Fue en medio de un corro de niños que se había dibujado en la pista de baloncesto. Aseguro que en esa mañana de domingo caía el sol a borbotones desde el cielo purísimo, porque hizo inútiles los jerséis por primera vez aquel año. Mi vecino y yo conocíamos bien las suertes de la fiesta, ya que jugábamos con frecuencia a ser toreros a la puerta de nuestras casas. No faltaron los olés, ni los sustos, ni las vueltas al ruedo entre ovaciones con los trofeos imaginarios que mostrábamos a un público complacido. Mientras, don Agustín acomodaba su doble papada sobre el pecho y, como de costumbre, se hurgaba la cera de una oreja. Recuerdo como, con un destello de ingenuidad divertida, seguía pacientemente todo lo que hacíamos en el improvisado ruedo.


     Al volver la mirada hacia aquellos años, la Huerta, o el Campo Atlético Parroquial que era su nombre oficial, ocupa un lugar preeminente en mi infancia. Acaso, como en la de muchos niños de entonces. Algunas de las fantasías que ocupaban mi cabeza encontraron un acomodo feliz bajo la impronta de don Agustín. Y su rememoración parece que me las devolviera.

Fotos tomadas de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas"