miércoles, 13 de marzo de 2013

El pasillo de mi casa



Mi casa ocupaba toda la planta baja. Encima, otra vivienda completaba el edificio, y en ella se sucedieron cuatro familias durante el tiempo que nosotros moramos allí. Es fácil imaginar mi casa: un pasillo y una hilera de habitaciones a su derecha, que caminaban paralelos desde la entrada hasta el corral. Más complejo podrá resultar el que ese pasillo lo compartieran también los vecinos de arriba, que debieran recorrerlo hasta encontrar la puerta de su escalera, una más entre las puertas que abrían y cerraban nuestras dependencias. Por si fueran pocas, otra dividía el pasillo en dos. Y era en el segundo trecho, donde se encontraba la de subida al piso de arriba entre nuestro trastero y el cuarto de mis hermanos. Pero se puede creer, porque como todo es cuestión de costumbre, uno acababa por ver con naturalidad el tránsito de propios y extraños por el recto y un poco empinado pasillo. Aunque los vecinos se enteraran a menudo de quiénes nos sentábamos a la mesa camilla de la salita, y hasta si hervía el cocido sobre el fogón de la cocina. Así de limitada era entonces nuestra intimidad familiar en un hogar con cinco muchachos poco dados a cerrar las puertas.
     Sin embargo, considerábamos que el pasillo nos pertenecía, y no sólo porque estuviese abajo. Si el primer tramo, más ancho, nos servía de zaguán y desde él accedíamos a la sala-comedor, nuestra principal estancia;  todo el resto lo necesitábamos para ir a las demás habitaciones de la casa. Con razón allí encontraron siempre acomodo la silla de enea, en la que mi madre se sentaba a coser, y el palanganero junto a la puerta de la cocina. Arrimados a la pared, descansaban la bicicleta y la caja con los pedazos amazacotados del casero jabón de sosa junto al saco de las patatas. Resultaba también la mejor alternativa, cuando salir a la calle era una quimera, casi siempre por culpa del mal tiempo. Y, con la imaginación que tienen los niños para estar siempre entretenidos, mi hermano Ignacio y yo lo convertíamos aquellos días en el territorio de nuestros juegos.
 
     El suelo del pasillo era de cemento, a excepción de una fila de encarnadas baldosas de barro cocido, que se pegaba a la pared izquierda. Una de estas baldosas, muy próxima al portalón de la entrada, aparecía agrietada y hundida en el centro. Ese insólito agujero nos sirvió de guá en las ocasiones en que nos daba por jugar a las canicas. Nos acostumbramos pronto a los saltos y los rápidos desplazamientos de los canicones sobre el duro enlosado. Pero yo eché de menos siempre la cama de arena que volvía más certeros mis lanzamientos en cualquier hoyo de la plazuela de San Luis.
     Otras muchas veces, el pasillo se llenaba con las aventuras del lejano oeste americano. Repetían las escenas que tanto me emocionaban en las tardes de los domingos en el Círculo Mercantil  o en el cine de don Agustín. Los personajes eran entonces pequeñas figuritas de plástico o de goma que se vendían en los puestos de la Candonga o la Trini frente a la tienda de Sinforoso y la droguería Del Castillo. Todas aparecían en posturas de ataque: unas, a pie sobre las plataformas que las sostenían; otras, con las piernas abiertas y listas para acoplarse a los caballos. En aquel tiempo de carencias, fueron muy pocas las tandas de los domingos que gasté en ellas. Sin embargo, en mi casa reunimos un pequeño repertorio de aquellos vaqueros, pieles rojas y azules soldados federales. Casi todos los conseguí al cambiarlos por los santos, cromos, tebeos, chapas o canicas acumulados tras mucha fortuna y alguna habilidad que tuve en los juegos con ellos. Durante un tiempo me sentí fascinado por estos muñequitos.
     Así que, el largo pasillo se convertía en praderas inmensas en las que Ignacio y yo nos arrastrábamos para empujar a indios y cowboys, que protagonizaban unas carreras a porfía. Se turnaban en sus papeles de perseguidores y de perseguidos, sin que variara el raudal de la intriga, aunque la victoria la consiguieran siempre los buenos. Poníamos sonidos a aquellas enconadas batallas y los acoplábamos a todo lo que en ellas ocurría. Todavía resuenan en mi memoria los cascos de tantas galopadas y el guirigay de los indios, que se mezclaban con el eco seco de los disparos de los wínchesteres, las lamentaciones de los heridos y hasta el toque de carga del séptimo de caballería.
     Cansados de inventarnos historias y de llevar los diminutos personajes de goma de un lado para otro, algunos días el juego variaba. Preferíamos en aquellas ocasiones que las peleas fueran competiciones estáticas y usábamos las chapas como municiones. Los indios formaban una hilera que ocupaba el ancho del pasillo y a cinco pasos, otra hilera, pero de vaqueros, se oponían a ellos. Cada uno de nosotros elegía un bando y disponíamos del mismo número de platillos que lanzábamos uno a uno, en riguroso turno, contra los muñecos contrarios para abatirlos antes que cayeran los propios. Como todos nuestros enfrentamientos eran muy disputados, después de uno seguía otro y otro, y así hasta que las mañanas iban gastándose camino de la comida del mediodía.

     Cuando el verano se había instalado en nuestro pueblo, mi madre nos prohibía que saliéramos a la calle después de comer. Temía la calorina de aquellas horas, muy dañina, según ella, para la cabeza y para nuestros estómagos en plena digestión. Nos obligaba a hacer la siesta en la alcoba, que unas cortinas separaban del comedor. Siquiera durante un rato, el suficiente, hasta que advertíamos sus ronquidos en la cama de al lado. De puntillas nos echábamos entonces al pasillo, después de accionar con hábil lentitud el tirador de la puerta para que mi madre no se despertase. Y allí nos refugiábamos hasta que con la merienda nos llegaba la libertad de la calle. El pasillo permanecía en penumbra las primeras horas de la tarde. Así lo decidía mi madre. Cerraba el doble portón y era como si prohibiera al calor su entrada en casa.

   La puerta de la calle era de aquellas que tenían dos hojas de gruesa madera, una encima de la otra. Durante el día, abríamos y cerrábamos la inferior, mientras la otra permanecía replegada contra la pared, a excepción de las tardes de siesta, hasta que al acostarnos la atrancábamos también para defendernos de la noche. Recuerdo mejor la puerta por dentro que por fuera, acaso por las veces que contemplé su cara interior durante esas horas de reclusión estival. Por este lado, unos travesaños reforzaban ambas hojas como si fuesen los renglones del cuaderno donde hacía los deberes escolares. En ellos me apoyé muchas veces, cuando las prisas por buscar la calle me impedía perder un minuto en descorrer el cerrojo que cerraba su parte inferior. Pues nunca tuve la agilidad de mi hermano Hilario, que salvaba sin rozar esta puerta de un portentoso salto, que aún no ha dejado de asombrarme. Unas alargadas bisagras oxidadas cosían por entero la puerta al marco derecho. A la izquierda en la hoja de arriba, la cerradura era un gigante ojo interrogativo, que una pesada llave de hierro forjado cegaba cada noche. Y, en medio, desde lo más alto, el indispensable manojo de cantueso, bendito y reseco, colgaba de un clavo para defendernos de las tormentas.

     Mientras un sol de justicia golpeaba terco el pavimento de la calle, el pasillo en tinieblas se nos antojaba fresco. Una de aquellas tardes de espera, advertimos algo que nos sorprendió en la oscuridad: unas extrañas figuras, que crecían y avanzaban sobre una franja de luz, se dibujaban sobre la encalada pared izquierda. Pronto averiguamos que se trataba de escenas que ocurrían fuera. Se colaban por una rendija que había encontrado un hueco entre las dos hojas de la puerta algo desvencijadas. Muy extraordinario era lo que acontecía en nuestro pasillo ensombrecido, tan parecido al cine, por más que las imágenes se reprodujeran invertidas. Aquel fenómeno, que entonces no supimos explicar, sería ya el entretenimiento favorito hasta que mi madre se levantaba de la siesta y dejaba entrar la luz de la tarde.
     Las figuras crecían al tiempo que lo hacía la banda luminosa sobre la pared, desde un minúsculo punto junto a la puerta, hasta alcanzar más de una cuarta dos metros después y se difuminaban. Entre los personajes que primero desfilaron por esa pantalla, recuerdo a Delfín, padre de mi amigo Machelino, que parecía caminar de cabeza mientras agitaba los pies en una pirueta graciosa. El que las personas caminaran cabeza abajo, más que un inconveniente, se convirtió en el acicate para el nuevo juego que inventamos. Rivalizábamos en adivinar, antes que el otro, el tipo que aparecía en el renglón de luz, cuya identidad confirmábamos con su imagen engrandecida, cuando llegaba a nuestra puerta. En el curso de aquellas tardes pasaron por el pasillo vecinos de ambos lados de la calle, menguando unos al alejarse, agrandándose otros al acercarse. El juego se convertía en una competición, y el tiempo de encierro nos parecía así más corto y la espera de la libertad más llevadera.  
   
     El pasillo de mi casa, en suma. Un refugio que nuestra fantasía colmó de ocurrencias infantiles hasta dilatar el espacio más allá de sus paredes. Todavía ocupa una franja privilegiada en la memoria de mi niñez y, como del resto de las dependencias de la casa, hoy lo recuerdo con nostalgia.