martes, 3 de septiembre de 2013

Los gatos de mi casa


*Montaje realizado sobre una foto aportada por Susi Hernández en la página “Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas”


De aquellos días y años que viví en la calle San Luis, diré que nunca faltó un gato en nuestra casa. Todos encontraron su hogar en el número quince de esa calle. Por su interior deambulaban, dormitaban o se lamían el cuerpo en su aseo cotidiano. Como las sobras de nuestras comidas fueran raras, acaso alguna raspa de chicharro o de verdel, encontraban el sustento en los muchos ratones que nos frecuentaban. Diríase un acuerdo tácito: nosotros poníamos la morada y los ratones, los gatos mantenían a raya la constante proliferación de los roedores. A menudo observé a los gatos, recogidos sobre sí mismos, en una tensión taimada, a la espera de su oportunidad cazadora. De este modo, nuestro ecosistema pudo mantener siempre el equilibrio.

     Recuerdo a varios de aquellos gatos. Al que más, uno que vivió casi toda mi infancia. Vestía un traje pelirrojo, con vetas oscuras que le recorrían los lomos y la cara. Alguna vez debió ser joven, pero a mí me pareció siempre viejo. Cada cierto tiempo desaparecía; al poco regresaba y se acomodaba a la rutina diaria sin que importara su falta. De una de aquellas excursiones trajo una herida honda y fea que sus continuas abluciones y el tiempo cicatrizaron. Lo que tal vez fuera una pelea nocturna por alguna hembra en celo, le dejó para siempre un costurón que apenas le permitía abrir su ojo derecho. Algunas calvas que por entonces anidaron en su cabeza y esa fea cicatriz le darían ya un aspecto siniestro hasta su muerte.

     Quise mucho a un gatito gris, al que unas manchas negras salpicaban desde la cabeza hasta la cola. Llenaban su cara los ojos de un amarillo verdoso, astutos y vivos. No he olvidado su mirada simpática, ni su inclinación inagotable a jugar. Corría y corría detrás de cualquier objeto que se moviese, dando saltos locos, de alegría. Yo jugaba con él sin descanso. Y si no me daba pereza dejar la calle de mis juegos y los amigos, era porque sabía que en casa me esperaba mi gato. Se convirtió en el toro al que lidiaba en repetidas corridas. A ese juego se aficionó tanto como yo. Un retal del cesto de la costura de mi madre se convirtió en el capote y la muleta de aquellas faenas. Todavía estoy viendo sus orejitas rectas y erguidas, mientras el gato esperaba agazapado, alerta a cualquier leve balanceo de la franela.  De pronto arrancaba a correr tras el pico de la tela que yo arrastraba lenta, ostensiblemente. Cuando sus patitas parecían a punto de hacerse con el engaño, giraba yo el capote para trazar una verónica; o elevaba la muleta en un pase de pecho. Me divertía su desorientación primera tras cada encuentro y cómo se revolvía casi de inmediato. Qué simpática me parecía entonces su cara enfurruñada, contrariada; cuánta determinación en la mirada, tan embutido estaba en su bravo papel. Los fracasos, lejos de disuadirlo, volvían más obstinadas las siguientes embestidas. Todo concluía si, en alguna de aquellas pasadas, ponía mi puño sobre el lomo del animal para simular un estoconazo. El micifuz se echaba entonces en el suelo, zalamero, esperando mis caricias. Y así una vez, y otra, y otras más durante tantos días, pues siempre lo encontré dispuesto.
     Una noche, la cena y el bochornoso calor de julio me tenían derrengado sobre la acera. En el sopor vi salir al minino de casa y, resuelto, atravesar al otro lado de la calzada. Sin detenerse, dobló la esquina y caminó por Isabel la Católica hacia arriba. Era un proceder insólito en él. Esa extrañeza hizo que me incorporara raudo y corriera en pos del gato. Creía alcanzarlo, cuando se introdujo en el albañal por donde desaguaba el corral de la casa de la señora Germana, nuestra vecina de enfrente. Metí la mano y el brazo hasta el hombro por aquel oscuro agujero, en vano intento. No sé qué suerte de temores me invadieron entonces. El que más, la posibilidad de no volver a ver mi gato. Lo llamé: bis, bis, bisito, bisss… Sin embargo, fuera lo que fuese lo que allí buscaba, le interesaba más que mis insistentes y cada vez más llorosas llamadas. Permanecí allí mucho tiempo. Hasta que desde casa me mandaron a la cama. Tuve que desistir en mi espera. Regresé desazonado y esa zozobra acompañaría mis sueños esa noche. Pero al levantarme, el gato había vuelto a casa y con sus ansias de jugar  intactas. Así que olvidé de inmediato el incidente nocturno.
     Con los días, su atrevimiento se hizo habitual. La última vez fue un atardecer, cuando aquel malhadado tractor lo atropelló. Qué Inútiles resultaron mis cuidados y la cama que le preparé junto al palanganero del pasillo. Con su recuerdo, siento todavía la pesadumbre del dolor que padecería mi gatito. También, del que debía sentir el niño que yo era al contemplar los ojos tristes, diría suplicantes, del maltrecho animal. Al poco murió. Así comprendí que los de su especie no tienen siete vidas. Al menos, no todos.

     Contaré ahora otros episodios que protagonizaron dos de nuestros gatos. Tal vez, debería mejor decir que los protagonizó mi hermano Hilario, pues sus ocurrencias son las que se me han quedado grabadas a propósito de esos mininos.
     Tuvimos un gato todo negro y brillante, salvo en la tripa y en el hocico, donde el pelo aparecía blanquísimo, de algodón. Como fuese de cuerpo delgado y de andares indolentes y desgarbados, podríamos creerlo a punto de quebrarse. Para nuestro regocijo, Hilario descubrió pronto en él algunas propiedades que refutaban esa impresión: su flexibilidad y su insólita tolerancia. Todavía no me explico cómo lo hacía. Tiraba de las patitas del gato hasta desencajar los huesos de sus articulaciones. Así, descoyuntado e incapaz de sostenerse, permanecía, sin emitir una queja, tumbado sobre la barriga, mientras con las extremidades bosquejaba un aspa. Después de un rato, mi hermano volvía a su sitio los huesos desarmados. El gato, entonces, pegaba un salto y corría bufando por todo el pasillo como alma que lleva el diablo. Este hecho, aunque reiteradas veces contemplado, siempre me dejaba estupefacto, y aún hoy sigue siendo un misterio para mí.
     En la cocina hubo durante años un arcón. Servía de despensa. Mi madre limpió con afán el kilo de verdeles aquella mañana. Listos para freírlos a la hora de la cena, los guardó en el arcón. Cargada a la cintura con el barreño repleto de ropa se marchaba la mujer al reguero. Sería lunes sin duda, pues ese día era el establecido para la colada semanal. Antes nos encargó que vigilásemos  los garbanzos, que no les faltase el agua en el puchero donde se cocían, no fuera que se arrebataran. Nos amenazó también contra cualquier trastada que pudiera ocurrírsenos. ¡Qué certera intuición de madre! No creo que le hubiese dado tiempo a alcanzar la explanada de San Luis y ya ideábamos cómo llenar aquel tiempo de libertad. El primer plan dio con el gatito negro en el interior del arcón. Parece que a Hilario le interesaba sobremanera la reacción del minino después de un rato allí encerrado. Pero las expectativas no se cumplieron: al levantar la tapa del cajón, el gato no demostró ningún síntoma de claustrofobia, ninguna prisa por salir; por el contrario, parecía sentirse muy a gusto dentro, mientras daba buena cuenta del pescado. De la reacción de mi madre, cuando volvió sofocada del lavadero, no diré nada: dejaré que la imaginación de cada cual recree la escena que vivimos entonces.

     Del otro gato conservo en la memoria sus últimos instantes en casa.
     Aquella noche de junio hacía calor en el cuarto. La luz se había apagado porque Hilario, imperativo, lo había exigido al concluir su enésima novela del oeste. Yo trataba de conciliar el sueño luchando con las angiospermas, las gimnospermas, las monocotiledóneas y las dicotiledóneas, que se embarullaban en mi cabeza, después de martirizarme toda la tarde mientras preparaba el examen final de Ciencias Naturales del día siguiente. Nacho dormía ya a mi lado. La hoja de la ventana había quedado abierta y el frescor de la noche entraba a través de la alambrera que nos protegía de las moscas y mosquitos del corral. Por ello, los maullidos del gato se colaron con nitidez en la habitación. El minino solicitaba de este modo que le franqueásemos la puerta, después, sin duda, de una de sus correrías por tejados ajenos. Su insistencia acabó por despertarnos.
     Una mano nerviosa palpó a tientas la pared. Entre las camas, el poste de madera se pegaba al muro. Por él bajaban entrelazados los dos cables del cordón de la luz, sujetos a trechos por aisladores de cerámica, hasta el interruptor de porcelana blanca. El clic de la maneta sonó sobre mi cabeza y la bombilla que colgaba del techo se encendió. Apenas me dio tiempo a ver a Hilario que, en calzoncillos, abandonaba ya el cuarto. Me sobresaltó su aspecto furibundo, salté de la cama y fui tras él. Todo sucedió muy rápido. Abrió la puerta del corral y el gato no tuvo tiempo de entrar al pasillo. Lo levantó por el lomo con su zurda; asido de este modo, describió con él dos giros por encima de la cabeza; y lanzó al fastidioso animal por los aires. Voló por encima de nuestro corral, y seguramente por el del vecino de la calle Alameda. No lo pude ver: se perdió en la negrura de la noche infinita de diminutas estrellas y el insistente cricrí de los primeros grillos de ese verano. Pero aseguro que el vuelo tuvo un largo recorrido. Y, también, que de aquel viaje nocturno no regresó jamás.
    
    Hubo más gatos, pero pasaron por mi casa tan silenciosos, que los he olvidado.