lunes, 2 de diciembre de 2013

Los recuerdos primeros



Ilustración extraída de "Cuentos y hadas: cuentos para niños" de Julia Asensi

                                                                                                        A mis padres
                                                                                                        que me dieron la vida,
                                                                 que me regalaron la suya toda

Dicen que no quedan recuerdos de los primeros años. ¿Qué edad tendría en estos que quiero contar? Me hago muy chico cuando me acerco a ellos. Son estos recuerdos míos los más antiguos de cuantos conservo, los más inocentes y, después de casi sesenta años, no los he perdido por tan largo camino. Los evoco como retazos de mi estrenada andadura en la vida, sin esfuerzo apenas, tanto me he acostumbrado a sus visitas desde entonces. Son los de mi madre y mi padre, los de la casa donde me crié, y la calle por donde trastabillaron mis pasos primeros. Allí nace mi conciencia del pasado.

     El más remoto sea tal vez esta instantánea que ha quedado impresa en mi memoria. Aparece nítida a pesar de los años en el marco de aquella mañana. Una luz dorada entra desde la calle a través de los visillos claros que penden del enorme ventanal. Los rayos trazan líneas diagonales contra el suelo de cemento y el hule de la mesa, y multitud de motas de polvo se intercalan entre ellos como notas en un pentagrama. En la salita, mi madre zurce el zancajo de un calcetín, al que da forma un huevo de madera escondido en su interior. Se sienta en una silla baja de espadaña entre la mesa camilla, la ventana y un armario que casi toca el techo. La luna que ocupa la puerta del mueble refleja a la mujer de espaldas, inclinada sobre la labor, y a una criatura en cuclillas. Miro absorto el retrato que me devuelve el espejo: el pantalón se abre por la entrepierna y muestra colgantes esas partes, poco pudendas a tan corta edad, en una posición eficaz y muy repetida las veces que necesitaba evacuar.
    
     Guardo otro recuerdo de ese tiempo. Aparezco en él y, también, mi madre.
     La alcoba y la sala de estar las separaba una cortina que tenía la anchura del estrecho pasillo entre las dos camas. En una de ellas me había postrado aquella tarde el sarampión. La fiebre convertía  el reposo obligado en una pesadilla que iba, venía y me desazonaba. Esta zozobra me  despertó, pero la calentura, muy alta, se empeñó en que el delirio continuase. Lo que comenzaba como un cuchicheo apenas audible, dentro de mí se transformaba de pronto en bullicio creciente provocado por una multitud que parecía llenar la salita. Los gritos se solapaban y pugnaban por infiltrarse al mismo tiempo en mi cabeza, contra la que restallaban sin clemencia hasta aturdirme. La angustia me echó de la cama para conocer lo que ocurría al lado. Retiré la cortina tembloroso, y al asomarme las voces de la sala callaron de súbito. Sólo oí el entrechocar de las ajugas con que mi madre dibujaba los puntos de un jersey de lana, sin siquiera la acostumbrada compañía del serial de las cuatro. Apenas duró un instante. El que mi sorprendida madre tardó en verme tembloroso fuera de la cama, porque abandonó la labor sobre la mesa y, solícita, fue a mi encuentro.
     -Jose, hijo, qué pasa”- me dijo.
    Atendió el miedo que, entre escalofríos, balbucían mis palabras; noté la calidez de su abrazo, mientras me susurraba que en la salita estaba ella sola, que no temiera nada, que ella me cuidaba. Me metió con delicadeza en la cama; remetió las mantas y la colcha, no fuera a coger frío, y subió el embozo hasta tapar mi barbilla.  Consideró con la mano la temperatura de mi frente, se sentó junto a mí y, paciente, esperó a que me durmiera. Su cercanía balsámica ahuyentó la pesadilla en aquella ocasión.
     Diré ya que, aunque esta imagen de mi madre, cariñosa, entregada a la menor queja del hijo, forma parte de mi niñez primera, la contemplé en otros momentos más: en todos aquellos que alguno de mis hermanos o yo enfermamos. También, que la alucinación de esa tarde se convertiría en una visita recurrente con la fiebre, hasta que abandoné la infancia. Después, la he soñado alguna vez. No podría asegurar por ello que mis evocaciones hayan podido evitar el contagio de lo vivido con unos años más. El sarampión sí lo pasé entonces y parece que preocupó sobremanera a mis padres. Me enteré mucho tiempo después. Quise saber la razón del padrenuestro “por las intenciones del niño” que, tras la retahíla de ora pro nobis, ofrecíamos al final del rosario cada tarde en torno a la mesa camilla. No sin algo de orgullo descubrí que era por una promesa si salía con bien de aquella enfermedad que contraje siendo un crío.

     Era esa la estancia principal de mi casa, ora comedor, ora sala de estar, y en ella pasábamos la mayor parte del tiempo. Así que, poco puede extrañar que el primer recuerdo que guarde de mi padre lo sitúe también allí. Fue junto al ventanal. El hueco que ocupaba en la  pared era amplio y profundo. Una pieza de madera tapizaba el alfeizar y debajo un cajón hecho de tablas entraba y salía del muro terroso. Su interior albergaba objetos dispares; la mayoría, los cachivaches que iban y volvían en nuestros juegos infinitos.
     Contra los cristales chocaban a ráfagas las gotas de un día de lluvia. Sin embargo, los postigos abiertos de par en par de la ventana permitían aprovechar aún parte de la claridad exterior. Mi padre me había sentado sobre el tablero de aquella singular mesa y mis pies golpeteaban la madera del cajón en un feliz vaivén. De esta manera demostraba sin duda la ventura de estar a su lado. Volteaba sus manos y él me dejaba hacer condescendiente. Sobre una de sus palmas extendida dejé perderse la mía, que pareció de pronto empequeñecerse aún más. La giré, admirado de su calidez y de la robustez de sus dedos. Poco me importaron sus combas uñas irregulares, de cuya base se despegaban, retorcidas como líquenes, bastas cutículas partidas a trechos. Tampoco, los restos de cemento que cobijaban,  tercos a pesar de los continuos bálagos de agua y jabón, y que se volverían ya perdurables.
     ¡Ay, esas manos! Esas manos se me grabaron para siempre. Durante la infancia entera, y muchos años más protegerían y sustentarían mi vida, también la de mi familia.

     Muy vieja debe ser la imagen primitiva que conservo de mi calle.  Fue antes de que comenzara en el parvulario. Y por tanto, de que contemplara expectante como, desde la calle Medina hasta la Travesía de San Luis, iban apareciendo las aceras, y como el cemento recubría los cantos que aquellos obreros alineaban con destreza sobre carretadas de arena amarilla, hasta mudar el aspecto de la calzada.
     La conocí de tierra. Acaso sería más justo decir que me acuerdo de ella embarrada, enfangada de puches. El suelo era un lodazal. Allí vaciaban sus aguas jabonosas las palanganas, vertían las suyas los barreños tras fregar los cacharros, o se derramaban la de los calderos después de limpiar habitaciones y pasillos. Al lado de ellas, acaso caerían también otras de procedencia, es un decir, más íntima. Lo cierto es que a la tierra le costaba absorber tanta humedad. No era preciso esperar a la lluvia.
     Sobre el barrizal quedaban marcadas las roderas de la tartana rebrincona de Moronta, que todas las mañanas nos traía a la misma hora las hogazas de pan. No sé ahora quien tiraba del carro, si mula o caballo. Pero no he olvidado el renqueante caminar de la acémila ni sus resoplidos. Y, de pronto, rescato de la memoria el olor de aquel pan de miga blanca y crujientes rescaños, que guardaba en su interior una pizca del rescoldo de la tahona.
    
     Creo ver también un puñado de niños que se persiguen sin importarles las pellas de barro que levantan; a lo lejos, una mujer sacude briosa la noche pasada de una alfombra. En un corro, varias otras con mi madre, parlotean a la vez muy interesadas sin dejar de manotear; mientras, los mandiles atados a sus cinturas parecen comentar las hazanas que quedan por hacer. 
     
    Aquella calle y los muros del número 15 de San Luis fueron los escenarios donde se representó ese tiempo de mi primera infancia. A pesar de mi empeño, solo he logrado rescatar estas secuencias de entonces. En el limbo de la memoria, donde descansan los años más tiernos, se debe haber quedado el resto.