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La era se enclavaba en las proximidades del lavadero público y la charca. La denominábamos del “Reguero” al igual que los demás espacios de la zona. Estos lugares se encontraban tan cercanos a nuestro barrio –situado a las afueras de Peñaranda-, que los considerábamos casi de nuestra propiedad. La era nos reclamaba durante todas las épocas del año. Incluso en el periodo estival, cuando estaba ocupada por la trilla y el aventado de las diversas cosechas de cereales, garbanzos y algarrobas. En este periodo observábamos curiosos y expectantes no sólo como se desenvolvía el trillo sobre la parva, sino también lo que ocurría cuando a ésta la introducían en la tolva de la máquina limpiadora. Los granos caían por su parte trasera y la paja salía despedida, impelida por el viento que producían unas aspas que veíamos girar vertiginosamente en un lateral de aquel aparato.
Pero lo que más nos interesaba era la altura que iban alcanzando los montones de paja. Y es que aquellas montañas doradas ejercían una irrefrenable atracción sobre los chicos. La paja permanecía en la era varios días antes de que la acarrearan a los pajares. Aprovechábamos la ausencia de labriegos, apara acudir en bandadas y ascender hasta la picota e, inmediatamente, deslizarnos pendiente abajo, para volver a trepar, hundiéndonos y emergiendo en la blandura amarillenta entre resbalones, empujones, carcajadas y gritos compulsivos. ¡Cuánto nos divertía este juego! ¡Cómo menospreciábamos los arañazos, los pinchazos y las magulladuras que se repartían por todo el cuerpo! ¡Qué frustración sentíamos cuando, después de un tiempo, la paja desaparecía de la era!
Sin embargo, esa sensación era pasajera, pues toda la superficie quedaba expedita, limpia, disponible durante el resto del año para practicar nuestro juego favorito: el fútbol. Y ya lo creo que lo practicábamos, en el mejor campo posible, cubierto por un césped que muchos desearían para sus estadios. Había temporadas que acudíamos a diario para disputar un partido. No importaba que fuera invierno o primavera. Aunque cualquier pelota grande nos servía para jugar, en las ocasiones en que alguien llevaba un balón de “reglamento”, de “material” nuestro entusiasmo se desbordaba. Todavía me acuerdo de aquellos balones de cuero, de piezas cosidas, y con una abertura que se cerraba con un cordón , como si fuera un zapato, por donde asomaba la válvula de la cámara. Agradecidos y para poder utilizarlo durante todo el partido sin contratiempos, se le concedían unas atribuciones al dueño del balón, impensables para el resto de los jugadores.
A falta de reloj, la duración del juego se supeditaba al número de goles convenidos, casi siempre elevado. Tanto, que alguna tarde de invierno se nos echaba la noche encima y postergábamos la contienda del resto del encuentro para el día siguiente. Todo adquiría otra dimensión y nuestra afición crecía con la llegada de la primavera y mayor número de horas de luz. A veces disputábamos partidos contra chicos de otro barrio y entonces cobraban una seriedad inusitada. Y si era inminente el verano, nos quedábamos en calzoncillos y camiseta, y con ese atuendo nos creíamos, ingenuamente, futbolistas de las competiciones oficiales…
Sin embargo, esa sensación era pasajera, pues toda la superficie quedaba expedita, limpia, disponible durante el resto del año para practicar nuestro juego favorito: el fútbol. Y ya lo creo que lo practicábamos, en el mejor campo posible, cubierto por un césped que muchos desearían para sus estadios. Había temporadas que acudíamos a diario para disputar un partido. No importaba que fuera invierno o primavera. Aunque cualquier pelota grande nos servía para jugar, en las ocasiones en que alguien llevaba un balón de “reglamento”, de “material” nuestro entusiasmo se desbordaba. Todavía me acuerdo de aquellos balones de cuero, de piezas cosidas, y con una abertura que se cerraba con un cordón , como si fuera un zapato, por donde asomaba la válvula de la cámara. Agradecidos y para poder utilizarlo durante todo el partido sin contratiempos, se le concedían unas atribuciones al dueño del balón, impensables para el resto de los jugadores.
A falta de reloj, la duración del juego se supeditaba al número de goles convenidos, casi siempre elevado. Tanto, que alguna tarde de invierno se nos echaba la noche encima y postergábamos la contienda del resto del encuentro para el día siguiente. Todo adquiría otra dimensión y nuestra afición crecía con la llegada de la primavera y mayor número de horas de luz. A veces disputábamos partidos contra chicos de otro barrio y entonces cobraban una seriedad inusitada. Y si era inminente el verano, nos quedábamos en calzoncillos y camiseta, y con ese atuendo nos creíamos, ingenuamente, futbolistas de las competiciones oficiales…
¡En fin, la era del Reguero! ¡Cuántos ratos pasé en ella durante mi infancia! ¡Me complace tanto evocarlos!
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