Al tío Cacho le acompañaba siempre su fama de
cascarrabias. Y la de viejo, pues ya tenía muchos años cuando le conocí. Un
viejo cascarrabias: una combinación que nos atraía morbosamente a los chicos,
tan dispuestos a encontrar ocasiones para la diversión. Pocas cosas había tan
excitantes para nosotros como la de hacer rabiar a un anciano gruñón, y ese afán
por el juego podía volvernos crueles cuando nos ensañábamos con alguno.
Muchas
veces era la venganza ante una reacción extemporánea; casi siempre, porque les molestaba
nuestro alboroto o, acaso, nuestra alegría y nuestra presencia. Así sucedió con
una anciana agria, vecina mía. Como no le gustaba que jugásemos al fútbol a su
puerta, nos acechaba dispuesta a despotricar su enfado en cuanto nos sentía
cerca para que nos marcháramos de allí. Pero nuestra inconsciencia olvidaba
esta contrariedad y al día siguiente corría de nuevo el balón en la calle.
Hasta que una tarde, hecha un basilisco, con una tijera rajó la pelota en dos
mitades, creyendo que así dejaríamos de darle la lata. Fue una declaración de
guerra. Toda una temporada viviría en un sobresalto continuo. Golpeábamos su
puerta acristalada y corríamos a escondernos. La señora salía y lanzaba mil
maldiciones a la calle solitaria, sin apenas poder espantar con ellas su
malhumor y avivando nuestro regocijo perverso, mientras sofocábamos las
carcajadas en los escondites.
Ese no era el caso del señor Esteban. Sabíamos sin embargo de sus malas
pulgas y esa condición fue suficiente para hacerle objeto de nuestras burlas.
Daba
la espalda de la iglesia de San Luis a un camino que se pegaba a las tapias del
asilo hasta desembocar en la calle Alameda. Desde nuestros juegos en torno al negrillo
de la plazuela, veíamos transitar por él al tío Cacho de regreso a su
carbonería, contigua al molino del señor Ignacio, en la acera de los números
impares de esa calle. De aquellos días me queda su vestimenta de pana negra,
muy tiesa y reseca, poco amiga de los lavaderos. También, la faja oscura de
estambre, uno de cuyos extremos de flecos retorcidos, harto de dar vueltas y
vueltas a su cintura, le colgaba siempre hasta barrer el suelo. Completan
indefectiblemente esa imagen sus botas, que yo imaginaba muy pesadas: tanto le
costaba levantarlas al caminar. Arrollaba todo lo que tropezaba y sus pasos producían
un ruido monótono, repetido, que nos evocaba el que hacían los trenes cuando
salían de la estación. Al señor Esteban
le decían “tío Arrastra” por sus
andares tardos, pero en el barrio lo rebautizamos con un mote más preciso, más
sugerente: “tío Arrastratrenes”.
Durante un tiempo la tomamos con él. El buen hombre caminaba lentísimo, siguiendo
como un reo a su borrico, también anciano, que parecía esperar a su dueño para acomodarse
a sus pasos cansinos. Paladeando sus reacciones iracundas, nada más verlo lo
apostrofábamos con la nueva y desalmada cantinela para hacerle rabiar: ¡tío Arrastratrenes! ¡tío Arrastatrenes!. Siempre conseguíamos
alterarlo. Su enfado le insuflaba un vigor y una agilidad tan inusitados, que
le llevaba a vociferar improperios y a trotar un pequeño trecho tras de
nosotros. Salíamos entonces de estampida y, al instante, en la plazoleta
quedaban solamente los insultos, los ecos de nuestras risas y el burlado viejecito.
Nos reuníamos luego para celebrar nuestra trastada y exagerar ante los más
pequeños las represalias que el señor tomaba con quienes lograba apresar.
Aquella tarde la escena se repitió una vez más. Pero cuando vimos que al
tío Cacho el enfado le enfilaba hacia la entrada de la calle San Luis, cada
cual huyó y se escondió donde pudo. El que más corrió fue mi hermano Ignacio,
que, dejándome atrás, entró en casa, atravesó el largo pasillo, llegó al corral
y se ocultó dentro de la cuba del cisco que guardábamos en el pajar. Lo
encontré allí después de un rato, tembloroso aún, como un pajarillo atemorizado
y tiznado de carbón.
Un
verano descubrí otra versión del señor Esteban Cacho que habría de perdurar
para siempre. Diré ya que distaba mucho de la que había conocido hasta entonces,
fruto, sin duda, del hartazgo que el hombre acumulara después de tantas
provocaciones y repetidas faltas de respeto.
El
calor y el trasiego de carros y acémilas me llevaron al Pradorno una mañana
amarilla de sol y mieses recién acarreadas. La era toda olía a paja seca y aparecía
espléndida, repleta de gentes que se afanaban entre montoneras de haces todavía
sin desliar y parvas de trigo y cebada dispuestas para la trilla. Iba de un
lado para otro fascinado por aquel trajín y sólo me detenía para observar cómo
se deshacían las gavillas tostadas bajo el peso de los trillos que arrastraban
las mulas: me absorbían sus constantes giros, mientras las espigas, desgranadas,
se aplastaban hasta formar tortillas doradas. Todo me recordó entonces a un
enorme tiovivo y, más que nunca, deseé montar en él.
Entre
todas aquellas alfombras de oro me atrajo una, muy modesta, casi al final de la
era, sobre la que daba vueltas un borrico que guiaba desde el trillo un hombre
muy mayor: el tío Cacho. El anciano aparecía ensimismado debajo del sombrero de
paja que llevaba encasquetado encima de un moquero arrugado, que le caía sobre
los ojos. Indolente, con esa paciencia que sólo poseen los que no tienen prisa
por que el tiempo corra, apenas animaba al asno en sus rotaciones incesantes. Es
como si el sol abrasador del mediodía y el mareo de las persistentes vueltas le
hubiesen amodorrado. La imagen sosegada del
hombre y, tal vez, la oportunidad de montar por fin en un trillo desvanecieron los
recelos que el tío Arrastratrenes me originara hasta ese día.
-
Señor
Cacho, ¿me deja que le ayude en el trillo? – le pregunté abiertamente.
Me miró un instante, sin abrir del todo
sus ojos, antes de detener el burro; con mucho trabajo enderezó después su encorvada
silueta, que descansaba sobre una banqueta de enea, y, ante mi sorpresa, me
ofreció el ronzal. Cuando extendí un brazo para tomarlo, creí advertir una
mueca agradecida en su rostro arrugado. Pronto le sustituí encima del trillo,
colmando mis ilusiones, mientras me envolvía toda la luz esplendorosa del
verano. Y fue así como el hombre me convirtió en su ayudante.
Me pasé los días siguientes en el Pradorno
trabajando para el señor Esteban. Usé la horca de madera para volver la parva;
amontoné la mies después de trillada; y, con una pala curvada, la aventé divertido
hasta que se separó el grano de la paja. Moví la criba con denuedo, pues el tío
Cacho no quería que entre las semillas se colase ninguna piedra. Llené los costales
con el trigo limpio y eché una mano para subirlos a lomos del burro. También
barrí con un escobón de cabezuela los restos de la parva hasta que quedó limpio
el trocito de era.
Durante aquellas jornadas, compartió
conmigo el agua y el pan. Con frecuencia me llevé a la boca el cuello de su
botija de arcilla para apagar la sed que la obstinada solanera me ocasionaba. A
media mañana hacíamos un descanso para almorzar. Mi patrón desanudaba entonces un
hatillo de tela a cuadros y sobre sus rodillas aparecían torreznos y trozos de chorizo
o de blancuzco tocino cocido. De la faja sacaba una navaja y con mucha
parsimonia me ofrecía un rescaño de la mediana de pan. Luego, iba dándome un
poco de esto o de aquello, que yo devoraba hambriento, después de las muchas
energías gastadas desde mi temprano desayuno. Aunque el tío Cacho apenas me hablaba
mientras comíamos, le sentía a gusto en mi compañía, muy cercano. En alguna
ocasión, al observarlo de refilón, me encontré con su mirada y lo que podría
ser una minúscula sonrisa. Y supe que no volvería a burlarme de él, que no
quería participar nunca más en los hostigamientos que le desquiciaban al pasar
por el barrio.
Con la última carga del grano en el corral
de la calle Alameda concluyó mi trabajo en el Pradorno. Allí aguantaban todavía
otras cuadrillas con mucha faena por delante. Yo me llevé el recuerdo de mis
viajes montado en el trillo en medio de la inmensa era, enfrente a la carretera
de Medina al cementerio; y la complacencia de los días que pasé con el señor
Esteban. También, el duro con que retribuyó mis esfuerzos: cinco pesetas, mi
primer sueldo, que orgulloso entregué a mi madre, sin importarme demasiado que
no vería de ellas ni una perra para gastar en los puestos de la Plaza.
A veces me acuerdo de aquel hombre, como de
otros personajes que poblaron mi infancia de cosas en apariencia sencillas, de
escenas cotidianas. El señor Esteban halló un merecido acomodo en el cofre donde
descansa mi memoria. Y, hoy, cuando rebuscaba en su interior, parece que el tío
Cacho se hubiera hecho el encontradizo. Acaso para recordarme cómo era mi vida
de entonces: un montón de pequeñas experiencias, que iban sumándose hasta
moldear mi carácter y así disponerme para el futuro.