Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Kiko García.
En el pueblo de mi infancia abundaban las
carbonerías. Los fogones de las cocinas se alimentaban de carbón todo el año y,
cuando noviembre traía el frío para quedarse en nuestras casas durante el largo
invierno, para engañarlo el brasero de cisco, bajo el refugio de la alambrera,
anidaba en la mesa camilla de los hogares peñarandinos. Recuerdo sólo las más
próximas a mi domicilio y otras que caían de camino en mis rutinas diarias.
La
más cercana era la del señor Mariano, cuyo portalón estaba en la misma acera de
mi casa, a sólo cinco puertas. Enfrente del almacén vivía el hombre con su
mujer. Apenas me acuerdo del trasiego que, con seguridad, tuvo esta carbonería.
Perdura sobre todo la imagen sosegada y bonachona de este matrimonio, ajena ya al
oficio que se llevó la jubilación del señor Mariano siendo yo todavía muy niño.
Otra carbonería se encontraba a espaldas de mi casa, en la calle Alameda que
discurría paralela a la de San Luis. La visité alguna vez en aquel verano que ayudé a su dueño, el tío Cacho, en la era que tenía en el Pradohorno. A mitad de la
calle Gómez de Liaño veía a diario mucho
trajín de carbones en la que regentaba el señor Boni. Por delante de ella había de
pasar forzosamente cuando iba con el botijo a la fuente del medio en la plaza del Ayuntamiento, si acudía a la
catequesis de la iglesia de San Miguel, o de camino a clase en el Instituto
Laboral.
Un
poco más lejos, en un singular encuentro de calles que partía por la mitad la de Elisa Muñoz, se
encontraba la que yo creía la carbonería por antonomasia de Peñaranda. Quizá
porque su fachada era el final achaflanado de la calle Honda y la de San Juan;
o porque desde allí iniciaba su trazado la principal calle de Nuestra Señora,
que se alargaba hasta el convento de las Carmelitas. Tal vez porque oyera muchas
veces que la nombraban como la puerta del
Sol; y me parecía a mí que con
razón, pues la luz, que recibía desde la mañana a la tarde, iluminaba entera aquella
plazoleta. Conservaba sin duda la dignidad de un palacio antiguo: al portalón
de madera lo protegían grandes piedras de granito sobre las que descansaba un
arco de carpanel, y un escudo labrado en la dovela central mostraba orgulloso
su alcurnia pasada. Y, a pesar de ello, sobre el enfoscado que se resistía
entre el arco y el remate triangular que coronaba el frente, exhibía altiva los
mayúsculos trazos de su destino último: CARBONERÍA.
Con
los recuerdos de la niñez ocurre que unos me llevan a otros a poco que se
rocen. Los que me visitan en esta ocasión lo demuestran; como, también, los delgados
lazos que los relacionan entre sí. Y yo dejo que progresen, que cuenten lo que quieran
contarnos.
Esa tarde volvía a casa al reclamo de la onza
de chocolate y el trozo de pan, después de mil refriegas contra los indios en
la plazuela de San Luis. Era la hora en que todos los chicos interrumpíamos nuestros
juegos para merendar. El cielo tenía el color plomizo de ese tiempo incierto
entre el invierno y la primavera. El mucho trotar había espantado el
frío, si lo hacía. Todavía bullían en mi cabeza los disparos y la emoción de tantas
galopadas. A la puerta de mi casa encontré el carro del señor Boni. Un hombre
cargaba a los lomos una saca de cisco. El peso le doblaba el espinazo y hacía que
agachara la cabeza, que la cubría una caperuza de esparto larga hasta las corvas.
Lo precedí para abrirle la puerta de la calle, la que partía hacia la mitad el
largo pasillo y la que daba acceso al corral. Y allí lo dejé en su camino hacia
el pajar donde aguardaba el tonel que destinábamos al carbón.
Me volví y, al empujar la puerta entreabierta
del corral, sonó un golpe seco que hizo quejarse a un perro: el magnífico
pastor alemán del carbonero, que nos había seguido por todo el pasillo. Quedó
encajonado entonces entre la puerta y la pared y en sus ojos vi como se
confundían la sorpresa y la rabia. Me asusté y toda suerte de aprensiones
hicieron que corriera hacia la calle. El perro me imitó. Enfilé la calle arriba
con el perro pisándome los talones. Llevaba todavía mis armas del vaquero que
había sido esa tarde sujetas a la cintura por una soga a modo de canana. Como pensara que de ese modo despistaría al
perro, tiré primero el puñal de goma; luego, el colt del 45. Pero la
persecución continuó y el presentimiento de un soberbio mordisco me hizo
chillar aterrado. Alguien me gritó que me parase, que así el perro no me haría
nada. Entonces, sin resuello y acordándome de mi madre, frené en seco la
carrera. El perro chocó su boca abierta contra mí y las marcas de los colmillos
quedaron en mi trasero tras aquel topetazo. Con el golpe el perro quedó
desconcertado y yo, al borde del desmayo. No hubo más. El perro giró e,
ignorándome, regresó hacia mi puerta. Amedrentado todavía, desanduve también yo
el camino, mientras iba recogiendo el cuchillo y el revólver despiezado, al que
se le había escapado el tambor, que ya nunca más encontró su original acomodo.
Jamás
tuve un juguete más preciado y más auténtico que aquel colt de vaquero. Era una
pistola articulada de hierro, cuyo tambor giraba a cada disparo, en el que se
podía albergar una tira de fósforos que percutían cada vez que se apretaba el
gatillo. Con ella me creía Kit Carson, el cabo Rusty o cualquiera de los Cartwright que vivían en la Ponderosa. No me lo trajeron los reyes, ni
fue un regalo de cumpleaños. Me lo dio Antoñito, un niño rubio, dos o tres años
menor que yo, que formaba parte del grupo de catequesis del que me había
encargado don Agustín. En las escaleras que ascendían al presbiterio tenía yo a
mis catequizados, domingo tras domingo, hilvanando mandamientos, credos y
salves en una cantinela que se mezclaba con la de otros grupos. Ese sería el
ascendente que Antoñito debió ver en mí; más, quizá, que la diferencia de edad.
Buscó congraciarse conmigo, que fuera su amigo y lo protegiera ante sus
iguales. Nunca hubiera imaginado que yo podía ser el defensor de alguien. Pero
ese fue el trato tácito y no lo cuestioné, tanto me deslumbró la pistola. Debo
reconocer que su generosidad me desconcertó, pues me la dio para siempre. Ni me
la reclamó, ni tampoco se lo recordé. Desde entonces la llevé a todas partes
como un tesoro en el bolsillo del abrigo, dentro de la cartera junto a los
libros del instituto. Me hizo sufrir su falta los días que la tuvo don Alfredo,
el profesor de Tecnología, después de que me la requisara en su clase, cuando la
tomé un instante para comprobar que aún estaba en mi cartera, que nadie me la
había robado, que no la había extraviado. Hoy me avergüenza contar que lloré y
supliqué para que me la devolviera; que mentí, al lamentar cuánto se
disgustaría su dueño conmigo.
Llevaba la mano donde me dolía
el figurado mordisco del perro. Y, aunque sufría mucho más por mi querido colt
destrozado, el miedo a aquel perrazo impregnó todo mi ser y por mucho tiempo.
Entonces, empezó mi calvario. Para acudir a mis clases en el instituto, tomaba
invariablemente la calle Gómez de Liaño, que era la continuación lógica de San
Luis en mi ruta de cada mañana. Apenas rebasaba la tienda de ultramarinos de la Juana y la imponente casa de los de
La Torre, me encontraba con la carbonería del señor Boni, justo frente a la
Travesía de la Cruz. En la puerta, parecía esperarme el pastor alemán de lomos
oscuros. Podría jurar que, antes de que me viera aparecer, olfateaba el miedo
que iba destilando y, con seguridad, el cacho
de torreznos que mi madre me metía en la cartera para el recreo. Desde la tarde
aciaga de nuestro primer encuentro, el perro venía a mí sin esperar a que
pasara por su vera. Me olisqueaba y sus ojos oscuros perseguían los míos con
una obstinación que yo creía rencor por el portazo que le propiné en mi casa. En
ese momento imaginaba sus afilados colmillos dentro de sus fauces babosas y,
ahora sí, dándome un terrible bocado. Así cada mañana. La presencia del perro
iba amilanándome con los días. Se aprovechaba de mi desamparo hasta erguirse y
plantarme sus manos sobre el pecho, para liquidar de este modo los pocos
arrestos que pudieran quedarme. Reculaba poco a poco y me separaba de él, hasta
que en la plaza de la fuente del medio
lo perdía de vista.
En una ocasión se me ocurrió
sacar el bocadillo y dejarlo en el suelo. Descubrí entonces que el olorcillo
del torrezno recién frito le interesaba al perro mucho más que el niño flaco y
asustado que yo era. Aproveché esta circunstancia para atravesar la calle como
una exhalación y, ya en la plaza, correr con el corazón desbocado hasta el
instituto. Aquella escena se repitió a diario y las mañanas se sucedieron
abrumadas por los temores al pastor alemán de la carbonería y la envidia a los
compañeros que devoraban sus bocatas durante el almuerzo. Pronto los rugidos de
estómago que provocaba esta imagen clamaron para que cambiara de estrategia. Anduve
lamentando mis desgracias durante un puñado de días, hasta que decidí acudir a
mis clases por un camino alternativo, apenas más largo que el cotidiano: la
calle Empedrada. De ese modo obvié los encuentros con el perro del señor Boni
el carbonero. Y, también, pude espantar de nuevo mi gusa de media mañana con los previsibles torreznos que entre pan y
pan me preparaba mi madre.
Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Antonio Diezma