Mi casa ocupaba toda la planta baja. Encima,
otra vivienda completaba el edificio, y en ella se sucedieron cuatro familias durante
el tiempo que nosotros moramos allí. Es fácil imaginar mi casa: un pasillo y una
hilera de habitaciones a su derecha, que caminaban paralelos desde la entrada
hasta el corral. Más complejo podrá resultar el que ese pasillo lo compartieran
también los vecinos de arriba, que debieran recorrerlo hasta encontrar la
puerta de su escalera, una más entre las puertas que abrían y cerraban nuestras
dependencias. Por si fueran pocas, otra dividía el pasillo en dos. Y era en el
segundo trecho, donde se encontraba la de subida al piso de arriba entre
nuestro trastero y el cuarto de mis hermanos. Pero se puede creer, porque como
todo es cuestión de costumbre, uno acababa por ver con naturalidad el tránsito
de propios y extraños por el recto y un poco empinado pasillo. Aunque los
vecinos se enteraran a menudo de quiénes nos sentábamos a la mesa camilla de la
salita, y hasta si hervía el cocido sobre el fogón de la cocina. Así de
limitada era entonces nuestra intimidad familiar en un hogar con cinco
muchachos poco dados a cerrar las puertas.
Sin
embargo, considerábamos que el pasillo nos pertenecía, y no sólo porque estuviese
abajo. Si el primer tramo, más ancho, nos servía de zaguán y desde él
accedíamos a la sala-comedor, nuestra principal estancia; todo el resto lo necesitábamos para ir a las demás habitaciones de la casa. Con razón allí encontraron siempre acomodo la silla
de enea, en la que mi madre se sentaba a coser, y el palanganero junto a la
puerta de la cocina. Arrimados a la pared, descansaban la bicicleta y la caja con
los pedazos amazacotados del casero jabón de sosa junto al saco de las patatas.
Resultaba también la mejor alternativa, cuando salir a la calle era una quimera,
casi siempre por culpa del mal tiempo. Y, con la imaginación que tienen los
niños para estar siempre entretenidos, mi hermano Ignacio y yo lo convertíamos aquellos
días en el territorio de nuestros juegos.
El
suelo del pasillo era de cemento, a excepción de una fila
de encarnadas baldosas de barro cocido, que se pegaba a la pared izquierda. Una
de estas baldosas, muy próxima al portalón de la entrada, aparecía agrietada y
hundida en el centro. Ese insólito agujero nos sirvió de guá en las ocasiones en que nos daba por jugar a las canicas. Nos
acostumbramos pronto a los saltos y los rápidos desplazamientos de los
canicones sobre el duro enlosado. Pero yo eché de menos siempre la cama de
arena que volvía más certeros mis lanzamientos en cualquier hoyo de la plazuela
de San Luis.
Otras
muchas veces, el pasillo se llenaba con las aventuras del lejano oeste
americano. Repetían las escenas que tanto me emocionaban en las tardes de los
domingos en el Círculo Mercantil o en el
cine de don Agustín. Los personajes eran entonces pequeñas figuritas de
plástico o de goma que se vendían en los puestos de la Candonga o la Trini
frente a la tienda de Sinforoso y la droguería Del Castillo. Todas aparecían en
posturas de ataque: unas, a pie sobre las plataformas que las sostenían; otras,
con las piernas abiertas y listas para acoplarse a los caballos. En aquel
tiempo de carencias, fueron muy pocas las tandas
de los domingos que gasté en ellas. Sin embargo, en mi casa reunimos un pequeño
repertorio de aquellos vaqueros, pieles rojas y azules soldados federales. Casi
todos los conseguí al cambiarlos por los santos,
cromos, tebeos, chapas o canicas acumulados tras mucha fortuna y alguna
habilidad que tuve en los juegos con ellos. Durante un tiempo me sentí fascinado
por estos muñequitos.
Así
que, el largo pasillo se convertía en praderas inmensas en las que Ignacio y yo
nos arrastrábamos para empujar a indios y cowboys,
que protagonizaban unas carreras a porfía. Se turnaban en sus papeles de
perseguidores y de perseguidos, sin que variara el raudal de la intriga, aunque
la victoria la consiguieran siempre los buenos. Poníamos sonidos a aquellas
enconadas batallas y los acoplábamos a todo lo que en ellas ocurría. Todavía
resuenan en mi memoria los cascos de tantas galopadas y el guirigay de los
indios, que se mezclaban con el eco seco de los disparos de los wínchesteres, las lamentaciones de los
heridos y hasta el toque de carga del séptimo de caballería.
Cansados
de inventarnos historias y de llevar los diminutos personajes de goma de un
lado para otro, algunos días el juego variaba. Preferíamos en aquellas
ocasiones que las peleas fueran competiciones estáticas y usábamos las chapas
como municiones. Los indios formaban una hilera que ocupaba el ancho del
pasillo y a cinco pasos, otra hilera, pero de vaqueros, se oponían a ellos. Cada
uno de nosotros elegía un bando y disponíamos del mismo número de platillos que
lanzábamos uno a uno, en riguroso turno, contra los muñecos contrarios para
abatirlos antes que cayeran los propios. Como todos nuestros enfrentamientos eran
muy disputados, después de uno seguía otro y otro, y así hasta que las mañanas
iban gastándose camino de la comida del mediodía.
Cuando
el verano se había instalado en nuestro pueblo, mi madre nos prohibía que
saliéramos a la calle después de comer. Temía la calorina de aquellas horas, muy
dañina, según ella, para la cabeza y para nuestros estómagos en plena
digestión. Nos obligaba a hacer la siesta en la alcoba, que unas cortinas
separaban del comedor. Siquiera durante un rato, el suficiente, hasta que
advertíamos sus ronquidos en la cama de al lado. De puntillas nos echábamos
entonces al pasillo, después de accionar con hábil lentitud el tirador de la
puerta para que mi madre no se despertase. Y allí nos refugiábamos hasta que
con la merienda nos llegaba la libertad de la calle. El pasillo permanecía en
penumbra las primeras horas de la tarde. Así lo decidía mi madre. Cerraba el
doble portón y era como si prohibiera al calor su entrada en casa.
La
puerta de la calle era de aquellas que tenían dos hojas de gruesa madera, una
encima de la otra. Durante el día, abríamos y cerrábamos la inferior, mientras
la otra permanecía replegada contra la pared, a excepción de las tardes de
siesta, hasta que al acostarnos la atrancábamos también para defendernos de la
noche. Recuerdo mejor la puerta por dentro que por fuera, acaso por las veces
que contemplé su cara interior durante esas horas de reclusión estival. Por este
lado, unos travesaños reforzaban ambas hojas como si fuesen los renglones del cuaderno
donde hacía los deberes escolares. En ellos me apoyé muchas veces, cuando las
prisas por buscar la calle me impedía perder un minuto en descorrer el cerrojo
que cerraba su parte inferior. Pues nunca tuve la agilidad de mi hermano
Hilario, que salvaba sin rozar esta puerta de un portentoso salto, que aún no
ha dejado de asombrarme. Unas alargadas bisagras oxidadas cosían por entero la
puerta al marco derecho. A la izquierda en la hoja de arriba, la cerradura era
un gigante ojo interrogativo, que una pesada llave de hierro forjado cegaba cada
noche. Y, en medio, desde lo más alto, el indispensable manojo de cantueso,
bendito y reseco, colgaba de un clavo para defendernos de las tormentas.
Mientras
un sol de justicia golpeaba terco el pavimento de la calle, el pasillo en tinieblas
se nos antojaba fresco. Una de aquellas tardes de espera, advertimos algo que
nos sorprendió en la oscuridad: unas extrañas figuras, que crecían y avanzaban
sobre una franja de luz, se dibujaban sobre la encalada pared izquierda. Pronto
averiguamos que se trataba de escenas que ocurrían fuera. Se colaban por una
rendija que había encontrado un hueco entre las dos hojas de la puerta algo desvencijadas.
Muy extraordinario era lo que acontecía en nuestro pasillo ensombrecido, tan
parecido al cine, por más que las imágenes se reprodujeran invertidas. Aquel
fenómeno, que entonces no supimos explicar, sería ya el entretenimiento
favorito hasta que mi madre se levantaba de la siesta y dejaba entrar la luz de
la tarde.
Las
figuras crecían al tiempo que lo hacía la banda luminosa sobre la pared, desde
un minúsculo punto junto a la puerta, hasta alcanzar más de una cuarta dos
metros después y se difuminaban. Entre los personajes que primero desfilaron
por esa pantalla, recuerdo a Delfín, padre de mi amigo Machelino, que parecía caminar de cabeza mientras agitaba los pies
en una pirueta graciosa. El que las personas caminaran cabeza abajo, más que un
inconveniente, se convirtió en el acicate para el nuevo juego que inventamos. Rivalizábamos
en adivinar, antes que el otro, el tipo que aparecía en el renglón de luz, cuya
identidad confirmábamos con su imagen engrandecida, cuando llegaba a nuestra
puerta. En el curso de aquellas tardes pasaron por el pasillo vecinos de ambos
lados de la calle, menguando unos al alejarse, agrandándose otros al acercarse.
El juego se convertía en una competición, y el tiempo de encierro nos parecía así
más corto y la espera de la libertad más llevadera.
El pasillo de mi casa, en suma. Un refugio que nuestra fantasía colmó de ocurrencias infantiles hasta dilatar el espacio más allá de sus paredes. Todavía ocupa una franja privilegiada en la memoria de mi niñez y, como del resto de las dependencias de la casa, hoy lo recuerdo con nostalgia.