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Mi madre decía: “Este chico parece estar siempre inventando”. No sé si
en ese reproche no habría una pizca de orgullo. Como cualquier otro, yo era un
niño curioso. Esa curiosidad me llevaba a una experimentación continua, aunque mi fantasía me arrastrara a
aventuras que, en ocasiones, un ángel de la guarda evitó que se convirtieran en
desgracias.
Pocos muchachos ignoraban entonces lo que era una bomba de carburo, por
más que la mayoría lo conociera solo de oídas, como era mi caso. Pero, ya se
sabe que los relatos son los que mejor alimentan la imaginación de un niño. Y, como en las experiencias de los otros
encontrábamos muchas veces nuestras aventuras, pronto habría de ser yo testigo
de la prueba. ¡Ah! Podéis creerme: no es
lo mismo que te lo cuenten que vivirlo.
¡Ni mucho menos! Y he de decir ya que se superaron mis expectativas, pues el
episodio a punto estuvo de cobrarse bajas de guerra.
Recuerdo
que fue mi vecino Manolo Molina, uno de los hijos de la señora Carmela, quien
nos había contado con más detalle lo espectacular que resultaba hacer explotar
una bomba de carburo. El sabía cómo fabricarlo, porque había presenciado muchas
veces ese prodigio. Aseguraba que nos sorprendería. “Claro que -dijo con mucho empaque- es peligroso. Preguntádselo a Venancín; si no, ¿por qué habría de tener ese costurón en el
lado derecho de la frente? Suerte que el golpe no lo recibió más abajo, pues
ahora estaría tuerto; o en la sien, y, entonces, ya no podría contarlo”.
Casi al final de la calle se encontraba el taller mecánico de Los
Bejaranos. En aquella parte de la calzada la tierra aparecía amazacotada por el
tránsito continuo de carros y tractores. El agua de la lluvia, o la que se arrojaba
desde las casas vecinas, permanecía allí
unos días sin lograr filtrarse. Así que, en medio de un charco frente al
taller, borboteaban unos trocitos de carburo, quizás arrojados después de la
última soldadura autógena a la reja maltrecha de algún tractor. Si mil veces
pasaba por allí, mil veces me fascinaba ese burbujeo que parecía un silbo
afónico. Me agaché y saque varios trozos blancuzcos del agua. Miré a Molina y,
como asintió, comprendí que me había leído el pensamiento, que esa tarde, por
fin, experimentaría lo que tantas veces me contaron
En
nuestra calle convencimos a Machelino,
a Maxi, a Pedrín y, tal vez, algunos más porque éramos un puñado de vecinos. El
teatro de operaciones elegido sería una vez más la era del Reguero, ¿acaso había otro mejor?
El
bote que necesitábamos lo encontramos en los muladares vecinos de la era. Conocíamos
muy bien los montones que se sucedían a
un lado y otro del camino; en ellos se podía hallar de todo, también botes. No
costó mucho dar con el que nos serviría, apenas sin abolladuras, ni herrumbre. Pero,
aún conservaba la tapa. Era como una
lengüeta que alguno desgajó del todo abriéndola y cerrándola con insistencia. Un
clavo de hierro sirvió para que otro perforara la base del bote, sin hundirla, tras
dos o tres eficaces golpes con un canto.
Y nos acercamos a nuestro destino. Era primavera, pero el azul del
cielo, el olor cambiante de la era y la quietud del trigal aledaño con sus
espigas regordetas, presagiaban ya el
verano. Buscamos la zona más próxima al lavadero del Reguero
Molina
se constituyó en jefe de operaciones, los demás cumplíamos sus órdenes. Así que,
excavamos un hoyo, lo llenamos de agua del lavadero y eché dentro los trocitos
de carburo que había traído envueltos en tu trapo. Cubrimos el agua con el bote
boca abajo y lo fijamos al hoyo con
tierra que apretamos a conciencia a su alrededor.
Nos parapetamos tras el desnivel que separaba la era de la explanada con
los pilones de las lavanderas. Más abajo, en los tendederos, las últimas sábanas
tremolaban su blancura al sol. Asomábamos solo la cabeza; ¡qué digo!, los ojos,
tanto miedo nos había provocado Molina con sus relatos tremebundos.
Nuestro capitán encendía ya por un extremo la vara reseca que había
recogido por el camino. Vi como se arrastraba después hasta que la llama
alcanzó el agujero del bote. Se retiró raudo un trecho, hasta quedar a mitad de
camino por delante de nosotros. Conté mentalmente: uno, dos, tres, cuatro cinco,
seis…, siete…, ocho…, y… no hubo nada. Manolo se incorporó precavido; al poco,
se puso de pié más confiado; se dio la vuelta hacia nosotros, encogió los
hombres y la cara dibujó la mueca de no explicarse aquel fallo. Luego caminó hacia el hoyo. Estaba a un paso, y:
¡Boom! La lata voló hacia el cielo, y al estallido se agregaron los gritos de
susto que nos llevamos, mientras escondíamos contra el suelo y bajo las manos nuestras
cabezas.
El
único que permaneció de pie fue Molina. Cuando levanté la mirada allí estaba,
de pie, rígido. ¿¡Se le había erizado el pelo!? No había soltado la vara, la llama titilaba
aún en la punta. De pronto, la arrojó lejos y comenzó a hurgarse compulsivamente,
con movimientos bruscos, un oído.
Tal
vez aturdido enfiló hacia la salida de la era; los demás fuimos enderezándonos
y le seguimos detrás en silencio, extrañados, mirándonos unos a los otros mientras
nos sacudíamos los restos de la tierra y las briznas de hierba prendidas en la ropa. Allí arriba, en
medio de un azul limpísimo, el sol parecía
que vigilara nuestro regreso a casa.
Aunque nunca más fui testigo de otra explosión como aquella, todavía resuena en mi memoria el trueno de la bomba de carburo en la era del Reguero.