Ilustración extraída de "Cuentos y hadas: cuentos para niños" de Julia Asensi
A mis padres
que me dieron la vida,
que me regalaron la suya
toda
Dicen que no quedan recuerdos de los primeros
años. ¿Qué edad tendría en estos que quiero contar? Me hago muy chico cuando me
acerco a ellos. Son estos recuerdos míos los más antiguos de cuantos conservo,
los más inocentes y, después de casi sesenta años, no los he perdido por tan
largo camino. Los evoco como retazos de mi estrenada andadura en la vida, sin
esfuerzo apenas, tanto me he acostumbrado a sus visitas desde entonces. Son los
de mi madre y mi padre, los de la casa donde me crié, y la calle por donde
trastabillaron mis pasos primeros. Allí nace mi conciencia del pasado.
El
más remoto sea tal vez esta
instantánea que ha quedado impresa en mi memoria. Aparece nítida a pesar
de los años en el marco de aquella mañana. Una luz dorada entra desde la calle
a través de los visillos claros que penden del enorme ventanal. Los rayos
trazan líneas diagonales contra el suelo de cemento y el hule de la mesa, y
multitud de motas de polvo se intercalan entre ellos como notas en un
pentagrama. En la salita, mi madre zurce el zancajo de un calcetín, al que da
forma un huevo de madera escondido en su interior. Se sienta en una silla baja
de espadaña entre la mesa camilla, la ventana y un armario que casi toca el
techo. La luna que ocupa la puerta del mueble refleja a la mujer de espaldas,
inclinada sobre la labor, y a una criatura en cuclillas. Miro absorto el retrato
que me devuelve el espejo: el pantalón se abre por la entrepierna y muestra
colgantes esas partes, poco pudendas a tan corta edad, en una posición eficaz y
muy repetida las veces que necesitaba evacuar.
Guardo
otro recuerdo de ese tiempo. Aparezco en él y, también, mi madre.
La
alcoba y la sala de estar las separaba una cortina que tenía la anchura del
estrecho pasillo entre las dos camas. En una de ellas me había postrado aquella
tarde el sarampión. La fiebre convertía el reposo obligado en una pesadilla que iba,
venía y me desazonaba. Esta zozobra me despertó,
pero la calentura, muy alta, se empeñó en que el delirio continuase. Lo que comenzaba
como un cuchicheo apenas audible, dentro de mí se transformaba de pronto en
bullicio creciente provocado por una multitud que parecía llenar la salita. Los
gritos se solapaban y pugnaban por infiltrarse al mismo tiempo en mi cabeza, contra
la que restallaban sin clemencia hasta aturdirme. La angustia me echó de la
cama para conocer lo que ocurría al lado. Retiré la cortina tembloroso, y al asomarme las voces de la sala callaron de súbito. Sólo oí el entrechocar
de las ajugas con que mi madre dibujaba los puntos de un jersey de lana, sin
siquiera la acostumbrada compañía del serial de las cuatro. Apenas duró un
instante. El que mi sorprendida madre tardó en verme tembloroso fuera de la
cama, porque abandonó la labor sobre la mesa y, solícita, fue a mi encuentro.
-Jose, hijo, qué pasa”- me dijo.
Atendió el miedo que, entre escalofríos, balbucían mis palabras; noté la
calidez de su abrazo, mientras me susurraba que en la salita estaba ella sola,
que no temiera nada, que ella me cuidaba. Me metió con delicadeza en la cama; remetió
las mantas y la colcha, no fuera a coger frío, y subió el embozo hasta tapar mi
barbilla. Consideró con la mano la
temperatura de mi frente, se sentó junto a mí y, paciente, esperó a que me
durmiera. Su cercanía balsámica ahuyentó la pesadilla en aquella ocasión.
Diré
ya que, aunque esta imagen de mi madre, cariñosa, entregada a la menor queja
del hijo, forma parte de mi niñez primera, la contemplé en otros momentos más: en
todos aquellos que alguno de mis hermanos o yo enfermamos. También, que la
alucinación de esa tarde se convertiría en una visita recurrente con la fiebre,
hasta que abandoné la infancia. Después, la he soñado alguna vez. No podría
asegurar por ello que mis evocaciones hayan podido evitar el contagio de lo
vivido con unos años más. El sarampión sí lo pasé entonces y parece que
preocupó sobremanera a mis padres. Me enteré mucho tiempo después. Quise saber la
razón del padrenuestro “por las intenciones del niño” que, tras la retahíla de ora pro nobis, ofrecíamos al final del
rosario cada tarde en torno a la mesa camilla. No sin algo de orgullo descubrí
que era por una promesa si salía con bien de aquella enfermedad que contraje
siendo un crío.
Era
esa la estancia principal de mi casa, ora comedor, ora sala de estar, y en ella
pasábamos la mayor parte del tiempo. Así que, poco puede extrañar que el primer
recuerdo que guarde de mi padre lo sitúe también allí. Fue junto al ventanal.
El hueco que ocupaba en la pared era
amplio y profundo. Una pieza de madera tapizaba el alfeizar y debajo un cajón
hecho de tablas entraba y salía del muro terroso. Su interior albergaba objetos
dispares; la mayoría, los cachivaches que iban y volvían en nuestros juegos
infinitos.
Contra
los cristales chocaban a ráfagas las gotas de un día de lluvia. Sin embargo,
los postigos abiertos de par en par de la ventana permitían aprovechar aún
parte de la claridad exterior. Mi padre me había sentado sobre el tablero de
aquella singular mesa y mis pies golpeteaban la madera del cajón en un feliz
vaivén. De esta manera demostraba sin duda la ventura de estar a su lado.
Volteaba sus manos y él me dejaba hacer condescendiente. Sobre una de sus
palmas extendida dejé perderse la mía, que pareció de pronto empequeñecerse aún
más. La giré, admirado de su calidez y de la robustez de sus dedos. Poco me importaron
sus combas uñas irregulares, de cuya base se despegaban, retorcidas como
líquenes, bastas cutículas partidas a trechos. Tampoco, los restos de cemento
que cobijaban, tercos a pesar de los continuos bálagos de agua y
jabón, y que se volverían ya perdurables.
¡Ay, esas manos! Esas manos se me grabaron para siempre. Durante la
infancia entera, y muchos años más protegerían y sustentarían mi vida, también
la de mi familia.
Muy
vieja debe ser la imagen primitiva que conservo de mi calle. Fue antes de que comenzara en el parvulario. Y
por tanto, de que contemplara expectante como, desde la calle Medina hasta la
Travesía de San Luis, iban apareciendo las aceras, y como el cemento recubría
los cantos que aquellos obreros alineaban con destreza sobre carretadas de
arena amarilla, hasta mudar el aspecto de la calzada.
La
conocí de tierra. Acaso sería más justo decir que me acuerdo de ella embarrada,
enfangada de puches. El suelo era un
lodazal. Allí vaciaban sus aguas jabonosas las palanganas, vertían las suyas
los barreños tras fregar los cacharros, o se derramaban la de los calderos
después de limpiar habitaciones y pasillos. Al lado de ellas, acaso caerían
también otras de procedencia, es un decir, más íntima. Lo cierto es que a la tierra
le costaba absorber tanta humedad. No era preciso esperar a la lluvia.
Sobre
el barrizal quedaban marcadas las roderas de la tartana rebrincona de Moronta,
que todas las mañanas nos traía a la misma hora las hogazas de pan. No sé ahora
quien tiraba del carro, si mula o caballo. Pero no he olvidado el renqueante
caminar de la acémila ni sus resoplidos. Y, de pronto, rescato de la memoria el
olor de aquel pan de miga blanca y crujientes rescaños, que guardaba en su
interior una pizca del rescoldo de la tahona.
Creo
ver también un puñado de niños que se persiguen sin importarles las pellas de
barro que levantan; a lo lejos, una mujer sacude briosa la noche pasada de una
alfombra. En un corro, varias otras con mi madre, parlotean a la vez muy interesadas
sin dejar de manotear; mientras, los mandiles atados a sus cinturas parecen
comentar las hazanas que quedan por
hacer.
Aquella
calle y los muros del número 15 de San Luis fueron los escenarios donde se
representó ese tiempo de mi primera infancia. A pesar de mi empeño, solo he
logrado rescatar estas secuencias de entonces. En el limbo de la memoria, donde
descansan los años más tiernos, se debe haber quedado el resto.