*Montaje
realizado sobre una foto aportada por Susi Hernández en la página “Peñaranda de
Bracamonte, fotos antiguas”
De aquellos días y años que viví en la calle
San Luis, diré que nunca faltó un gato en nuestra casa. Todos encontraron su
hogar en el número quince de esa calle. Por su interior deambulaban, dormitaban
o se lamían el cuerpo en su aseo cotidiano. Como las sobras de nuestras comidas
fueran raras, acaso alguna raspa de chicharro o de verdel, encontraban el
sustento en los muchos ratones que nos frecuentaban. Diríase un acuerdo tácito:
nosotros poníamos la morada y los ratones, los gatos mantenían a raya la constante
proliferación de los roedores. A menudo observé a los gatos, recogidos sobre sí
mismos, en una tensión taimada, a la espera de su oportunidad cazadora. De este
modo, nuestro ecosistema pudo mantener siempre el equilibrio.
Recuerdo a varios de aquellos gatos. Al que más, uno que vivió casi toda
mi infancia. Vestía un traje pelirrojo, con vetas oscuras que le recorrían los
lomos y la cara. Alguna vez debió ser joven, pero a mí me pareció siempre
viejo. Cada cierto tiempo desaparecía; al poco regresaba y se acomodaba a la
rutina diaria sin que importara su falta. De una de aquellas excursiones trajo
una herida honda y fea que sus continuas abluciones y el tiempo cicatrizaron. Lo
que tal vez fuera una pelea nocturna por alguna hembra en celo, le dejó para
siempre un costurón que apenas le permitía abrir su ojo derecho. Algunas calvas
que por entonces anidaron en su cabeza y esa fea cicatriz le darían ya un
aspecto siniestro hasta su muerte.
Quise mucho a un gatito gris, al que unas manchas negras salpicaban
desde la cabeza hasta la cola. Llenaban su cara los ojos de un amarillo
verdoso, astutos y vivos. No he olvidado su mirada simpática, ni su inclinación
inagotable a jugar. Corría y corría detrás de cualquier objeto que se moviese,
dando saltos locos, de alegría. Yo jugaba con él sin descanso. Y si no me daba
pereza dejar la calle de mis juegos y los amigos, era porque sabía que en casa
me esperaba mi gato. Se convirtió en el toro al que lidiaba en repetidas
corridas. A ese juego se aficionó tanto como yo. Un retal del cesto de la
costura de mi madre se convirtió en el capote y la muleta de aquellas faenas.
Todavía estoy viendo sus orejitas rectas y erguidas, mientras el gato esperaba
agazapado, alerta a cualquier leve balanceo de la franela. De pronto arrancaba a correr tras el pico de
la tela que yo arrastraba lenta, ostensiblemente. Cuando sus patitas parecían a
punto de hacerse con el engaño, giraba yo el capote para trazar una verónica; o
elevaba la muleta en un pase de pecho. Me divertía su desorientación primera tras
cada encuentro y cómo se revolvía casi de inmediato. Qué simpática me parecía
entonces su cara enfurruñada, contrariada; cuánta determinación en la mirada,
tan embutido estaba en su bravo papel. Los fracasos, lejos de disuadirlo,
volvían más obstinadas las siguientes embestidas. Todo concluía si, en alguna
de aquellas pasadas, ponía mi puño sobre el lomo del animal para simular un
estoconazo. El micifuz se echaba entonces en el suelo, zalamero, esperando mis
caricias. Y así una vez, y otra, y otras más durante tantos días, pues siempre
lo encontré dispuesto.
Una
noche, la cena y el bochornoso calor de julio me tenían derrengado sobre la
acera. En el sopor vi salir al minino de casa y, resuelto, atravesar al otro
lado de la calzada. Sin detenerse, dobló la esquina y caminó por Isabel la
Católica hacia arriba. Era un proceder insólito en él. Esa extrañeza hizo que
me incorporara raudo y corriera en pos del gato. Creía alcanzarlo, cuando se
introdujo en el albañal por donde desaguaba el corral de la casa de la señora
Germana, nuestra vecina de enfrente. Metí la mano y el brazo hasta el hombro por
aquel oscuro agujero, en vano intento. No sé qué suerte de temores me
invadieron entonces. El que más, la posibilidad de no volver a ver mi gato. Lo
llamé: bis, bis, bisito, bisss… Sin
embargo, fuera lo que fuese lo que allí buscaba, le interesaba más que mis
insistentes y cada vez más llorosas llamadas. Permanecí allí mucho tiempo. Hasta
que desde casa me mandaron a la cama. Tuve que desistir en mi espera. Regresé
desazonado y esa zozobra acompañaría mis sueños esa noche. Pero al levantarme,
el gato había vuelto a casa y con sus ansias de jugar intactas. Así que olvidé de inmediato el
incidente nocturno.
Con los días, su atrevimiento se hizo habitual. La última vez fue un
atardecer, cuando aquel malhadado tractor lo atropelló. Qué Inútiles resultaron
mis cuidados y la cama que le preparé junto al palanganero del pasillo. Con su
recuerdo, siento todavía la pesadumbre del dolor que padecería mi gatito.
También, del que debía sentir el niño que yo era al contemplar los ojos
tristes, diría suplicantes, del maltrecho animal. Al poco murió. Así comprendí
que los de su especie no tienen siete vidas. Al menos, no todos.
Contaré ahora otros episodios que protagonizaron dos de nuestros gatos. Tal
vez, debería mejor decir que los protagonizó mi hermano Hilario, pues sus ocurrencias
son las que se me han quedado grabadas a propósito de esos mininos.
Tuvimos
un gato todo negro y brillante, salvo en la tripa y en el hocico, donde el pelo
aparecía blanquísimo, de algodón. Como fuese de cuerpo delgado y de andares indolentes
y desgarbados, podríamos creerlo a punto de quebrarse. Para nuestro regocijo,
Hilario descubrió pronto en él algunas propiedades que refutaban esa impresión:
su flexibilidad y su insólita tolerancia. Todavía no me explico cómo lo hacía.
Tiraba de las patitas del gato hasta desencajar los huesos de sus
articulaciones. Así, descoyuntado e incapaz de sostenerse, permanecía, sin
emitir una queja, tumbado sobre la barriga, mientras con las extremidades bosquejaba
un aspa. Después de un rato, mi hermano volvía a su sitio los huesos
desarmados. El gato, entonces, pegaba un salto y corría bufando por todo el
pasillo como alma que lleva el diablo. Este hecho, aunque reiteradas veces
contemplado, siempre me dejaba estupefacto, y aún hoy sigue siendo un misterio para
mí.
En
la cocina hubo durante años un arcón. Servía de despensa. Mi madre limpió con
afán el kilo de verdeles aquella mañana. Listos para freírlos a la hora de la
cena, los guardó en el arcón. Cargada a la cintura con el barreño repleto de
ropa se marchaba la mujer al reguero. Sería lunes sin duda, pues ese día era el
establecido para la colada semanal. Antes nos encargó que vigilásemos los garbanzos, que no les faltase el agua en el
puchero donde se cocían, no fuera que se arrebataran. Nos amenazó también
contra cualquier trastada que pudiera ocurrírsenos. ¡Qué certera intuición de
madre! No creo que le hubiese dado tiempo a alcanzar la explanada de San Luis y
ya ideábamos cómo llenar aquel tiempo de libertad. El primer plan dio con el
gatito negro en el interior del arcón. Parece que a Hilario le interesaba
sobremanera la reacción del minino después de un rato allí encerrado. Pero las
expectativas no se cumplieron: al levantar la tapa del cajón, el gato no
demostró ningún síntoma de claustrofobia, ninguna prisa por salir; por el
contrario, parecía sentirse muy a gusto dentro, mientras daba buena cuenta del
pescado. De la reacción de mi madre, cuando volvió sofocada del lavadero, no
diré nada: dejaré que la imaginación de cada cual recree la escena que vivimos
entonces.
Del otro gato conservo en la memoria sus últimos instantes en casa.
Aquella noche de junio hacía calor en el
cuarto. La luz se había apagado porque Hilario, imperativo, lo había exigido al
concluir su enésima novela del oeste. Yo trataba de conciliar el sueño luchando
con las angiospermas, las gimnospermas, las monocotiledóneas y las dicotiledóneas,
que se embarullaban en mi cabeza, después de martirizarme toda la tarde
mientras preparaba el examen final de Ciencias Naturales del día siguiente.
Nacho dormía ya a mi lado. La hoja de la ventana había quedado abierta y el
frescor de la noche entraba a través de la alambrera que nos protegía de las
moscas y mosquitos del corral. Por ello, los maullidos del gato se colaron con
nitidez en la habitación. El minino solicitaba de este modo que le
franqueásemos la puerta, después, sin duda, de una de sus correrías por tejados
ajenos. Su insistencia acabó por despertarnos.
Una
mano nerviosa palpó a tientas la pared. Entre las camas, el poste de madera se
pegaba al muro. Por él bajaban entrelazados los dos cables del cordón de la luz,
sujetos a trechos por aisladores de cerámica, hasta el interruptor de porcelana
blanca. El clic de la maneta sonó sobre mi cabeza y la bombilla que colgaba del
techo se encendió. Apenas me dio tiempo a ver a Hilario que, en calzoncillos, abandonaba
ya el cuarto. Me sobresaltó su aspecto furibundo, salté de la cama y fui tras
él. Todo sucedió muy rápido. Abrió la puerta del corral y el gato no tuvo
tiempo de entrar al pasillo. Lo levantó por el lomo con su zurda; asido de este
modo, describió con él dos giros por encima de la cabeza; y lanzó al fastidioso
animal por los aires. Voló por encima de nuestro corral, y seguramente por el
del vecino de la calle Alameda. No lo pude ver: se perdió en la negrura de la
noche infinita de diminutas estrellas y el insistente cricrí de los primeros grillos de ese verano. Pero aseguro que el
vuelo tuvo un largo recorrido. Y, también, que de aquel viaje nocturno no regresó
jamás.
No se si es más importante tu memoria o tu imaginación, pero ambas conjuntadas me dejan boquiabierto.
ResponderEliminarMenudo crack Hilario ;)
ResponderEliminarMuy entretenido (y, como siempre, bien escrito), páter.
Muas!