Hambre, lo que se dice hambre, no pasé de
niño. En mi casa se sucedieron con puntualidad los desayunos, los almuerzos y
las cenas. Nunca faltó la merienda, ni el cacho
con torreznos para espantar la necesidad que me visitaba a media mañana cuando
comencé mis estudios de bachillerato. Quiero decir que mis padres siempre nos
procuraron el alimento, aunque la variedad fuera poca y su preparación sencilla,
sin apenas aderezos: el tazón de leche que migábamos con las sobras del pan atrasado,
y que la achicoria disfrazaba de café; el cocido sempiterno; la onza de
chocolate; los pipos y los verdeles
fritos.
Aún así, jamás desdeñaba los regalos que el campo me ofrecía generoso cuando,
tras el letargo invernal, volvía la vida. Todos los años sucedía lo mismo. Al
inseguro marzo le costaba sacudirse de encima el invierno. Al mes de abril le
daba por llover y sembraba de dudas las procesiones de Semana Santa. Pero
llegaba después mayo y, con el calor de los rayos del sol, se sazonaba la
tierra. Todo cambiaba y el campo se vestía de los colores de una primavera
espléndida. Para entonces, hacía días que mis pantalones cortos se habían
desprendido del tufillo a alcanfor con que mi madre los defendía de las
polillas en el invierno.
El
primero en desperezarse era el negrillo junto a la ermita de San Luis. O, al
menos, eso creía yo, tan cercano estuvo siempre de mis juegos. Todas sus ramas
se llenaban de pámpanos. Nunca he
sabido de dónde les vino aquel nombre, pero así nos referíamos a las hojitas de
un verde claro, con las que se vestían los olmos de mi pueblo durante casi un
mes. Con los años aprendí que esas hojas eran en realidad el fruto de
los olmos. Cada una asemejaba dos alas que cobijaran un pequeño y abultado
corazón. Crecían pegadas unas a otras a ambos lados de los recientes tallos. Y
a mí me gustaba arrastrarlas con los dedos pulgar e índice hasta el término de
las ramitas para llevármelas en manojos a la boca. ¡Qué tiernos me parecían
aquellos bocados! Apenas los masticaba y ya se deshacían, dejando un delicado dulzor
en mi paladar.
Al
poco tiempo me parecía que despertaban los demás negrillos en Peñaranda. Me
acuerdo más de aquellos que, a ambos lados de la carretera, ascendían con sus
primeras galas hasta la plaza de toros como en un desfile. A ellos acudíamos también atraídos
por sus pámpanos. Me contaron que
Pepito de Dios lanzó una piedra a la copa del árbol más fecundo de todos ellos,
y que, cuando esta descendió, le cayó en la cara. Aunque Manuel Molina juró que
el objetivo fue tronchar una rama rebosante de brotes, otros me aseguraron que fue
un nido de jilgueros. Lo único cierto que me quedó de aquella historia fue el
pequeño costurón que siempre conocí junto a una de las aletas de la nariz del muchacho.
A medida
que se gastaba abril, los pámpanos
empalidecían y se arrugaban. Sin la tersura anterior, dejaban de apetecerme. El
último viento del mes los despegaba entonces
de las ramas, para que su lugar lo ocupasen otras hojas, mucho más verdes, dentadas
y nervudas, hasta que llegaba el otoño.
Las malvas se multiplicaban generosas con sus hojas onduladas, que me
recordaban la flanera que andaba por casa. Aparecían por cualquier sitio. Yo
las encontré incluso pegadas a los muros de San Luis. Había que ser pacientes
con estas plantas, dejarlas que florecieran con sus tonos azules y rosáceos.
Después de un tiempo, los pétalos caían y en su sitio aparecía una cestita que
contenía un panecillo. A los niños y
niñas de la calle nos gustaba sentarnos en la piedra de la cruz, junto a la
puerta de la ermita, para comernos esos panecillos, después de retirar las
hojitas que los envolvían. Así conservo esta imagen, indeleble, en mi memoria.
La
primera vez que comí hojas de acedera fue en mi casa. En medio del corral se asentaba
una pila junto al brocal del pozo, ambos de un granito que la intemperie
inmisericorde y el uso de muchos años habían desgastado. En la pila vi a mi
madre lavar unas hojas alargadas como puntas de lanzas; con ellas preparó más
tarde una ensalada que acompañó el cocido del mediodía. Tan grato me resultó su
agrio sabor, que pronto aprendí a distinguir esta hierba en la era del Reguero,
en las lindes y en las cunetas de los caminos cuando el campo verdecía con el
buen tiempo. Todavía hoy podría distinguirla
entre tantas especies con las que podría confundirse.
A
veces, y por unos días, cogía por rutina buscar acederas a la salida de la
escuela. Sabía dónde encontrarlas, siempre agrupadas en unos peculiares corrillos
de empinadas hojas. Elegía las largas, sin mácula. Me acercaba al lavadero y
dejaba que el hilillo del caño, que llenaba el pilón superior, las bañara una a
una y las refrescara del sol del día. Las apilaba concienzudo, para que ninguna
sobresaliera de las demás. Después, me las comía mordiendo el montoncito poco a
poco, para degustar así mejor todo su ácido jugo. Y esa sensación me acompañaba
ya en toda la tarde de juegos.
El
sabor de las acederas lo descubrí también en un arbusto. Recuerdo esta planta enmarañada entre las
columnas y las verjas que descansaban sobre las vallas que encerraban el patio
de la iglesia de las Carmelitas. O colgando de los muros de La Bombilla que don
Agustín tan bien había acondicionado en el paseo de la estación. De los tallos
alternaban hojitas como corazones afilados, y al masticarlas encontraba su
acidez suave, algo insípida. También recuerdo ver a esta enredadera trepar por
las paredes de la Viguesa. En aquel lado en el que una hornacina guardaba una
virgen, y que durante todo un verano se convirtió en lugar de peregrinación
para los peñarandinos. Se proclamó que la imagen se movía al caer la tarde. A
mí me lo pareció una noche, después de un rato mirándola con fijeza. Aunque pudo ser imaginaciones mías, tanto me habían sugestionado las convicciones de
los demás.
A
mi pueblo le rodeaba una campiña que la primavera volvía magnífica: las tierras
se sucedían en una combinación hermosa de verdes cultivos y algún barbecho pardo.
El paisaje me parecía tan extenso, que los ojos se agotaban y presentía que
quedaba todavía más horizonte tras los rayos que reverberaban al mediodía. Los
días se alargaban más y más. Eran las tardes en que a mi padre, después del
trabajo, le daba tiempo de ir por arritas
para los conejos. Apenas se ponía el sol, y le veía venir calle abajo, los
racimos de flores violáceas, salpicadas del añil de algún aciano o del rojo de
una amapola despistada, colgando a los lados del soporte de su bicicleta.
Con el mes de junio los cebadales semejaban inmensas olas de rellenas y
bamboleantes espigas. Aunque abultados, los granos todavía verdes, permanecían
blandos y frescos. Era así como nos gustaban a todos. Yo prefería las espigas
más granadas y de seis carreras. Contra la palma de la mano tronchaba sus
barbas enhiestas a ras de los granos más extremos. Por ellos empezaba a
desprenderlos de su vaina con movimientos automáticos para llevármelos a la
boca, hasta que, pelados los últimos, quedaba desnuda la espiga, convertida en
su esqueleto. Y después, vuelta a empezar con otra, y con otra; pues nunca me
conformé con una.
En
aquellos años, entre cebadas y trigos se intercalaban no pocos campos de
garbanzos y de algarrobas. Estos cultivos me atraían de forma especial, más
incluso que las espigas. Sin embargo no resultaba tan fácil acceder a ellos. Tal
vez fuera porque se prodigaban menos y se encontraban más lejos, lo que
requería planear de antemano ir a por ellos. Quizá, porque creíamos la
presencia del Antolín más cierta en
aquellas tierras. Era tan grande el temor a ser sorprendidos por el guarda que,
en aquellas excursiones, no cejábamos ni un instante de escudriñar los
alrededores. Así que, llenos de incertidumbre, arrancábamos las matas y salíamos
pitando, sin dejar de correr hasta sentirnos seguros en territorio amigo: el Reguero,
San Luis o la acera junto a casa.
Todavía
con el resuello entrecortado despojábamos de sus vainas las semillas y, entre
sonrisas y miradas cómplices, las paladeábamos. Más tiernas las algarrobas,
rollizos y sabrosos los garbanzos. La cáscara alargada de la algarroba escondía
varias semillas aplanadas y suaves. Dentro de las envolturas encontraba uno, a
veces, dos garbanzos arrugados, como encogidos, pero blandos y salados. Poco a
poco, las matas perdían sus colgaduras y en nuestro derredor quedaban las fundas
abiertas y vacías. Al terminar con los garbanzos gustaba de lamer la sal que
quedaba en mis dedos, por más que la sensación de sed no me abandonara ya en
todo el día.
Pronto el campo amarilleaba con la llegada del verano. Al arrebatar su
frescura, también iba llevándose parte de mi interés por los garbanzos y las
espigas, hasta que aquel antojo se confundía ya entre las mieses agostadas por
el calor.
Los
días eran ya menos calurosos y presagiaban un inminente otoño. La búsqueda
azarosa de aventuras o alguna ocurrencia nos llevaba de allá para acá. No
quedaba lugar sin explorar: los embarcaderos del tren, las Pocillas, el Inestal,
la plaza de toros… Al otro lado de la carretera, frente a la plaza de toros, el
ventorro, un viejo y abandonado caserón, fue en ocasiones el castillo de
nuestras fantasías. Cuando el juego decaía con la tarde, cruzábamos a la otra
orilla del camino que bajaba a Cantaracillo para coger escaramujos y majuelos.
Los rosales silvestres y los espinos se enmarañaban con otros arbustos formando
atiborrados zarzales que cercaban toda la finca.
Para poder saborear a gusto la envoltura roja de los escaramujos, me
cuidaba de extraer antes los huesecillos y la pelusilla de su interior. Sin esa
limpieza no se me ocurría comerlos, no fuera a pasarme la noche entre picores,
según contaban. Cuando la cosecha era grande, me gustaba ensartar los
escaramujos con el hilo de bramante que mi padre guardaba en la caja de las herramientas.
Lucía entonces collares y pulseras, convertido por unos días en un comanche.
Los majuelos parecían rojas manzanas enanas. Entraban más por los ojos que por el gusto. Aunque buscara en ellos el sabor de la fruta, encontraba mucho hueso y escasa e insípida pulpa. Pero, como todos, me llenaba los bolsillos. De regreso a casa, casi con desgana, los comíamos como pipas y escupíamos los cuescos mondos al firme de la carretera.
Los majuelos parecían rojas manzanas enanas. Entraban más por los ojos que por el gusto. Aunque buscara en ellos el sabor de la fruta, encontraba mucho hueso y escasa e insípida pulpa. Pero, como todos, me llenaba los bolsillos. De regreso a casa, casi con desgana, los comíamos como pipas y escupíamos los cuescos mondos al firme de la carretera.
Estos serían los últimos regalos del campo del
año. Al poco, volverían los vientos y las lluvias desapacibles del otoño. Con
los días cortos, llegarían los primeros fríos. Y los niños cambiábamos también de
hábitos para adaptarnos al largo invierno y a la oferta de los puestos de pipas
y caramelos bajo los soportales de la plaza.
Me ha encantado, ¡qué chucherías tan sanas! :))
ResponderEliminarcada día me gusta más leerte!!! Muy bueno papi!!
ResponderEliminarHe tardado pero al final lo he hecho. No había prisa: lo describes tan bien que el tiempo se ralentiza, se detiene, incluso consigues que retroceda y me transporte a tu niñez. Confío en que a ti te suceda parecido, porque si yo lo he disfrutado sintiéndome protagonista, no puedo alcanzar a imaginar tus sentimientos habiendolo sido de hecho.
ResponderEliminarGracias.
1beso, páter.