En los años que pasé en
el Instituto tuve muchos profesores; los más permanecieron todo ese tiempo; algunos
llegaban y no volvían al curso siguiente. Me acuerdo de dos de
estos últimos, aunque haya olvidado sus nombres.
Al
que nos daba Historia, alguien le bautizó como Florines; y, como veis, con ese mote se quedó entre nosotros hasta
hoy. Desde la primera, sus clases se convirtieron en una función. Podía haberse
debido a sus explicaciones muy ambientadas; tan amenas, que me trasladaban a
otras épocas, más allá de batallas, fechas o personajes históricos. Pero, no.
Descubrimos pronto al pusilánime que se escondía tras su erudición y sus gafas
de estudioso, pues carecía de la firmeza necesaria para lidiar con el grupo de
bárbaros que formábamos por entonces. Perdió el pulso inicial que le echaron
los más díscolos y, por ello, su autoridad para con todos los demás. Si uno le
provocaba, fingía un enfado que no creíamos; la recriminación la empañaba de
inmediato una sonrisa mal disimulada, mientras se atusaba la nariz y la boca
repetidas veces. Yo maliciaba entonces el espectáculo. Se acercaba el profesor
con poses taimadas al pupitre del alumno, y este, con muchos aspavientos, se
levantaba para colocarse detrás de la silla. Ya podéis imaginar los amagos para
pillar y para escapar, en un vaivén que se repetía en torno a la mesa. Cuando Florines parecía alcanzarle,
el alumno lo esquivaba y corría entre las filas de pupitres perseguido por el
hombre, que, desquiciado, tropezaba con las zancadillas que otros le ponían. El
alboroto debía llegar hasta la conserjería, pues todo concluía con los
contundentes mandobles que, al poco, nos repartían el señor Joaquín o el señor
Manolo, el Lagarto, atribuyéndose
para sí la función de antidisturbios. Para esa hora, la clase estaba ya perdida.
A
veces ocurría que un profesor, todavía en el Instituto, dejaba de impartir una
asignatura y era reemplazado por otro. Es lo que sucedió en cuarto curso,
cuando a don Manuel Herrero le sustituyó el nuevo profesor de FEN. Solo me dio
clase ese curso, el último de los que estudié en el Centro, y no me he olvidado
de él, como sí ocurrió con tantos otros. Os diré por qué.
Me
atraía la marca plana, redonda, como de un preciso martillazo, entre sus cejas;
un estigma, del tamaño de una perra gorda, del que no podía apartar mis ojos
mientras el hombre nos hablaba. Esto, de por sí, podía ser suficiente para
acordarme de él. Pero otro motivo más poderoso, más indeleble que la señal en
su frente, lo ha retenido en mi memoria y, seguro, en la de mis compañeros de
curso.
El
profesor de FEN venía a diario en su coche desde Salamanca, por lo que no es
extraño que se retrasara aquella mañana. Muchos charlábamos, algunos garabateaban
en el encerado, y, así, cada uno entretenía la espera. Llegó el profesor y buscamos
nuestros pupitres. El señor apenas dio dos pasos, pues, fue mirar la pizarra y frenarse
en seco: el dibujo de la guillotina francesa, a la que coronaban una hoz y un
martillo entrecruzados, le había paralizado. Ni yo, ni la mayoría sospechábamos
por entonces la provocación; pero el ingenio del pintor debía comprender la
afrenta de aquellos símbolos para un hombre de Falange Española. Lo cierto es,
que, al volverse, vi como empalidecía el martillazo de su entrecejo en medio
del rostro, que el furor teñía ya de un rojo alarmante. Ni una sola palabra
dijo. No hizo falta. Desanduvo los dos pasos y salió de una clase reducida al
silencio.
¿Cuánto tardó en volver? El tiempo que necesité para barruntar los
peores presagios. Vino acompañado de don Julián, el jefe de estudios. Como este
se inflara con tantos resoplidos, me pareció más corpulento que otros días. Se
enfrentó a la clase con los brazos en jarras; mientras nos miraba, elevaba un
hombro, luego, el otro, en un tic
repetido que me sobresaltaba; y, entre las muchas ráfagas de indignación que
lanzaban sus ojos, alguna debió alcanzarme certera, pues, sentí un fuerte
retortijón en la tripa.
-¡¿Quién…
de ustedes… ha pintado esto?!- quiso saber, y pareció que le crujieran los dientes.
Nadie respondió. Todavía escuché la misma pregunta, cada vez más
perentoria, dos o tres veces, y el mismo silencio. Para entonces, don Julián evidenciaba
su fastidio. ¿Qué le contrariaba más, el provocador dibujo en la pizarra o nuestro
mutismo que parecía una conjura contra su autoridad?
-¡Todos al pasillo!- gritó.
En
un rincón, entre los servicios de los alumnos y la escalera al primer piso,
estaba el aula, como escondida, alejada de las demás. Quien quiera que aquella
mañana nos contemplara enfilar derrotados el pasillo central, pensaría que nos
pesaba nuestro destierro, tan cabizbajos íbamos colocándonos de espalda a la
pared en dos hileras simétricas de cariacontecidos. No sé cuánto hubiera durado
el paseo, arriba y abajo, del jefe de estudios, sin ese ataque de tos que le
hizo carraspear hasta tres veces y escupir las flemas en el pañuelo, como era
su costumbre. Con mucha parsimonia dobló el pañuelo y lo guardó en el bolsillo
del pantalón. Tal vez durante ese intervalo decidió cómo actuar. Y nos espetó
lo que sería un ultimátum:
-Así
que nadie ha sido, ¿eh?
Nos miramos unos a otros sin apenas levantar
la cabeza y en todos atisbé una firmeza contagiosa. Acaso don Julián imaginara
el mismo silencio que le dimos en clase, porque no dejó tiempo para la
respuesta. De inmediato sonó la primera bofetada, y después restallaron otras,
una por barba, que se repartieron en las dos filas. Y allí, de pie y con un carrillo
encendido, nos abandonó en el pasillo por toda la mañana. Luego llegó la tarde
y el día siguiente, y el otro. Todas las horas de esos días fueron como la
primera, muchas veces repetida: la pregunta, la callada por respuesta, la
expulsión al pasillo y la ristra de tortazos. El grupo que yo conocía
bullicioso, había perdido de pronto las risas. También, las palabras. Por eso adiviné, casi desde el
principio, que nuestra actitud silente había de prevalecer a los guantazos y a
cualquier forma de castigo; que no habría culpables, ni delatores. Unas
jornadas, tres o cuatro, tardó el jefe de estudios en convencerse también de
ello. Hasta que capituló. Aquella última tarde, tosió con violencia, escupió el
previsible gargajo en su pañuelo arrugado, y nos mandó definitivamente a clase.
***
Los dos accidentes se produjeron en un lapso de pocos días. El curso
había terminado antes, sin que pueda precisar cuánto, porque la luz y los
calores del verano parecían llevar con nosotros desde siempre. Los dos accidentes,
uno trágico, ocurrieron en la carretera. Dos de mis compañeros de cuatro años
de bachillerato sufrieron las consecuencias cuando disfrutaban del ansiado
verano de vacaciones.
La
casualidad quiso que mi madre eligiera esa tarde para que don Andrés firmase el
certificado médico que requería el Seminario, donde, por fin, continuaría mis
estudios el curso siguiente. La consulta que tenía el doctor en su casa de la
calle Nuestra Señora, la ocupaba a esa hora, y por un buen rato, un accidentado.
Los quejidos nos llegaban cercanos a través de la puerta entreabierta de la
sala de espera. La curiosidad, y el morbo, ya está dicho, hicieron que desde
allí atisbara la consulta, donde el médico parecía suturar la nariz de un
muchacho doliente, al que no reconocí, por la sangre que cubría los ojos y la
cara toda.
Más tarde me enteré que un camión había atropellado a Ángel Carabias
cuando montaba su bicicleta cerca del cruce a Mancera. Supe que el golpe le
fracturó algún hueso. El tiempo todo lo cura, se dice; y Ángel pudo contarlo.
Sin embargo, el rostro conocido cambió con la nariz disminuida por el costurón
que el médico cosió la tarde aciaga que ambos coincidimos en casa de don
Andrés.
Peor suerte le esperaba en la carretera de Macotera a José Manuel: el
vehículo que lo atropelló le arrebató la vida, cuando la adolescencia invita
más a vivirla. Debieron contarme cómo ocurrió todo, pero olvidé pronto los
detalles, porque nunca quise quedarme con ellos. Fue mi compañero de pupitre,
sus apellidos Martín Corral, a los que seguían en las listas diarias los Martín
Díaz míos, nos acercaron en clase aquellos años de estudios.
A
Carabias lo vi a menudo, casi cada vez que regresaba a Peñaranda.
José
Manuel se hizo el encontradizo en muchos sueños. Y, de tarde en tarde, del baúl
de los recuerdos saco el suyo para volverlo
a la vida en mi memoria.
Con
tal sino acaban mis recuerdos del Onésimo Redondo -no he vuelto a sus pasillos,
a sus aulas, a sus talleres-. Estos sucesos salpicaron de aprensión las
vacaciones, y agradecí más, si cabe, dejar el que fue mi instituto. Las
desgracias, tan inexorables, acaso ayudaran también a despojarme de lo que
restaba del niño que había sido.