El
mes de mayo es un mes florido, claro y luminoso; un mes que dedicábamos a la
Virgen. Me parece que entro en el instituto y a mi izquierda, contemplo todavía
el pequeño altar que se alzaba al fondo del amplio pasillo. ¿En qué momento nos
acercábamos al altar y dejábamos nuestras flores de papel a los pies de la
imagen de María? ¿En qué clase habíamos escrito las ofrendas que se guardaban
entre sus pétalos? Sé que formábamos dos hileras, que se movían hacia el altar mientras
cantábamos con voz engolada: Venid y
vamos todos, con flores a María, con flores a porfía, que madre nuestra es.
Seguro que me creéis si os digo que nunca entendí lo de las flores a porfía.
Nadie
me explicó por qué hacíamos fiesta precisamente el día de san Fernando. Todavía
no lo sé. A Fernando III el Santo le conocía desde la escuela, y se me
representa sin esfuerzo sobre un caballo que cocea a un moro derrotado. Lo
cierto es que el 30 de mayo todos íbamos de excursión, por ejemplo, al río San
Pedro. Al parecer, de esa manera despedíamos las clases por ese curso y nos
tomábamos un respiro antes de los exámenes finales de junio. Así que ya podéis
imaginarnos enfilando la carretera de Macotera en medio de bromas y canciones
que todos coreábamos. Las deportivas y los pantalones cortos era el atuendo más
repetido, que para eso íbamos al campo.
Tal
era mi contento que, desde el primer paso, supe que el sol dorado nos
acompañaría hasta el regreso; ya por el camino se entretuvo tostando las
primeras espigas maduras de cebada; abrillantaba el verde de las cunetas; volvía
más rojas las amapolas que jugaban al corro, aquí y allá, entre los trigales. Hasta
el cielo quiso vestirse de azul para todo el día. A uno y otro lado, mientras
caminaba, el paisaje se me ofrecía inabarcable. Era un camino que yo había
hecho, y que volvería a hacer muchas veces más, un día andando, otro en
bicicleta; casi siempre buscando un baño imposible en algún remanso, donde el
hilo del agua se acumulaba con desgana a la sombra del aliso o del fresno, y
que apenas refrescaría mis canillas. Pues es lo que tenía ese río, el único que
considerábamos nuestro, que no llevaba agua cuando más nos hubiese gustado: en los
veranos de Peñaranda, siempre tórridos.
A
finales de mayo como estábamos, aún pude chapotear un buen rato con mis
compañeros hasta enturbiar el agua, mientras llegaba la hora de comer. En eso
consistió el primer baño del verano. La caminata, los juegos y tanta
salpicadura me abrieron el apetito, al que vino a aderezar el inconfundible
olor a paella. La pila de troncos y ramas secas, apilada en la explanada, había
mermado mucho. La parte que faltaba era ahora la brasa sobre la que se
calentaba una paellera soberbia. Las cocineras del instituto descargaban en ese
momento el arroz, que iba ocultando el refrito y los tropezones de pollo; y en el
aire se mezclaron sus aromas con los que desprendían el tomillo salsero y
alguna mata de espliego. Poco después, cada quien con sus amigos, se sentó a
comer con ganas lo que encontró en el respectivo plato de plástico. Yo
aseguraría que lo alterné con unos buenos bocados del generoso pedazo de pan
blanco que me tocó en el reparto.
Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Carmen Jiménez del Castillo.
A mis hermanos les oí a menudo hablar de los
talleres; pero ni su entusiasmo ni sus habilidades encontraron en mí el mismo
acomodo. Así que, lo diré cuanto antes: pasé por aquellas clases con más pena
que gloria; y, como cada taller ocupaba un trimestre, en su sucesión encontraba
algo de consuelo. Os contaré ahora algunos recuerdos que me quedaron de ellos.
Don Alfredo alternaba el taller de mecánica con las clases de
Tecnología. Si en el taller jamás logré que las paredes de dos piezas de hierro
ensamblaran como debían, en el aula el tedio se apoderaba de mí en cuanto la
voz monótona y casi inaudible de don Alfredo explicaba la lección del libro de
Tecnología. Como siempre andaba falto de sueño, aquellos susurros me acunaban y
no me enteraba de nada. Me sobresaltaba de pronto el golpe seco de una tiza al
chocar contra un pupitre o contra la cabeza de cualquiera que el hombre descubriese
distraído; y, ante la cara de pasmo del agredido, le gritaba ¡bobote!, y de esa manera rompía su insufrible
monserga y me espabilaba un rato. Del taller, me desagradaba todo: el olor a
lubricante, el agudo repicar de los martillos sobre las piezas metálicas, las
limaduras que se prendían de la ropa. Mucho más, las denuncias constantes a la
que me sometían la escuadra y el calibre por mi impericia en aquel aula que
llenaban tornos y la fresadora; y es que, por más plana que movía la lima sobre
las piezas, siempre ocasionaba un rebaje incorrecto en alguna de sus caras,
para mi desánimo.
El
maestro del taller de carpintería era don José Luis. Espigado y con bigotillo.
Dábamos las clases en un aula amplia. Entre un puñado de enfiladas columnas, se
asentaban los bancos de carpintero, cada uno con su repertorio de cepillos,
garlopas, formones, gubias, serruchos y martillos. ¿Por qué mis piezas tenían siempre
curvaturas y por qué nunca encontraba el modo de evitarlo, o corregirlo? Eran
preguntas que me abrumaban entonces. Cuando el maestro miraba de perfil mi
paralelepípedo, temía siempre su recriminación: “¡Esa madera tiene alabeo!”. Aún
fui mucho menos afortunado con las ensambladuras, ya fueran a caja y espiga o a
cola de milano. Y ese recuerdo permanece. También mi desesperación por el del
montón de seguetas que gasté en los trabajos de marquetería. Me echaba a
temblar si el dibujo en la chapa de madera exigía algún calado, por simple que
fuese. Para romper esos pelos si me daba maña, sí. Tampoco he olvidado el olor
inconfundible que impregnaba el aire que siempre respiré allí; tan intenso, que
hasta el nombre de pila del profesor mudó por el de maestro Viruta, que ya le acompañaría siempre.
El taller
más luminoso era el de electricidad. Acaso porque la claridad toda del patio entraba
por las ventanas, que daban al sur. Además, supongo, porque el maestro
electricista me cayó bien desde el principio. De trato amable y sonrisa
pronta, el antojo rosado en la mejilla humanizaba a don Andrés Vaquero hasta
parecerme más asequible que los otros profesores. Y, si en un taller encontré
algún entretenimiento, sin duda, fue en el suyo. Diré que, en ocasiones, me
creí un orfebre con los alicates de punta redonda, aunque se me atragantaran
las filigranas ensortijadas con que remataban todos los trabajos de
manualidades que hacíamos con alambre. Como los demás, construí circuitos
eléctricos sobre una madera sembrada de puntas, y de uno a otro de estos postes
saltaba el tendido de cobre. En algún lugar se situaba la pila de petaca, en
otro, siempre entre dos puntas muy juntas, una chapa simulaba el interruptor. Qué
satisfacción si al accionar esta llave se encendía la bombillita donde concluía
el cableado.
Pero, ¿en qué circuitos logré más alegrías, en los de en serie o
en los de en paralelo? Cómo voy a saberlo, si ya no recuerdo cuáles eran unos u
otros.
Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Paco Ruano.
Jose, me parece tan real, tan detallado, que me hace volver sin remedio en el tiempo y colocarme en el taller del "Viruta" o de "Poco espíritu" con los mismos olores y sensaciones que comentas, o en la apetecible Paella del día de San Fernando, aunque eso lo ubico mas bien en Arauzo.
ResponderEliminartodo muy bien explicado y detallado, como que parece que estoy fundiendo fusibles y demás cosas, eso en electricidad, en carpintería a hacer virutas una pieza de madera y mas tarde hacer uso del gramil y que las colas de milano encajaran perfectamente y en mecánica dándole a la lima hasta que la superficie quedara plana lo que suponía un gran esfuerzo, pero amigo se te olvida las grandes sesiones de palin haciendo hoyos para los arboles en el campo de trabajos for......... llamado el "pradorno" con el sr Alfredo como guardian y sabueso de don Casimiro, pero bueno esos son recuerdos, por cierto algunos muy buenos
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