Montaje sobre una recreación del Campo de fútbol "Pedro Gil" realizada por Kiko García.
Don Manuel Herrero de
Francia fue el profesor de FEN algunos cursos. También, de Gimnasia; bueno, de Educación
Física, lo mismo da. Pero me quedan tan pocos recuerdos de sus clases, que
podría decir que no existieron; si existieron me acordaría, pues desde pequeño me
gustó el ejercicio. Eran lo más parecido a un recreo. Ya sabéis: tomad un balón
y a darle patadas al patio. El patio era el campo de fútbol Pedro Gil, vecino
del instituto. Y no es que esa alternativa me disgustase, no se vaya a creer. Pero
éramos muchos, y aquellos partidos me parecían poco serios: sin alineaciones,
ni árbitro, ni siquiera rivalidad. ¡Qué diferentes de los que disputaba con mis
vecinos de San Luis en la era del Reguero! Claro que, muchas noches de entonces,
soñé con el soberbio gimnasio que conocí en la primera planta, encima del
taller de carpintería. Y tuve que conformarme, al despertar, con el regusto de
las tablas de ejercicios, de los saltos en el potro y las volteretas sobre el
plinton que ejercitaba en mis sueños.
Doña Elvirita vivía al lado de Don Andrés, mi
médico de cabecera; no tenía más que cruzar la calle para asistir a la misa de
las Jesuitinas, en la calle Nuestra Señora. Con ella imagino que aprendí a
distinguir las clases de palabras, y a clasificarlas a fuerza de análisis
morfológicos; o, qué palabras eran el sujeto, el verbo y los complementos en
las oraciones que debía analizar sintácticamente. Si me esfuerzo un poco, acaso
resuenen todavía los versos de aquel moro, Abenámar, que había nacido cuando la
mar estaba en calma y la luna crecida, que recitábamos en sus clases de Lengua
y Literatura, hasta aprenderlos de corrido. Pero su empeño por la letra no lo
he olvidado, y a su machaconería le debo los rasgos claros y regulares que
acompañaron mi escritura de muchos años. Todavía me parece tener delante los
cuadernos de dos rayas, en los que cada noche debía copiar un texto hasta
completar una plana. De pastas marrones, me agradaban los salmones, los
ciervos, los lobos, las ardillas que en el río, el bosque o la pradera
ilustraban la portada. Aprendía cosas de ellos en el texto de la contraportada,
que se encuadraba siempre en medio de la misma selva, con el mismo elefante, la
misma serpiente y el mismo buitre
leonado.
Doña
Elvirita tenía gafas y era una solterona muy estirada.
Un curso, al menos, aprendí a fabricar
objetos de papel. Fue don José Luis Jiménez quien nos enseñó papiroflexia.
Podéis creer que reproduciría, si me lo propusiera y casi de forma automática, las dobleces de
los barquitos, sombreros, soplillos, aguaderas, aviones que hacíamos en la
clase de Trabajos Manuales. Claro, estos eran los más fáciles. Por eso, desde
entonces, los he repetido cientos de veces; y, en casi todas las ocasiones, para
sorprender a mis hijos cuando eran pequeños, o para buscar una sonrisa de algún
vecinito. Otras figuras eran muy complicadas. A mí me gustaban sobre todo las
pajaritas de papel, aquellas que si tirabas de la cola, movían sus alas
encorvadas. Pero, ¡ay! esas, olvidé pronto cómo se hacían.
El
dibujo artístico debió dar pronto paso al dibujo lineal. Para esta clase
subíamos a la primera planta. Me agradaba el aula a la que acudíamos, vecina
del salón de actos. De su mismo tamaño eran los ventanales que en hilera
ocupaban la pared de la izquierda, aunque libres de cortinas, para que toda la
luz de la calle entrara abundante. Por sus diáfanos cristales escapó mi
imaginación tantas tardes, más allá del descampado, que la Gasolinera de Mora y
el cuartel de la guardia civil flanqueaban, y de la era de don Aresio. Sí,
mucho, mucho más allá…
A menudo me llevaba el trabajo de dibujo por
terminar a casa. ¡Vaya!, siempre me pasa que, al recordarlo, se cuela de rondón
la lámina que un borrón de tinta echa a perder. Y, detrás, viene mi madre, ¡pobre
mujer! Lo vais a entender: un pliego de papel de barba, aquel que al trasluz leías
Guarro en una marca de agua, costaba
todo un duro en la librería de Coll. Es cierto, se sacaban de él cuatro
láminas. Pero pedir cinco pesetas cada poco a mi madre desataba siempre el
mismo drama. Sus lamentaciones, su desesperación al desprenderse de la moneda
me recordaban cuán estrecha era nuestra economía familiar, y todavía hoy me
aplasta el peso de la culpa como lo
sentía entonces. ¡Ay, madre! No he conocido a nadie que economizara de tan poco
con tu eficacia, siempre a fuerza de mil privaciones.
Las clases siempre me agobiaban. Debería decir más bien, que el agobio
me lo producía el temor a que me preguntasen la lección, a que me sacaran a la
pizarra y mi mente se bloqueara delante de mis compañeros. Cada clase suponía
un tema nuevo que estudiar para el día siguiente, un puñado de ejercicios que
resolver en casa y poco o nada de tarde libre. Solo una contingencia podía
aliviar esa carga. A veces, y por sorpresa, se producía el milagro: una proyección
de diapositivas. Con qué alivio abandonaba entonces el aula; había que recorrer
el pasillo que rodeaba el patio interior, hasta llegar a las cocinas y el
comedor, donde almorzaban los compañeros que venían de los pueblos vecinos,
cuyas ventanas miraban a la Plaza Nueva. Poco me importaba que las imágenes
explicaran como se reproducía o se alimentaba una ameba, la clasificación del
mundo animal o el principio de Arquímedes. Tampoco que aquellas sesiones las
rematara siempre una colección nueva de diapositivas que protagonizaba Don
Bosco. Muchos no sabrán quién era Don Bosco: un sacerdote, siempre rodeado de
jóvenes hispanoamericanos, que por sus sonrisas parecían sentirse muy contentos
con él. Pues, eso. Que lo que me convenía en realidad era que nos demoráramos
allí el mayor tiempo posible. Aunque me pareció en todas las ocasiones breve,
tan solo el que evitaba la clase de Matemáticas, o de Cultivos o de cualquiera
otra asignatura.
Eran los años en que rezos y ritos de iglesia
se acomodaban a cualquier situación. Lo viví en la escuela, y después, en el
instituto. Los calendarios teñían de rojo las festividades religiosas, y entre
tantos nombres que cabían en el santoral, algunos se significaban de vez en
cuando para aligerarnos de las clases a cambio de celebraciones. Ahora voy a contar varias de ellas, tal como mi
memoria las ha guardado.
A
nada que observaras como crecían los días, adivinabas la primavera detrás de la
esquina. Más, cuando al estrenarse marzo, el instituto organizaba la festividad
de santo Tomás de Aquino. A todos nos contagiaba el trajín que se montaba en el
salón de actos con los preparativos de las obras de teatro de ese año. Me
acuerdo de “La Venganza de don Mendo” en la que intervino mi hermano Hilario,
pero he olvidado los títulos de las otras obras que se representaron por
entonces; ni siquiera recuerdo el de la única en la que me dieron un papel.
Tampoco de qué trataba. Conservo solo el entusiasmo con que dibujamos los
decorados que acompañarían cada escena y lo que me costó retener el puñado de
frases que había de soltar sobre el escenario; el montón de veces que las
repetí en los ensayos, en la calle, en mi casa y en mis desasosegados sueños de
las noches previas.
He
visto muchas veces una foto en la que nos mezclamos los actores de las dos
obras de aquella tarde para recibir los aplausos del público. Y si he de
creerla, diría: “Parece que todo salió bien”
No estuve en mi bachillerato en Peñaranda, por eso tus recuerdos no despiertan los mios, si recuerdo a Doña Elvira (Elvirita) para los vecinos, vivia frente a mi casa y más que estirada (era un pelin agachada), era antipática a sacos.
ResponderEliminarMe gusta tu prosa, por eso no dejo de leerlos.
Yo si viví en primera persona todos esos recuerdos de Jose Antonio, aunque algún año mas tarde. Que razón tiene, por cierto, tu comentario sobre la antipatía natural de Dña. Elvirita
ResponderEliminar