¿Fueron sólo aquella división por una cifra y
el dictado? Puede que la Prueba de Ingreso incluyera algún ejercicio más que he
olvidado. Lo cierto es que necesité aprobarla para matricularme en primero de
bachillerato. Sin embargo, ese curso fue ya el segundo de los cinco que
permanecería en el Onésimo Redondo, pues el anterior lo pasé en calidad de
alumno oyente. Como no había cumplido aún los diez años, la mudanza de la
escuela al instituto debió parecerles aventurada a mis padres y a don Luis, mi
último maestro. Tal vez fuera excesivo para mis capacidades, que una decena de
libros sustituyeran de pronto la singular enciclopedia Álvarez.
Cuánta vida de aquellos años se quedó entre los blanquísimos muros del
Instituto Laboral de mi pueblo. Muchos recuerdos de entonces los he extraviado.
Creo que la culpa la tiene la monotonía de los horarios, de las clases y de los
rostros que se repitieron durante esa época. Otros han sobrevivido a pesar de
todo; más, las anécdotas, que eran como la sal y la pimienta de lo que se cocía
allí. Aunque no aseguraría que dibujen con precisión las escenas que viví,
pues, ¿qué detalles son realidad y a cuáles adereza la imaginación del paso del
tiempo?
El
curso de oyente lo pasé sentado en la última fila. Desde allí contemplé el
desfile de los demás chicos al encerado, sus sobresaltos al nombrarlos, los
titubeos de muchos cuando las preguntas les abrumaban; la determinación de las
letras y los números con los que otros cubrían el encerado al resolver análisis
sintácticos y problemas matemáticos. Y si nunca escuché mi nombre en las listas
de la clase, tampoco me apremió ningún profesor con lecciones y ejercicios. Me
acomodé pronto a aquella situación que a nada obligaba. Con una excepción: las
clases de Religión del imponente don Agustín. Como me seducían las historias
sagradas que llenaban las páginas del libro de texto, dedicaba casi todo mi
esfuerzo a su lectura. El cura, tal vez porque no encontrara respuestas en los
otros alumnos, ensayó un día la misma pregunta conmigo, con fortuna; y don
Agustín me puso de ejemplo para mis compañeros. Este primer elogio estimuló mi
vanidad. Así que, siguieron otros más, a los que me hice acreedor, ya por lo
que quedaba de curso. De las demás asignaturas de aquel año no me queda memoria.
Supongo que las mismas del año siguiente, ya mi primer curso oficial. Eso, sin
duda, me facilitó unas notas brillantes en junio, que me lanzaron ligero de
preocupaciones a los días inmensos de las vacaciones de verano. Esa sensación
me gustó, de modo que, aunque las notas fueran ya menos espléndidas, la busqué
en todo el bachillerato y la encontré siempre al finalizar cada curso.
Asistí
a la inauguración de ml segundo curso de bachillerato en el salón de actos de
la primera planta del Instituto. Era este espacioso, repleto de butacas que
miraban un portentoso escenario; desde la izquierda, la luz de los ventanales
apenas conseguía atravesar las tupidas cortinas, que caían desde el techo en
ondulados pliegues de un azul oscuro. Aquella mañana, sin que nadie me
asesorara, desterré de mis piernas y rodillas los últimos vestigios de los
juegos del verano con el jabón de sosa y un estropajo, que las dejó casi en
carne viva. También me repeiné y me puse el pantalón corto de franela de los
domingos. Acudí solo al instituto. Como me aturdía la parafernalia de la
celebración, me hundí en alguna de las butacas, perdido en el centro del salón.
Una fila de profesores nos miraban sentados tras las mesas que presidían el
escenario; alguien, de pie, dijo que iba a impartir la primera lección del año
y yo no me enteré de su discurso. Después empezó la procesión de alumnos para
recoger sus diplomas. Aunque lo esperaba, me asusté al oír mi nombre; y el
pasillo al estrado se me hizo infinito, tanto me azararon las miradas que creía
pendientes de mí. Doña María Andujar, la directora, me entregó las cartulinas
que certificaban las tres matrículas de honor que obtuvo mi aprovechamiento en
primero. Lamenté entonces que nadie de mi familia estuviese allí para verlo.
Al
llegar a casa, lucía todavía la onda que con tanto esmero peiné de mañana.
Ufano enseñé a mi madre los triunfos que había recogido. Como era casi la hora
de comer, apenas me hizo caso; en aquel momento parecía preocuparle más que el
cocido estuviese listo, pues mi padre estaba al caer y yo debía saber que apenas
paraba una hora antes de volver al tajo. Así fue como el éxito de aquel día y mi
alegría por compartirlo se tiñeron con el color cotidiano. Esa desilusión de
entonces me ha acompañado siempre. Tenía once años.
Cargué con la cartera de piel marrón, ya marchita, de Paco o de Pablo. Heredé
también mi primera pluma estilográfica que sustituyó lapiceros y plumillas
escolares, y con la que me sentí un estudiante auténtico, como eran ellos. Estrené
pocos libros de texto. Los más los había utilizado Hilario, el tercero de mis hermanos
mayores, con el que coincidí en el instituto aquellos años. Acertaría si dijese
que varios los había recibido también él antes que yo. De pocos conocí sus
pastas, pues un papel de estraza los forraba a todos. De esta manera se
ocultaban las puntadas de lezna y bramante con que mi padre había cosido a un
dedo del lomo las hojas que pugnaban por abandonar el barco. A fe que lo
consiguió en todos los casos; pero, a cambio, a esos libros les era ya imposible
permanecer abiertos por su propio peso, tal era la tirantez de las puntadas, y
solo con esfuerzo podía descubrir las letras primeras de cada renglón.
Todos
los libros de texto anunciaban en sus portadas las asignaturas: Matemáticas,
Lengua y Literatura, Geografía Universal, Historia de España, Dibujo técnico,
Organografía, Cultivos. Los de Formación del Espíritu Nacional, no. Los títulos
parecían más los de una novela: Vela y
ancla, Aprendiz de hombre, Cartas a mi hijo. En otro lugar ponía Doncel,
que yo sospechaba un joven príncipe. Me agradaba el tacto de sus duras tapas de
cartón plastificado. Las ilustraciones eran como las carteleras de los cines, que
contemplaba al pasar por los soportales de la plaza cercanos a la calle
Bodegones; y, como ellas, anunciaban las historietas que se contaban en su
interior. En primero me emocionó el trato generoso y confiado de Marcelino, Pan
y Vino con un milagroso Cristo, arrumbado en el desván de un convento. También,
la entereza de Guillermo Tell, cuando, en medio de una plaza, disparó la flecha
certera que partió la manzana que su confiado hijo llevaba sobre la cabeza. Del
libro de segundo, Aprendiz de hombre,
no he olvidado el cuento de El carbonero alcalde.
Como uno más de Lapeza me enardecieron las arengas con que este hombre disponía
a sus vecinos contra el enemigo. Me costó poco creerme cualquiera de los que mudaron
el tronco de encina en fabuloso cañón; de los que ayudaron a encaramarlo sobre la
empalizada de madera, desde donde se oteaba el camino que venía hasta el pueblo.
En medio de la refriega, pareció que mis oídos reventaban al tiempo que lo
hacía el cañón, cuando explotó en su único disparo. A pesar de la humareda
densa que me hacía lagrimear, distinguía los muchos cadáveres, algunos mutilados,
de franceses y lugareños.
El
propósito de las clases de FEN, si lo había, se velaba siempre tras aquellas
historias que activaban mi imaginación. Así que solo recuerdo que íbamos
turnándonos para leerlas en voz alta, y que, después, debíamos ilustrarlas.
Supongo que estos dibujos los realizábamos en un bloc. Los míos eran
esquemáticos, con puntiagudas montañas y un sol en pugna constante para hacerse
un hueco entre nubes rollizas. Los de mi compañero Cifuentes eran
incomparables. Miraba fascinado como los personajes se llenaban de vida con el
primor con que los dibujaba. No les faltaba detalle. Todavía admiro su destreza,
y se me escapa el mismo mohín de envidia de entonces.
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