En
la plazuela en la que terminaba la calle San Luis y junto a la pared oriental
de la iglesia, se asentaba un vetusto olmo que impávido fue testigo de mi
infancia, indicándome el paso estacional con los cambios que en él se producían
en el transcurso del año.
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Alrededor de este árbol se extendía un espacio de tierra, el lugar que preferíamos todos los chicos del barrio para practicar la mayoría de nuestros juegos. Su terreno era el idóneo fuera la época que fuese. Cuando el suelo se encontraba blando, después de varios días de lluvia, iban apareciendo, como por ensalmo, en las manos de la chiquillada una suerte de objetos puntiagudos: puntas, clavos, limas…; todos de tamaño considerable, y, entonces, aquel tiempo era el de “el clavo”. Recuerdo algún descalabro, que necesitó varios puntos de sutura, en más de uno de mis vecinos.
En las temporadas sin precipitaciones, sobre la tierra seca, surgían los juegos de la bombilla, pies quietos y, especialmente, los del peón, las canicas y las chapas. Suponían siempre llegar a casa rebozado de arena y polvo, y en mi caso algún azote de mi contrariada madre .
El muro de aquel lado de la iglesia resultaba también un inmejorable soporte para jugar a los burros de la pared o para entretenernos con aquellas pelotas de goma verde que nos regalaban en Calzados Antona con los zapatos de “El Gorila”.
En las temporadas sin precipitaciones, sobre la tierra seca, surgían los juegos de la bombilla, pies quietos y, especialmente, los del peón, las canicas y las chapas. Suponían siempre llegar a casa rebozado de arena y polvo, y en mi caso algún azote de mi contrariada madre .
El muro de aquel lado de la iglesia resultaba también un inmejorable soporte para jugar a los burros de la pared o para entretenernos con aquellas pelotas de goma verde que nos regalaban en Calzados Antona con los zapatos de “El Gorila”.
Incluso el olmo, paciente y consentidor, admitía ser el objeto de nuestro entretenimiento. Ascendíamos a sus ramas, aun a las más elevadas, para coger los tiernos pámpanos primaverales, para escondernos o para construir supuestas viviendas, como habíamos visto que hacían los protagonistas en alguna película de aventuras... Solo una contrariedad asocio a nuestro negrillo: las orugas primaverales que se asentaban en sus hojas, devorándolas voraces, que tantas veces me causaron ronchones por todo el cuerpo y una inacabable comezón.
¡Qué alegría cuando todos aquellos gusanos se transformaban en albas y revoloteantes mariposas en la noche de San Juan,! Esa metamorfosis significaba no sólo el final de sus agresiones, sino también la llegada del verano y, con él, el inicio de las tan anheladas vacaciones estivales.
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