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Agus y Maxi eran “Avilillas”. De escolares fueron de los principales amigos que tuvimos mi hermano Nacho y yo. Debido a la diferencia de edad, Agus e Ignacio pertenecían a la misma pandilla, y Maxi y yo, a otra. Pero en más de una ocasión, en alguna aventurilla y en determinadas trastadas coincidimos los cuatro.
En la década de los 50, las clases de los jueves concluían a las doce del mediodía, por lo que las tardes parecían especiales y las ocupábamos en las actividades más atractivas. Y, al igual que a la mayoría de los chicos, nos apasionaba el fútbol.
Un sol espléndido lucía ese jueves de invierno. Después de comer, retar a un partido de fútbol a los escolares del vecino Cantaracillo nos pareció una propuesta magnífica. En un momento nos reunimos un puñado de chavalillos: Maxi, Agus, Nacho y yo; quizá Rafita Molina, Machelino y algún otro.
Hacia Cantaracillo nos
encaminamos. Tendríamos entonces entre siete y nueve años, y los
escasos tres kilómetros que separaban ambos pueblos se nos antojaban una
distancia considerable. Salimos del barrio, y ya en la carretera de Madrid,
ascendimos la leve cuesta que lleva a la plaza de toros; allí nos desviamos
hacia la izquierda y, a la altura del ventorro abandonado, descendimos por el camino que
llevaba al pueblo. Mientras, entonábamos eufóricos, jactanciosos la
cantinela: Cantaracillo
grillo, corral de vacas…
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Nos adentramos en la localidad y al poco ya estábamos correteando tras el balón. Creo que el resultado del partido no nos fue favorable y, además, la hostilidad que algunos de los chicos mayores nos asustó un poco. Así que, no demoramos mucho el regreso.
El camino de vuelta se nos hizo largo, muy largo. El sol se había puesto, atardecía con rapidez. A medida que remontábamos la pendiente hasta la carretera, la temperatura descendía tan bruscamente, que pronto dejamos de notar las manos entumecidas, engarañadas. A esta sensación se unieron una progresiva falta de luz y la distancia aún por recorrer. Los pequeños del grupo rogaban entre gimoteos ayuda para abrocharse los abrigos… Y lo que imaginamos una jornada gloriosa, terminó revestida de contrariedades.
.*La foto primera es propiedad de Ramona Ávila y fue aportada por Marisa González al grupo "Peñaranda, fotos antiguas", de donde la he extraído.
El camino de vuelta se nos hizo largo, muy largo. El sol se había puesto, atardecía con rapidez. A medida que remontábamos la pendiente hasta la carretera, la temperatura descendía tan bruscamente, que pronto dejamos de notar las manos entumecidas, engarañadas. A esta sensación se unieron una progresiva falta de luz y la distancia aún por recorrer. Los pequeños del grupo rogaban entre gimoteos ayuda para abrocharse los abrigos… Y lo que imaginamos una jornada gloriosa, terminó revestida de contrariedades.
¡En cuantas ocasiones mi hermano y yo hemos evocado aquella tarde, la mirada perdida en la nostalgia!
.*La foto primera es propiedad de Ramona Ávila y fue aportada por Marisa González al grupo "Peñaranda, fotos antiguas", de donde la he extraído.
¿Entre 7 y 9 años? ¡Pero si a los niños de ahora de esas edades los llevan los padres al colegio!
ResponderEliminarJ .Antonio..Gracias por estos relatos..pues con ellos me haces recordar mi infancia quees muy parecida Si tu la pasaste cn mis hermanos.Yo fue con los tuyos.Que con Paco Pablo e hilario ya tubimos aventuras y travesuras. Recibe un saludo.
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