jueves, 29 de noviembre de 2012

El perro del señor Boni el carbonero

 Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Kiko García.


En el pueblo de mi infancia abundaban las carbonerías. Los fogones de las cocinas se alimentaban de carbón todo el año y, cuando noviembre traía el frío para quedarse en nuestras casas durante el largo invierno, para engañarlo el brasero de cisco, bajo el refugio de la alambrera, anidaba en la mesa camilla de los hogares peñarandinos. Recuerdo sólo las más próximas a mi domicilio y otras que caían de camino en mis rutinas diarias.
     La más cercana era la del señor Mariano, cuyo portalón estaba en la misma acera de mi casa, a sólo cinco puertas. Enfrente del almacén vivía el hombre con su mujer. Apenas me acuerdo del trasiego que, con seguridad, tuvo esta carbonería. Perdura sobre todo la imagen sosegada y bonachona de este matrimonio, ajena ya al oficio que se llevó la jubilación del señor Mariano siendo yo todavía muy niño. Otra carbonería se encontraba a espaldas de mi casa, en la calle Alameda que discurría paralela a la de San Luis. La visité alguna vez en aquel verano que ayudé a su dueño, el tío Cacho, en la era que tenía en el Pradohorno. A mitad de la calle Gómez  de Liaño veía a diario mucho trajín de carbones en la que regentaba el señor Boni. Por delante de ella había de pasar forzosamente cuando iba con el botijo a la fuente del medio en la plaza del Ayuntamiento, si acudía a la catequesis de la iglesia de San Miguel, o de camino a clase en el Instituto Laboral.
     Un poco más lejos, en un singular encuentro de calles  que partía por la mitad la de Elisa Muñoz, se encontraba la que yo creía la carbonería por antonomasia de Peñaranda. Quizá porque su fachada era el final achaflanado de la calle Honda y la de San Juan; o porque desde allí iniciaba su trazado la principal calle de Nuestra Señora, que se alargaba hasta el convento de las Carmelitas. Tal vez porque oyera muchas veces que la nombraban como la puerta del Sol; y  me parecía a mí que con razón, pues la luz, que recibía desde la mañana a la tarde, iluminaba entera aquella plazoleta. Conservaba sin duda la dignidad de un palacio antiguo: al portalón de madera lo protegían grandes piedras de granito sobre las que descansaba un arco de carpanel, y un escudo labrado en la dovela central mostraba orgulloso su alcurnia pasada. Y, a pesar de ello, sobre el enfoscado que se resistía entre el arco y el remate triangular que coronaba el frente, exhibía altiva los mayúsculos trazos de su destino último: CARBONERÍA.
    
     Con los recuerdos de la niñez ocurre que unos me llevan a otros a poco que se rocen. Los que me visitan en esta ocasión lo demuestran; como, también, los delgados lazos que los relacionan entre sí. Y yo dejo que progresen, que cuenten lo que quieran contarnos.

     Esa tarde volvía a casa al reclamo de la onza de chocolate y el trozo de pan, después de mil refriegas contra los indios en la plazuela de San Luis. Era la hora en que todos los chicos interrumpíamos nuestros juegos para merendar. El cielo tenía el color plomizo de ese tiempo incierto entre el invierno y la primavera. El mucho trotar había espantado el frío, si lo hacía. Todavía bullían en mi cabeza los disparos y la emoción de tantas galopadas. A la puerta de mi casa encontré el carro del señor Boni. Un hombre cargaba a los lomos una saca de cisco. El peso le doblaba el espinazo y hacía que agachara la cabeza, que la cubría una caperuza de esparto larga hasta las corvas. Lo precedí para abrirle la puerta de la calle, la que partía hacia la mitad el largo pasillo y la que daba acceso al corral. Y allí lo dejé en su camino hacia el pajar donde aguardaba el tonel que destinábamos al carbón.
  Me volví y, al empujar la puerta entreabierta del corral, sonó un golpe seco que hizo quejarse a un perro: el magnífico pastor alemán del carbonero, que nos había seguido por todo el pasillo. Quedó encajonado entonces entre la puerta y la pared y en sus ojos vi como se confundían la sorpresa y la rabia. Me asusté y toda suerte de aprensiones hicieron que corriera hacia la calle. El perro me imitó. Enfilé la calle arriba con el perro pisándome los talones. Llevaba todavía mis armas del vaquero que había sido esa tarde sujetas a la cintura por una soga a modo de canana.  Como pensara que de ese modo despistaría al perro, tiré primero el puñal de goma; luego, el colt del 45. Pero la persecución continuó y el presentimiento de un soberbio mordisco me hizo chillar aterrado. Alguien me gritó que me parase, que así el perro no me haría nada. Entonces, sin resuello y acordándome de mi madre, frené en seco la carrera. El perro chocó su boca abierta contra mí y las marcas de los colmillos quedaron en mi trasero tras aquel topetazo. Con el golpe el perro quedó desconcertado y yo, al borde del desmayo. No hubo más. El perro giró e, ignorándome, regresó hacia mi puerta. Amedrentado todavía, desanduve también yo el camino, mientras iba recogiendo el cuchillo y el revólver despiezado, al que se le había escapado el tambor, que ya nunca más encontró su original acomodo.

  Jamás tuve un juguete más preciado y más auténtico que aquel colt de vaquero. Era una pistola articulada de hierro, cuyo tambor giraba a cada disparo, en el que se podía albergar una tira de fósforos que percutían cada vez que se apretaba el gatillo. Con ella me creía Kit Carson, el cabo Rusty o cualquiera de los Cartwright que vivían en la Ponderosa. No me lo trajeron los reyes, ni fue un regalo de cumpleaños. Me lo dio Antoñito, un niño rubio, dos o tres años menor que yo, que formaba parte del grupo de catequesis del que me había encargado don Agustín. En las escaleras que ascendían al presbiterio tenía yo a mis catequizados, domingo tras domingo, hilvanando mandamientos, credos y salves en una cantinela que se mezclaba con la de otros grupos. Ese sería el ascendente que Antoñito debió ver en mí; más, quizá, que la diferencia de edad. Buscó congraciarse conmigo, que fuera su amigo y lo protegiera ante sus iguales. Nunca hubiera imaginado que yo podía ser el defensor de alguien. Pero ese fue el trato tácito y no lo cuestioné, tanto me deslumbró la pistola. Debo reconocer que su generosidad me desconcertó, pues me la dio para siempre. Ni me la reclamó, ni tampoco se lo recordé. Desde entonces la llevé a todas partes como un tesoro en el bolsillo del abrigo, dentro de la cartera junto a los libros del instituto. Me hizo sufrir su falta los días que la tuvo don Alfredo, el profesor de Tecnología, después de que me la requisara en su clase, cuando la tomé un instante para comprobar que aún estaba en mi cartera, que nadie me la había robado, que no la había extraviado. Hoy me avergüenza contar que lloré y supliqué para que me la devolviera; que mentí, al lamentar cuánto se disgustaría su dueño conmigo.

    Llevaba la mano donde me dolía el figurado mordisco del perro. Y, aunque sufría mucho más por mi querido colt destrozado, el miedo a aquel perrazo impregnó todo mi ser y por mucho tiempo. Entonces, empezó mi calvario. Para acudir a mis clases en el instituto, tomaba invariablemente la calle Gómez de Liaño, que era la continuación lógica de San Luis en mi ruta de cada mañana. Apenas rebasaba la tienda de ultramarinos de la Juana y la imponente casa de los de La Torre, me encontraba con la carbonería del señor Boni, justo frente a la Travesía de la Cruz. En la puerta, parecía esperarme el pastor alemán de lomos oscuros. Podría jurar que, antes de que me viera aparecer, olfateaba el miedo que iba destilando y, con seguridad, el cacho de torreznos que mi madre me metía en la cartera para el recreo. Desde la tarde aciaga de nuestro primer encuentro, el perro venía a mí sin esperar a que pasara por su vera. Me olisqueaba y sus ojos oscuros perseguían los míos con una obstinación que yo creía rencor por el portazo que le propiné en mi casa. En ese momento imaginaba sus afilados colmillos dentro de sus fauces babosas y, ahora sí, dándome un terrible bocado. Así cada mañana. La presencia del perro iba amilanándome con los días. Se aprovechaba de mi desamparo hasta erguirse y plantarme sus manos sobre el pecho, para liquidar de este modo los pocos arrestos que pudieran quedarme. Reculaba poco a poco y me separaba de él, hasta que en la plaza de la fuente del medio lo perdía de vista. 

    En una ocasión se me ocurrió sacar el bocadillo y dejarlo en el suelo. Descubrí entonces que el olorcillo del torrezno recién frito le interesaba al perro mucho más que el niño flaco y asustado que yo era. Aproveché esta circunstancia para atravesar la calle como una exhalación y, ya en la plaza, correr con el corazón desbocado hasta el instituto. Aquella escena se repitió a diario y las mañanas se sucedieron abrumadas por los temores al pastor alemán de la carbonería y la envidia a los compañeros que devoraban sus bocatas durante el almuerzo. Pronto los rugidos de estómago que provocaba esta imagen clamaron para que cambiara de estrategia. Anduve lamentando mis desgracias durante un puñado de días, hasta que decidí acudir a mis clases por un camino alternativo, apenas más largo que el cotidiano: la calle Empedrada. De ese modo obvié los encuentros con el perro del señor Boni el carbonero. Y, también, pude espantar de nuevo mi gusa de media mañana con los previsibles torreznos que entre pan y pan me preparaba mi madre.


Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Antonio Diezma

lunes, 22 de octubre de 2012

El tío Cacho



Al tío Cacho le acompañaba siempre su fama de cascarrabias. Y la de viejo, pues ya tenía muchos años cuando le conocí. Un viejo cascarrabias: una combinación que nos atraía morbosamente a los chicos, tan dispuestos a encontrar ocasiones para la diversión. Pocas cosas había tan excitantes para nosotros como la de hacer rabiar a un anciano gruñón, y ese afán por el juego podía volvernos crueles cuando nos ensañábamos con alguno.
    Muchas veces era la venganza ante una reacción extemporánea; casi siempre, porque les molestaba nuestro alboroto o, acaso, nuestra alegría y nuestra presencia. Así sucedió con una anciana agria, vecina mía. Como no le gustaba que jugásemos al fútbol a su puerta, nos acechaba dispuesta a despotricar su enfado en cuanto nos sentía cerca para que nos marcháramos de allí. Pero nuestra inconsciencia olvidaba esta contrariedad y al día siguiente corría de nuevo el balón en la calle. Hasta que una tarde, hecha un basilisco, con una tijera rajó la pelota en dos mitades, creyendo que así dejaríamos de darle la lata. Fue una declaración de guerra. Toda una temporada viviría en un sobresalto continuo. Golpeábamos su puerta acristalada y corríamos a escondernos. La señora salía y lanzaba mil maldiciones a la calle solitaria, sin apenas poder espantar con ellas su malhumor y avivando nuestro regocijo perverso, mientras sofocábamos las carcajadas en los escondites.
     Ese no era el caso del señor Esteban. Sabíamos sin embargo de sus malas pulgas y esa condición fue suficiente para hacerle objeto de nuestras burlas.

     Daba la espalda de la iglesia de San Luis a un camino que se pegaba a las tapias del asilo hasta desembocar en la calle Alameda. Desde nuestros juegos en torno al negrillo de la plazuela, veíamos transitar por él al tío Cacho de regreso a su carbonería, contigua al molino del señor Ignacio, en la acera de los números impares de esa calle. De aquellos días me queda su vestimenta de pana negra, muy tiesa y reseca, poco amiga de los lavaderos. También, la faja oscura de estambre, uno de cuyos extremos de flecos retorcidos, harto de dar vueltas y vueltas a su cintura, le colgaba siempre hasta barrer el suelo. Completan indefectiblemente esa imagen sus botas, que yo imaginaba muy pesadas: tanto le costaba levantarlas al caminar. Arrollaba todo lo que tropezaba y sus pasos producían un ruido monótono, repetido, que nos evocaba el que hacían los trenes cuando salían de la estación.  Al señor Esteban le decían “tío Arrastra” por sus andares tardos, pero en el barrio lo rebautizamos con un mote más preciso, más sugerente: “tío Arrastratrenes”.
     Durante un tiempo la tomamos con él. El buen hombre caminaba lentísimo, siguiendo como un reo a su borrico, también anciano, que parecía esperar a su dueño para acomodarse a sus pasos cansinos. Paladeando sus reacciones iracundas, nada más verlo lo apostrofábamos con la nueva y desalmada cantinela para hacerle rabiar: ¡tío Arrastratrenes! ¡tío Arrastatrenes!. Siempre conseguíamos alterarlo. Su enfado le insuflaba un vigor y una agilidad tan inusitados, que le llevaba a vociferar improperios y a trotar un pequeño trecho tras de nosotros. Salíamos entonces de estampida y, al instante, en la plazoleta quedaban solamente los insultos, los ecos de nuestras risas y el burlado viejecito. Nos reuníamos luego para celebrar nuestra trastada y exagerar ante los más pequeños las represalias que el señor tomaba con quienes lograba apresar.
     Aquella tarde la escena se repitió una vez más. Pero cuando vimos que al tío Cacho el enfado le enfilaba hacia la entrada de la calle San Luis, cada cual huyó y se escondió donde pudo. El que más corrió fue mi hermano Ignacio, que, dejándome atrás, entró en casa, atravesó el largo pasillo, llegó al corral y se ocultó dentro de la cuba del cisco que guardábamos en el pajar. Lo encontré allí después de un rato, tembloroso aún, como un pajarillo atemorizado y tiznado de carbón.

     Un verano descubrí otra versión del señor Esteban Cacho que habría de perdurar para siempre. Diré ya que distaba mucho de la que había conocido hasta entonces, fruto, sin duda, del hartazgo que el hombre acumulara después de tantas provocaciones y repetidas faltas de respeto.
     El calor y el trasiego de carros y acémilas me llevaron al Pradorno una mañana amarilla de sol y mieses recién acarreadas. La era toda olía a paja seca y aparecía espléndida, repleta de gentes que se afanaban entre montoneras de haces todavía sin desliar y parvas de trigo y cebada dispuestas para la trilla. Iba de un lado para otro fascinado por aquel trajín y sólo me detenía para observar cómo se deshacían las gavillas tostadas bajo el peso de los trillos que arrastraban las mulas: me absorbían sus constantes giros, mientras las espigas, desgranadas, se aplastaban hasta formar tortillas doradas. Todo me recordó entonces a un enorme tiovivo y, más que nunca, deseé montar en él.
     Entre todas aquellas alfombras de oro me atrajo una, muy modesta, casi al final de la era, sobre la que daba vueltas un borrico que guiaba desde el trillo un hombre muy mayor: el tío Cacho. El anciano aparecía ensimismado debajo del sombrero de paja que llevaba encasquetado encima de un moquero arrugado, que le caía sobre los ojos. Indolente, con esa paciencia que sólo poseen los que no tienen prisa por que el tiempo corra, apenas animaba al asno en sus rotaciones incesantes. Es como si el sol abrasador del mediodía y el mareo de las persistentes vueltas le hubiesen amodorrado. La imagen sosegada del hombre y, tal vez, la oportunidad de montar por fin en un trillo desvanecieron los recelos que el tío Arrastratrenes me originara hasta ese día.
-  Señor Cacho, ¿me deja que le ayude en el trillo? – le pregunté abiertamente.
     Me miró un instante, sin abrir del todo sus ojos, antes de detener el burro; con mucho trabajo enderezó después su encorvada silueta, que descansaba sobre una banqueta de enea, y, ante mi sorpresa, me ofreció el ronzal. Cuando extendí un brazo para tomarlo, creí advertir una mueca agradecida en su rostro arrugado. Pronto le sustituí encima del trillo, colmando mis ilusiones, mientras me envolvía toda la luz esplendorosa del verano. Y fue así como el hombre me convirtió en su ayudante.
     Me pasé los días siguientes en el Pradorno trabajando para el señor Esteban. Usé la horca de madera para volver la parva; amontoné la mies después de trillada; y, con una pala curvada, la aventé divertido hasta que se separó el grano de la paja. Moví la criba con denuedo, pues el tío Cacho no quería que entre las semillas se colase ninguna piedra. Llené los costales con el trigo limpio y eché una mano para subirlos a lomos del burro. También barrí con un escobón de cabezuela los restos de la parva hasta que quedó limpio el trocito de era.
     Durante aquellas jornadas, compartió conmigo el agua y el pan. Con frecuencia me llevé a la boca el cuello de su botija de arcilla para apagar la sed que la obstinada solanera me ocasionaba. A media mañana hacíamos un descanso para almorzar. Mi patrón desanudaba entonces un hatillo de tela a cuadros y sobre sus rodillas aparecían torreznos y trozos de chorizo o de blancuzco tocino cocido. De la faja sacaba una navaja y con mucha parsimonia me ofrecía un rescaño de la mediana de pan. Luego, iba dándome un poco de esto o de aquello, que yo devoraba hambriento, después de las muchas energías gastadas desde mi temprano desayuno. Aunque el tío Cacho apenas me hablaba mientras comíamos, le sentía a gusto en mi compañía, muy cercano. En alguna ocasión, al observarlo de refilón, me encontré con su mirada y lo que podría ser una minúscula sonrisa. Y supe que no volvería a burlarme de él, que no quería participar nunca más en los hostigamientos que le desquiciaban al pasar por el barrio.
     Con la última carga del grano en el corral de la calle Alameda concluyó mi trabajo en el Pradorno. Allí aguantaban todavía otras cuadrillas con mucha faena por delante. Yo me llevé el recuerdo de mis viajes montado en el trillo en medio de la inmensa era, enfrente a la carretera de Medina al cementerio; y la complacencia de los días que pasé con el señor Esteban. También, el duro con que retribuyó mis esfuerzos: cinco pesetas, mi primer sueldo, que orgulloso entregué a mi madre, sin importarme demasiado que no vería de ellas ni una perra para gastar en los puestos de la Plaza.

     A veces me acuerdo de aquel hombre, como de otros personajes que poblaron mi infancia de cosas en apariencia sencillas, de escenas cotidianas. El señor Esteban halló un merecido acomodo en el cofre donde descansa mi memoria. Y, hoy, cuando rebuscaba en su interior, parece que el tío Cacho se hubiera hecho el encontradizo. Acaso para recordarme cómo era mi vida de entonces: un montón de pequeñas experiencias, que iban sumándose hasta moldear mi carácter y así disponerme para el futuro.


miércoles, 5 de septiembre de 2012

Con don José, el cura de las Carmelitas



A Peñaranda llegó don José en silencio, como de puntillas. Y del mismo modo transcurrirían sus años en el pueblo como capellán del convento de las Madres Carmelitas Descalzas. Discreto, humilde, austero, don José me parecía un cura atípico. A diferencia del resto de los sacerdotes, permanecía desvinculado de la preeminencia y de las solemnidades que rodeaban a la iglesia parroquial. Creo no haberlo visto nunca en San Miguel; postergado su ministerio a los oficios y a la atención del templo al final de la calle Nuestra Señora. Acaso fuera la razón por la que pasara desapercibido o incomprendido, por entre la mayoría de peñarandinos.
    Enjuto de carnes, denunciaban su delgadez extrema los mil pliegues de la sotana, raída y  desvaída, que le flotaban desde los hombros. Su pobreza carecía de la impostura de muchos religiosos de entonces. Siempre recordaré la frugalidad de sus comidas y la precisión con que las preparaba. Yo desconocía entonces ese lío de nutrientes y calorías que cada alimento, cada ingrediente aportaba. Pesaba las patatas en una pequeña balanza, las cocía en un cazo con agua; después las rehogaba con la medida rigurosa de aceite y las servía desnudas en un plato, apenas con un pellizco de sal. Eso era todo. Eso era lo que su templanza le permitía en un  tiempo de penurias para la mayoría del pueblo.

     El domicilio del capellán precedía a los muros altísimos que protegían la clausura de las monjas del Carmelo. Desde allí escuché a menudo, envueltos en un olor a serrín, los lamentos constantes y ensordecedores del aserradero vecino de los Bartolos. La casa de don José era una puerta abierta. Entré en ella de la mano del deseo de ser monaguillo, y, seguramente, porque a ella me llevaron lo que otros chicos contaban de aquel cura especial, de su bondad, del sencillo trato con ellos. También,  que a algunos los enviaba al seminario para convertirse en sacerdotes, que era una ilusión que me animaba con insistencia por entonces.
     Es difícil dibujar una casa como aquella. Diré que sólo la puerta, la ventana y el balcón de la fachada conservaron la apariencia de una casa normal de dos plantas. El interior mudó en una residencia muy peculiar para candidatos a seminaristas. Se habían derribado algunos tabiques y varias habitaciones se poblaron de las literas de bastos tablones de madera, que el cura fue construyendo con habilidad de carpintero. Sobre los jergones, cubiertos por mantas gruesas y ásperas de lana, donde se entrecruzaban renglones grises y marrones, durmieron muchas noches algunos chicos con vocación sacerdotal. Envidié esas noches y esos dormitorios que un recelo inexplicable de mis padres me impidió compartir. Otra estancia fue el aula donde ayudé a mejorar la lectura, la escritura y las cuatro cuentas perezosas de Jesús, un chico de mi edad que habría de marcharse a un colegio de frailes cuando llegó septiembre.
     Memorable es la forma tan peculiar como se espantaba el frío de la casa. En el centro de la cocina aparentaba reinar una estufa de la que brotaba un tubo, que pronto se quebraba para asomarse por la ventana del patio y echar así todo el humo a una higuera triste y solitaria. Era un bidón descomunal con una portezuela inferior que facilitaba el tiro. El combustible lo proporcionaba una mezcla apelmazada de serrín y cáscara de piñón. Costaba un poco encender semejante fogón, pero, cuando se conseguía, la lumbre permanecía viva hasta muy entrada la noche. El resto de las habitaciones se beneficiaban del aire caliente que despedía la cocina, a través de los boquetes horadados en todas las paredes y de las corrientes que pululaban a sus anchas por la casa gruyer.
     Aquella casa abierta me permitió alguna veleidad dramática. Un día don José nos animó a la representación de una obrita que hablaba de la vida ejemplar de algún santo. Aunque he olvidado su título, aún me quedan los días pletóricos de ensayo y tramoya. También un legado de noches de pesadillas angustiosas, todavía hoy, en las que mi personaje se queda mudo al entrar en escena y no encuentra los diálogos que tanto tiempo le costó aprender.

     Por ese número de la calle Nuestra Señora pasamos innumerables chicos. Unos con más persistencia que otros. Casi todos acabamos vestidos de monaguillos en la iglesia vecina. Los ropajes, impolutos y doblados con mimo, aparecían en la sacristía por la ventana del torno. Las aspas giraban, giraban, y, en cada vuelta, venían las vinajeras, el lavabo, el dorado cáliz y cualquier otro de los objetos que la liturgia del día exigía. Con ellos venían también las palabras dulces de la madre tornera para poner nuestros nombres a las voces, que asociaba con las caras que contemplaba escondida tras la celosía más próxima al altar mayor.
     Los ritos de iglesia parecían más serios y auténticos de la mano de don José. El respeto con que cuidaba los detalles de nuestra participación me emocionaba y hacía que me sintiera importante. Con el mismo respeto, reproducíamos una y otra vez los apartados de la ceremonia, sin perturbar apenas el silencio limpio del templo, aspirando tan sólo las fragancias que desde todos los altares enviaban los búcaros pródigos de flores siempre lozanas. Cuánto me complacía entonces el ritual del monaguillo. De aquel tiempo me acuerdo de los días previos a la Semana Santa. Los oficios del jueves y viernes santos eran especiales. Ya en los ensayos creía descubrir su singularidad, su transcendencia. Me atraían los diferentes papeles del sacerdote y de los monaguillos, que rompían con la liturgia rutinaria del resto del año; las largas lecturas que contaban la pasión y la muerte de Cristo; el sonido estridente y repetido de la carraca, que silenciaba por unos días las acostumbradas campanillas. Formar parte de aquellas representaciones era lo que más deseaba en aquel tiempo.  
     A la llamada de don José y de las Carmelitas acudió también Ignacio, mi hermano, con la intención de formar parte de la extensa cuadrilla de monaguillos. Y, asimismo, le llegó el turno de uniformarse con aquellas vestiduras talares que tanto nos gustaban. Fue en una celebración vespertina, tal vez una novena, con la primavera muy avanzada. Columpiaba, ufano, el incensario, porque a través de los agujeritos de la cazoleta refulgía el tizón de carbón. En el momento convenido, se acercó al sacerdote, que cargaba ya la cucharita con el incienso de una naveta de plata que le ofrecía otro monaguillo. Ignacio había olvidado cómo se elevaba la tapa del vaso del incensario y, como  le apremiase la mirada de don José, tiró con brusquedad de una de las cadenas laterales. Desde el banco donde seguía la ceremonia, vi volar el disco incandescente y como caía en la alfombra sobre la que descansaba el altar. El niño se aturulló. Don José, hincó una rodilla, recogió el ascua con los dedos y, para nuestro asombro, lo devolvió al recipiente sin confesar su dolor. La actuación de mi hermano concluyó en ese momento, dejó el incensario, y nunca más volvió al altar de las Carmelitas.

     José Luis llevaba dos años con los jesuitas y lo conocí un verano a la vera de don José. Fue mi amigo. Puedo decir que mi primer amigo auténtico, de los pocos que se tienen a lo largo de la vida. Su risa franca y, quizás, la nobleza que advertía en su mirada me invitaron a la amistad. La inteligencia que cada día descubría en mi amigo la disimulaba su sencillez. Y como pronto nos complació estar juntos, cada vez encontrábamos más ocasiones para compartir juegos y confiarnos cuitas e ilusiones. Desde su observatorio silencioso don José debió ver con agrado nuestra relación y quiso que se afianzara. Advirtió enseguida una desigualdad que limitaría cualquier aventura conjunta: José Luis disfrutaba de las vacaciones en la flamante bicicleta que lo llevaba a todos los lugares, mientras que mi padre y mis hermanos mayores apenas dejaban oportunidades para yo usara la BH de casa.
     El cura buscó y encontró la solución a este contratiempo en el taller de mi vecino Gurrichi, en la calle San Luis. De allí salió la bici, una antigua motocicleta reconvertida, que la mano de pintura negra y unas ruedas menos gruesas disimulaban en cierto modo su maltrecho cuadro y su anterior condición. Con ella crecieron nuestras correrías en ese verano, uno de los más divertidos de mi niñez, y se fortaleció nuestra amistad que duraría varios años. Sin embargo, la bicicleta se quebró por una antigua fractura, en una galopada camino de la plaza de toros, cuando boqueaban ya las vacaciones estivales. Todavía me queda la nostalgia de aquella pesada bicicleta; y de mi amigo José Luis, que la distancia y los derroteros que traza la vida alejaron poco a poco de mí.

     Con don José salí dos veces fuera del pueblo. La primera fue una excursión que organizó con un puñado de chicos. No recuerdo ya lo que caminamos por la carretera que lleva a Aldeaseca, ni cuanto duró la caminata. Perviven, en cambio, el alivio de mis pies cuando se refrescaron en el agua del pilón junto a una ermita, y la estampa del sacerdote, la sotana en la cintura, que chapoteaba como otro niño, con sus pantalones astrosos calados hasta las rodillas. También, aquella tarde esplendida de sol que el azul limpísimo del cielo y un mar verde tachonado de ondulantes espigas colorearon para siempre en mi memoria.
    La segunda ocasión fue un viaje en automóvil. Acompañé al sacerdote a Zorita de la Frontera o, quizá a El Campo de Peñaranda; en cualquier caso, me acuerdo que debimos pasar por Aldeaseca. Se enterraba allí a un muchacho, que un tumor en la cabeza se llevó de madrugada. Le conocí de pupilo en la casa del capellán y, al poco de ingresar en un seminario de frailes, le sorprendió la enfermedad. He buscado entre sus recuerdos y he encontrado la sonrisa pronta y luminosa de sus ojos negros; su voz argentina, que en tantas ceremonias me emocionó; y el relato que hacía don José de la humilde conformidad con que el niño aceptaba el dolor, que ofrendaba cada día a Dios. Pero el nombre, ay, su nombre, no he podido encontrarlo.
      
     En el verano del 64 yo estaba por cumplir los trece años y el deseo de hacerme sacerdote ocupaba ya todos mis sueños. Un día de este verano Don José acudió a mi casa a la hora de comer. Desde la silla más alejada de la mesa camilla, escuché la propuesta que llevaba para que yo ingresara en un seminario jesuita con el nuevo curso. Mis padres, circunspectos, pero corteses a pesar del escaso tiempo que mi padre disponía para volver al trabajo, dejaron que el sacerdote hablara de mi vocación, y que desgranara todo un rosario de argumentos más, que creí irrefutable. Pero, a mi madre no; y a mi padre, parece que tampoco, aunque dijera poco. Mi madre refería sus pavores a los peligros que yo habría de correr en las remotas tierras de misiones, que imaginaba siempre en África, rodeado de leones, en medio de mil peligros y a punto de morir de hambre; pues ese era el destino que creía les esperaba a todos los frailes de la Tierra. También, el miedo a no volverme a ver, una vez me marchara tan lejos. Junto a estas razones, envueltas en tan peregrinos temores, se me ocurre que pudiera estar la sombra imponente de don Agustín, que advertía que aún no era llegada la hora.
     No sé si la de aquel día fue la mayor frustración que haya sentido en la vida, pero la recuerdo como la más dolorosa de mi infancia. A la mañana siguiente, y durante otras más, refugié mi inconsolable desdicha en la soledad de la iglesia de las Carmelitas. Me sentaba en alguno de los bancos traseros, junto a la entrada, al amparo de la penumbra que allí se replegaba; y dirigía mis plegarias, que sabía vanas, hacia la cortina de luz que el mediodía desplomaba sobre el crucero, sobre el altar mayor. Mientras, las notas mansas del Ángelus, que las monjas salmodiaban, me llegaban serenas, en murmullos. Como el canto pareciera una invitación a la resignación, iba apaciguándoseme el ánimo y el cuerpo se me adormecía, perdida ya la humedad de los ojos en la escena que se dibujaba en el centro del retablo: un ángel amenazaba a Santa Teresa, que postrada imploraba al cielo.

     He de descubrir ahora algunas de las marcas que quedaron en mi carácter del tiempo que frecuenté a don José.
     Seguramente yo fuera un buen estudiante de Bachillerato. Me gustaba compartir la alegría de las notas y buscaba el elogio que creía merecer. Pero el sacerdote nunca daba lugar a la presunción. Sus  comentarios sobre mis resultados siempre me desconcertaban, tan diferentes de los que escuchaba a los profesores, a mis padres. Empleaba la ironía, que mezclaba con alguna palabra mordaz, para descarriar cualquier atisbo de engreimiento que yo pudiera sentir por las calificaciones obtenidas, por mis conocimientos o por mi esfuerzo. Como abundasen los notables, me recordaba que el siete era la nota del burro. Lejos del menosprecio, diríase que deseaba más bien que yo relativizase cualquiera de mis conductas encomiables, y para ello las desvestía del envoltorio superfluo de la vanidad. Así fue como aprendí a rebajar, ya para siempre, mis logros y, en alguna ocasión también, los de mi familia, los de mis hijos.
     Un día el sacerdote me llamó a conversar a su despacho. La habitación tenía un ventanal enrejado por el que entraba la claridad de la calle. Sobre el tablero oscuro de su mesa vi la letra uniforme, menuda y rebajada de rasgos, con que escribía su sermón del domingo. Me acuerdo sólo de una parte de lo que se trató en aquella visita. Quiso saber don José qué persona entre mis amigos, entre mis compañeros de clase estimaba yo por buena persona. Me costó poco nombrar a un compañero del instituto, con el que ya había coincidido en algún curso en la escuela. Debió notar mi sincera admiración por el chico y quiso arrancarme un compromiso por mucho tiempo: siempre que pasase por delante de la puerta de la capilla de las Jesuitinas había de rezar un padrenuestro por él. De inmediato lo acepté, sin más, tan fácil me pareció mantener esa promesa; así que la entrevista siguió por otras rutas. Los asuntos que se trataron después no podría recordarlos, porque la nueva obligación y un montón de dudas comenzaron enseguida a ocupar mi mente. Temía al olvido, al cansancio, a la carga perpetua de la promesa, a todo lo que me llevara a su incumplimiento. Me abrumaba el peso posterior de la conciencia. Concluía ya la reunión y le dije a don José que no quería asumir ese contrato. El cura sonrió y me eximió de él. Pero, desde entonces, me diría valiente en nuestros encuentros, a modo de saludo. Y aquel adjetivo yo lo habría de traducir por su antónimo, pues me recordaba a la mañana en que me faltó el valor para comprometerme. Al definirme, el sacerdote me estigmatizó para siempre, y como si de una profecía que ha de cumplirse se tratara, me he sentido cobarde ante ciertos retos y adversidades con que he tropezado en la vida.
     
     De todo esto hace muchos años. Aunque en mi memoria han permanecido indelebles las huellas de aquellos días, de la sonrisa tímida del cura que siempre anduvo ligero de equipaje, de su abierto y agujereado domicilio, del buen amigo José Luis y otros chicos con los que coincidí entonces al final de la calle más ancha de Peñaranda, de mi vocación postergada. También, del montón de misas que me saben aún al candor de los cánticos de las madres carmelitas.