miércoles, 14 de marzo de 2012

Monaguillo en el asilo



A la memoria de Paco, 
el mayor de mis hermanos,
que inició la senda  que 
 habríamos de seguir todos 
de esfuerzo y responsabilidad
en un tiempo de escasez y de dificultades.

Era un tiempo en el que la religión con su doctrina, sus ritos, sus ceremonias litúrgicas y las festividades del santoral lo impregnaban todo. El catecismo, el evangelio, la historia sagrada y la catequesis; el rosario, las novenas y las procesiones; los bautismos, las comuniones, las bodas y los entierros. Las misas. Eran como gotas que empaparon nuestra vida. ¿Qué niño de entonces no soñó alguna vez con ser monaguillo? Junto al sacerdote, con sus ropajes de actores en medio del escenario, participaban los monaguillos de la solemnidad de muchas de aquellas celebraciones. Los demás éramos meros espectadores, siempre a una respetuosa distancia. Y, como tantos otros, yo pude saborear las mieles de esta ocupación durante mis últimos años de infancia.
     A la sombra imponente de don Agustín y, también, a la más discreta de don José, el capellán de las carmelitas, aprendí a ayudar a misa de tanto como observé cómo se movían los monaguillos alrededor de los altares. Y, sólo en ocasiones me permitieron practicar el oficio, pues la competencia era mucha y yo, un recién llegado. Pero pronto aparecería mi gran ocasión. Fue aquel otoño en el que cumplí diez años, y a poco más de un tiro de piedra de mi casa. Por alguna razón que no recuerdo, ese domingo me atrajeron los tañidos alegres de la campana de la fachada del asilo que convocaban a misa de nueve. Y preferí esa llamada a las habituales de San Miguel para cumplir con el precepto dominical. Desde uno de los bancos de la pequeña capilla, sentí pena del anciano que, voluntarioso, seguía las indicaciones de don Antonio durante la celebración de la Eucaristía con movimientos torpes e inseguros. En aquella escena vislumbré la oportunidad de lograr mi sueño de entonces.
     Después de luchar con mi timidez durante el último tramo de la misa, al concluir ésta, con una determinación que me sorprendió, me acerqué a una monja y le pregunté si necesitaban un monaguillo. Detrás de ella, sin mediar palabra, recorrí un pasillo de grandes cristaleras que el sol de esa mañana inundaba con su tibieza otoñal. En la sacristía el cura se despojaba ya del alba con la ayuda de sor María. De inmediato me aceptaron. Al tiempo, mi nombre se transformó en boca de esta monja en un cariñoso y exclusivo Pepito, con el que durante cuatro años me conocerían todos los que moraban en aquella institución. Y así fue como empezó mi singladura de monaguillo en una capilla que llevaba un tiempo suspirando por Florique, mi antecesor. A este chico, miope y grandullón, lo conocía del Instituto y de verlo trajinar por la tienda que sus padres regentaban en la calle Empedrada, frente a la Travesía de Correos.
     De entonces conservo muchas imágenes rebosantes de la ternura y el aprecio con que me envolvían sor María, sor Ana, sor Cistina, sor Teresa, los viejecitos que sonreían al verme, la solícita demandadera Vicenta y, también, la señora Lucinda desde la portería que se adosaba a la tapia enrejada de la entrada. A diario acudí a la sacristía minutos antes de las ocho. Todavía me parece que me levanto presto a la llamada de mi padre. Me salpico con el agua, que he debido trasegar antes  desde el cántaro a una palangana de porcelana, que hace equilibrios en el pasillo sobre un soporte cojo y herrumbroso. Y, mientras me peino el flequillo, el minúsculo espejo incrustado en la pared junto a la puerta de la cocina me devuelve la imagen de un rostro aún somnoliento. Ya, por toda la calle, vienen rodando a mi encuentro los últimos toques de campana que me acompañarán por San Luis y la cuesta del asilo.
     Poco a poco, iban sucediéndose las estaciones en aquellas mañanas de mi niñez. En las madrugadas oscuras y frías de invierno, toda mi calle era puertas y postigos atrancados, para que no le despertase el eco de mis pasos apresurados, que sólo pretendían engañar a la helada y a las taimadas tinieblas. Qué alivio cuando, al comienzo de la primavera, me recibía un sol que se desperezaba en su remolón ascenso por encima de los negrillos de la carretera de Madrid. Cómo me alegraba la zapatiesta que armaban los vencejos madrugadores a mi paso, dándome los buenos días con sus  revoloteos y sus trinos en las mañanas estivales, que a esas horas ya presagiaban un sol de justicia para todo el barrio. Pero ni el madrugón, ni el frío, ni el calor, ni las horas que robé al sueño en la época de los exámenes lograron que desistiera de la cita de cada mañana. Tampoco aquella mañana gélida, de suelo deslizante y rebosante de caídas y fracturas, de la que tanto hablaron todos durante días. La que más mi madre, para repetir a las vecinas su extrañeza, que apenas disimulaba el orgullo, porque yo no hubiera sufrido percance alguno, tan oscura me encontrara todavía la calle a esas horas.
     Sobre una maciza cómoda de madera, repleta de alargados cajones, al lado del alba, el amito, la estola y la casulla que revestirían al capellán, me esperaban una tersa túnica roja y un roquete blanco que olía todavía a almidón. Sor María aparecía pronto y su cara eccematosa me envolvía con una acariciadora sonrisa de buenos días, complacida con mi puntual presencia. Más tarde llegaba don Antonio, adusto y poco comunicativo, que compaginaba por entonces sus labores de coadjutor de la iglesia parroquial con la capellanía de aquella institución de hermanas de la caridad que cuidaban de un montón de ancianos. Quizá por su carácter o porque al poco tiempo llegó un nuevo sacerdote para su puesto en el asilo, apenas me quedan recuerdos de él. Don Leandro era diferente: frágil de salud, amable en el trato, considerado con todos. Nunca he olvidado aquel sacerdote discreto. Se acercaba al altar con la cabeza ladeada, como si quisiera esconderla entre sus hombros, que se encogían con humildad abrumados por la carga de su ministerio, y ese gesto ya no le abandonaba durante toda la Eucaristía.
     Fueron tantas misas que pronto aprendí todo este oficio religioso en un latín que entonces no entendía: desde el Introibo ad altare Dei, al que respondíamos ad Deum qui laetificat juventutem meam; hasta el Ite,missa est, que ponía fin a la celebración con nuestro Deo gratias. Y entera la reproduje muchas veces en el rincón más umbrío del corral de mi casa en las mañanas calurosas del estío.  De un improvisado altar, al lado del ventanuco del cuarto donde dormía con mis hermanos, me convertía en un ministro sagrado. Me ayudaba como acólito mi hermano Ignacio, que me escuchaba maravillado musitar el Lavabo inter inocentes manus meas,  al tiempo que el agua resbalaba de mis dedos a la jofaina invisible que él portaba. Incluso, como sucediera en la capilla, creía escuchar el cantarín manojo de campanillas, mientras mantenía en alto la Hostia y recitaba Hoc est enim corpus meum, inclinada la cabeza, tanto admiraba al nuevo capellán.
     Atesoro muchos recuerdos de aquellas misas. Vuelan las notas que tecleaba sor Cristina en el armonio desde el fondo de la capilla, detrás de los últimos bancos de las viejecitas. También, la voz atiplada y temblona de la pizpireta Maruja, que las acompañaba en las misas cantadas y que crecía muy por encima de su menuda talla. Y los ojos de una niña, que aparecían en algunas vacaciones en la portería del asilo, que yo los notaba persiguiéndome durante toda la ceremonia. Con mayor intensidad, si cabe,  buscaban los míos cuando, de rodillas, esperaba la comunión, mientras colocaba la bandejita dorada bajo su barbilla. Acababa incomodándome esa insistencia de su mirada, que a mí me parecía que todos advertían. Esta muchachita, algún año menor que yo, exteriorizaba unos prematuros atributos de adolescente, y aquello me confundía mucho más. Contumaz, casi todos los días se las ingeniaba para retenerme debajo de los soportales de la casa de los guardeses con la escusa de mostrarme su colección de tebeos. Descubrió pronto que las viñetas de Zipi y Zape, Doña Urraca, Carpanta y la Familia Ulises me atraían mucho más que su persona. Y sucumbí a la tentación de poseer un puñado de aquellas historietas a cambió de un fugaz beso que hube de estampar en su tibia mejilla.
     Sor María fue la monja con quien más congenié. A menudo la encontraba entretenida en horadar con un troquel un montoncito de finísimas tortas rectangulares de pan de ángel. De cada una obtenía siempre ocho albas obleas del tamaño de un duro, y apartaba los recortes que sobraban al tiempo que me miraba y sonreía. Cuando la misa terminaba me regalaba un sobre rebosante de esa golosina, y esa era una forma de demostrarme el cariño que me tenía. Pero toda la comunidad hacía partícipe a Pepito de sus fiestas, de sus celebraciones, y de su alegría. Y en todas esas ocasiones, la onomástica de San Vicente Paúl, su fundadador y patrono, o alguna festividad religiosa especial para las hermanas de la caridad, acababa desayunando después de misa en la sala de las visitas. Era un cuartito que se encontraba en el vestíbulo, frente al despacho de sor Ana. Sobre una mesa camilla me aguardaba el tazón más blanco que he visto jamás, colmado de humeante leche en la que mojaba las orondas galletas hojaldradas que llenaban una cestita redonda. En cualquier coyuntura se repetía el convite, a veces alternando la leche por un oscuro y espeso chocolate en el tazón y las galletas por un puñado de bizcochos en los que destellaban minúsculas partículas de azúcar. Era el caso de la visita del señor obispo de Bombay, hermano de la superiora. Para aquel manojo de monjitas la  presencia  del monseñor era un acontecimiento que rompía con su rutina. Fue la primera vez que vi a un obispo. Pero ni la abundante barba encanecida, que le llegaba al pecho, ni el fajín, la botonadura y el solideo violetas impidieron que me tratara con el candor de un hombre sencillo y bueno.  Su cercanía parecía decirme que su alto cargo eclesiástico fuese un accidente, al que él no daba más importancia. Comportamiento que a mí me sorprendía en un tiempo donde era tan habitual marcar las distancias, también en la Iglesia.
     Como parte de la amplia familia del asilo, presencié mi primer Empastre en La Florida. Fue un jueves de ferias. Cuánto me divirtió aquel desfile imposible de la banda del Bombero Torero. Me reí sin descanso con un músico canijo que aporreaba frenéticamente un bombo tan descomunal que le impedía seguir la formación, y que arrastraba fuera de ella a dos o tres atolondrados más. El director, contrariado, los empujaba a la fila y la orquesta reiniciaba la marcha. Todo esto se repetía una y otra vez provocando un caos cada vez mayor. Hasta que el director de la orquesta, desesperado, arrojó lejos su batuta y el sombrero y se sentó en la arena del albero en medio de una gran carcajada de la plaza. Desde las localidades que nos acogieron debajo del tejadillo en un tendido de sol y sombra, contemplé dos días más tarde la que fue también mi primera corrida de toros. De ella se me grabaron imágenes para siempre: el luminoso paseíllo de las cuadrillas multicolores a los compases de Amparito Roca, un pasodoble que me emociona desde entonces más que ningún otro; los cambios de las sucesivas suertes que nos anunciaban los tambores y clarines; el toreo plástico y bello de Antonio Bienvenida y Fermín Murillo que formaron parte de la terna de aquella tarde inolvidable. Y tampoco olvidaré el autobús que me llevó, acompañado de ancianitos y algunas monjas, a la Peña de Francia una mañana de verano. Fue ese día el primero en que viajé más allá de Salamanca. De aquella excursión vine cargado de las revueltas de la ascensión al montículo donde se asentaba el santuario de una virgen negra. También me traje las voces profundas de unos monjes cargadas de infinitas modulaciones, que se mantenían en el aire como si levitaran. Ese canto, que sor María llamó gregoriano, fue un premio mayor del que yo podía esperar, tanto me conmovió.
     Todos estos recuerdos permanecen dentro del baúl de mi niñez. No creía que fueran tantos. Al abrir la tapa han brotado fragantes como las dalias, los claveles, los crisantemos, las rosas y las azucenas de los jardines primorosos que bordeaban el edificio al que tanto acudí. Y, de pronto, me ha parecido que desplegaran sus alas, como si quisieran acariciarme, las cofias blanquísimas y tersas de aquellas monjas del asilo.