jueves, 24 de marzo de 2022

EL PLACER DE LA LECTURA (Primera parte: “Aprendizaje”)

Muy pronto descubrí el gusto por la lectura. En los libros supe ya de niño que podía aprender muchas cosas, que encontraría historias, aventuras y vidas que otros habían protagonizado. Casi todos en tiempos pasados, con costumbres diferentes. 

 ***

    El primer libro que tuve en mis manos fue la cartilla “Rayas, primera parte”. Lo estrené cuando acudí a la escuela de párvulos que había en la calle del Carmen, al lado de una tienda de ultramarinos y de la barbería que tenía allí mi vecino, el señor Jero; frente a la antigua cárcel. 

  Confesaré mi desazón inicial al tener que enfrentarme con unos garabatos que me parecían enigmáticos. Doña Tere, la maestra, además, me intimidaba desde su altura; su bata blanca que le caía hasta los tobillos; el pelo oscuro y ondulado por la permanente; y el rostro, que yo creía serio, algo triste. Acaso contribuyera también que la luz, que entraba por los ventanales que se asomaban a la calle, apenas disipaba la penumbra en una clase tan amplia como aquella en la que me encontraba. 

    Cuando doña Tere me desveló que la letra “a” era el primer sonido con el que decíamos “abanico”, y que el truco era mirar el dibujo que aparecía a su lado, mis recelos menguaron. Así que en eso consistía: tenía que descubrir los sonidos que los signos que llamábamos letras escondían. Como si de un juego se tratara, empecé a entender las claves para resolver los enigmas de aquellas letras primeras desvelando las pistas que la cartilla me daba a través de un erizo, de una iglesia, de un ojo y de unas uvas. 

    El aprendizaje continuaba por la noche ya en casa. Me colocaba entre las piernas de mi padre en la cocina, al amor de la lumbre de la chimenea. Él dibujaba las vocales una a una en mi pizarra y esperaba expectante. Sus ojos se empequeñecían risueños, en medio de las arrugas que los rodeaban, cuando mi respuesta atinaba con el sonido de la letra. Aunque la “e” se me atragantaba. No recordaba su sonido, porque la pizarra no me daba ninguna pista. “Bueno, no te preocupes”, decía entonces mi padre; pero en su mirada yo no veía la sonrisa anhelada. Esa sensación me ha acompañado siempre. 

    Después vinieron otras letras que necesitaban de las anteriores para sonar. La primera fue la “m”, y fui capaz de leer tras unos días “mi mamá me mima, amo a mi mama”, cuya clave parecía estar en la ilustración de una mamá que, sentada en una silla de espadaña, atiende amorosa a su hijo que extiende hacia ella sus brazos para abrazarla. 

    Recuerdo que al principio me desconcertaban las frases que no tenían sentido para mí: “ese filipino fuma”, “fíate de tu familia”, “mete tu tomo”, “toma tu mata”. Pero, también que en aquellas páginas descubrí que una tina era un barreño, como el que mi madre cargaba cada lunes con la ropa usada de la semana para llevarlo al lavadero del Reguero. 

     Día tras día las vocales se juntaban con nuevas consonantes. Luego estas sílabas iban mezclándose en nuevas palabras que yo aprendía entre balbuceos, satisfecho, en las páginas siguientes. Doña Tere me llamaba cada día a su mesa, abría la cartilla por donde me llegaba y escuchaba atenta cómo deletreaba aquella página. ¡Qué contento volvía a mi pupitre si la maestra dibujaba arriba de la página leída una cruz con su lapicero! 

     Me parece ver todavía el gran encerado que colgaba en la pared a la que miraban los pupitres, justo debajo de un crucifijo. Sobre las rayas horizontales que lo atravesaban de un lado a otro, la maestra escribía a diario algunas de las palabras y frases que habíamos leído: “La niña arrima la silla a la mesa”. “No quiero la azuela sino el cepillo”. “Quita la hoz que está junto al haz”. Las letras se inclinaban un poquito a la derecha y se enlazaban como lo hacían las de la cartilla. Me gustaba como iba dibujando a la mayoría del mismo tamaño; y las demás, que sobresalían por encima o por debajo, como alcanzaban todas la misma longitud. ¡Claro! Para eso servían las rayas del encerado. 

    Después copiábamos las frases en nuestra pizarra, y había que dibujar los trazos de abajo a arriba y de izquierda a derecha, uniendo las letras de cada palabra. Como ya sabía leer lo que la maestra escribía, me esmeraba satisfecho en imitar la caligrafía de doña Tere. Deseaba hacerlo bien, borraba mucho con el trapo que colgaba del marco de madera, que humedecía con saliva. Lo intentaba una y otra vez, hasta que la pizarra se iba llenando de las letras blancas que trazaba el pizarrín.

 *** 

     Al año siguiente me cambiaron de maestra, de clase y de cartilla. 

    Me han quedado algunos recuerdos de doña Aurora. Y aunque la memoria no me la muestre nítida, cuando pienso en los nueve meses que fue mi maestra revolotea la imagen de una abuela menuda, firme y cariñosa al mismo tiempo. No recuerdo que Doña Aurora levantara la voz, y algo me dice que mis primeros aprendizajes la deben mucho. Lo que no he olvidado es la luz que desde el patio del recreo entraba a raudales por encima de los geranios que descansaban en el alfeizar de cada uno de los ventanales, al contrario de lo que sucedía en el aula de doña Tere orientada hacia el norte. 

     La nueva cartilla se llamaba también RAYAS, y nosotros la conocíamos como la cartilla segunda. En la portada, el niño y la niña que escribían las primeras letras en el encerado, fueron sustituidos por un muchachito, que copiaba ya palabras en su pizarra sentado en un pupitre. Con los demás alumnos presumía de tenérmelas que ver con tareas más difíciles. Para eso era un año mayor. Las letras de la cartilla segunda dibujaban los rasgos y la inclinación que ya conocía, y, cuando se enlazaban unas a otras para formar palabras, cada vez me costaba menos leerlas sin partirlas. 

     Aparecieron detalles nuevos.  

    Quien hubiese escrito esta cartilla sabía cómo aprovechar mejor sus páginas, y, para que cupiesen más, las letras habían disminuido de tamaño. Ahora los dibujos que ilustraban las hojas me ayudaban solo con las letras y los sonidos más difíciles: “torax”, “Felix”. A la x no había que confundirla con la s. Servían también para aprender a leer las sílabas más complicadas, como las que aparecían en “escudo”, “aviador”, “dromedario” o en “cabra”. Y no se vaya a creer que las vocales y las consonantes eran caprichosas. Se colocaban en el orden en el que debíamos pronunciar sus sonidos. 

     De modo que descifraba cada vez con mayor exactitud y celeridad el jeroglífico de la escritura. El premio consistía en entender el mensaje que una palabra, una frase ocultaban. “Golondrina”, “Nicolás fue expulsado por desobediente”. “El hierro se oxida con el agua”, leía en la cartilla y pensaba en la chatarra que estaba arrumbada en el corral de mi casa. 

    En la cartilla segunda aparecieron letras nuevas. Doña Aurora las llamó mayúsculas, porque eran mayores que las que habíamos aprendido en la cartilla primera, y que ya nombraríamos como minúsculas. La letra con la que comenzaba mi nombre y las de los nombres de cada uno de mis compañeros se transformaban en mayúsculas. También si quería escribir Peñaranda. O, Cantaracillo, que era el pueblo donde había nacido mi padre. 

     Las mayúsculas me parecían un poco presumidas con sus trazos curvos y sus filigranas. Pero, ¡eran tan elegantes! Me cautivaba el primor con que la maestra las dibujaba en el encerado, la destreza con la que unía unas letras con otras para transformarlas en palabras que yo leía entonces con fruición. Cogía luego mi pizarrín, e intentaba reproducirlas en mi pizarra, mientras que, seguramente nervioso, me mordería la lengua, como siempre que me concentraba en alguna tarea y que tanta gracia hacía a mi familia. Elegí la J y la A y me empeñé en escribir por primera vez mi nombre con esas dos mayúsculas. Sin las pautas que tenía el encerado, las mayúsculas me salían gigantescas y desiguales. ¡Cuánta desazón sentía! Pero, cómo iba a borrar mi nombre, si lo que más deseaba era que mis padres sonrieran al descubrir que ya lo sabía escribir ¡y con mayúsculas! Además, quería escribir como mi madre, que tenía una letra muy bonita y que conservó siempre como la aprendió en la escuela de Mancera de Arriba. Cuántas veces nos recordó, ufana, que había sido de las primeras de su clase

    La nueva cartilla trajo también los puntos y las comas. No eran adornos, no. La maestra nos explicaba que, igual que una nueva frase comenzaba con una letra mayúscula, terminaba siempre en un punto. El punto o la coma nos permitían descansar para respirar un poquito durante la lectura. Más, cuando te encontrabas con un punto. 

     Lo mejor de esta cartilla eran las lecturas que me encontraba cada poco. Leía aquellas lecturas guiado por doña Aurora, que me ayudaba a salir de los atascos con dulzura, mientras me envolvía la fragancia a rosas que siempre la acompañaba. No sé la razón, pero recuerdo la que se titulaba “La cabra” y que ilustraba el dibujo de un pastor y su perro que vigilaban el pasto tranquilo de unas cuantas cabras. En algún momento debí colorear la escena con mis primeras pinturas Alpino, pues coloreada la he guardado en mi memoria. 

     Así fue como aprendí a leer y, también, a disfrutar con lo que leía. Desde entonces, lo mismo podría triscar con las cabras que un pastorcillo sacaba por la mañana al campo, que acompañar a los Reyes Magos camino de Belén para adorar al Niño Jesús guiados por una estrella.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Molina y la bomba de carburo

Mi madre decía: “Este chico parece estar siempre inventando”. No sé si en ese reproche no habría una pizca de orgullo. Como cualquier otro, yo era un niño curioso. Esa curiosidad me llevaba a una experimentación  continua, aunque mi fantasía me arrastrara a aventuras que, en ocasiones, un ángel de la guarda evitó que se convirtieran en desgracias.

    Pocos muchachos ignoraban entonces lo que era una bomba de carburo, por más que la mayoría lo conociera solo de oídas, como era mi caso. Pero, ya se sabe que los relatos son los que mejor alimentan la imaginación de un niño.  Y, como en las experiencias de los otros encontrábamos muchas veces nuestras aventuras, pronto habría de ser yo testigo de la prueba. ¡Ah!  Podéis creerme: no es lo mismo que te lo cuenten  que vivirlo. ¡Ni mucho menos! Y he de decir ya que se superaron mis expectativas, pues el episodio a punto estuvo de cobrarse bajas de guerra.

   Recuerdo que fue mi vecino Manolo Molina, uno de los hijos de la señora Carmela, quien nos había contado con más detalle lo espectacular que resultaba hacer explotar una bomba de carburo. El sabía cómo fabricarlo, porque había presenciado muchas veces ese prodigio. Aseguraba que nos sorprendería. “Claro que  -dijo con mucho empaque- es peligroso.  Preguntádselo a Venancín; si no,  ¿por qué habría de tener ese costurón en el lado derecho de la frente? Suerte que el golpe no lo recibió más abajo, pues ahora estaría tuerto; o en la sien, y, entonces, ya no podría contarlo”.

   A menudo preparábamos nuestras aventuras con antelación. Es curioso, en aquella ocasión no habíamos hecho planes. Las casualidades de ese día lo propiciaron. A la salida de la escuela solíamos regresar a casa por la Travesía de San Luis.  Aunque a mí me parecía que se llegaba a casa antes por esa ruta, lo hacíamos a veces por la calle Isabel la Católica. Esa tarde,  a pesar de que me llamara con urgencia la merienda, fue el trayecto que elegimos, y no recuerdo la razón, pero sí que conmigo venía Molina. 

    Casi al final de la calle se encontraba el taller mecánico de Los Bejaranos. En aquella parte de la calzada la tierra aparecía amazacotada por el tránsito continuo de carros y tractores. El agua de la lluvia, o la que se arrojaba desde  las casas vecinas, permanecía allí unos días sin lograr filtrarse. Así que, en medio de un charco frente al taller, borboteaban unos trocitos de carburo, quizás arrojados después de la última soldadura autógena a la reja maltrecha de algún tractor. Si mil veces pasaba por allí, mil veces me fascinaba ese burbujeo que parecía un silbo afónico. Me agaché y saque varios trozos blancuzcos del agua. Miré a Molina y, como asintió, comprendí que me había leído el pensamiento, que esa tarde, por fin, experimentaría lo que tantas veces me contaron

    En nuestra calle convencimos a Machelino, a Maxi, a Pedrín y, tal vez, algunos más porque éramos un puñado de vecinos. El teatro de operaciones elegido sería una vez más la era del Reguero,  ¿acaso había otro mejor?


    El bote que necesitábamos lo encontramos en los muladares vecinos de la era. Conocíamos muy bien los montones que se sucedían  a un lado y otro del camino;  en ellos  se podía hallar de todo, también botes. No costó mucho dar con el que nos serviría, apenas sin abolladuras, ni herrumbre. Pero, aún conservaba la tapa. Era  como una lengüeta que alguno desgajó del todo abriéndola y cerrándola con insistencia. Un clavo de hierro sirvió para que otro perforara la base del bote, sin hundirla, tras dos o tres eficaces  golpes con un canto.


    Y nos acercamos a nuestro destino. Era primavera, pero el azul del cielo, el olor cambiante de la era y la quietud del trigal aledaño con sus espigas regordetas,  presagiaban ya el verano. Buscamos la zona más próxima al lavadero del Reguero

    Molina se constituyó en  jefe de operaciones,  los demás cumplíamos sus órdenes. Así que, excavamos un hoyo, lo llenamos de agua del lavadero y eché dentro los trocitos de carburo que había traído envueltos en tu trapo. Cubrimos el agua con el bote boca abajo y  lo fijamos al hoyo con tierra que apretamos a conciencia a su  alrededor.


   Nos parapetamos tras el desnivel que separaba la era de la explanada con los pilones de las lavanderas. Más abajo, en los tendederos, las últimas sábanas tremolaban su blancura al sol. Asomábamos solo la cabeza; ¡qué digo!, los ojos, tanto miedo nos había provocado Molina con sus relatos tremebundos. 

    Nuestro capitán encendía ya por un extremo la vara reseca que había recogido por el camino. Vi como se arrastraba después hasta que la llama alcanzó el agujero del bote. Se retiró raudo un trecho, hasta quedar a mitad de camino por delante de nosotros. Conté mentalmente: uno, dos, tres, cuatro cinco, seis…, siete…, ocho…, y… no hubo nada. Manolo se incorporó precavido; al poco, se puso de pié más confiado; se dio la vuelta hacia nosotros, encogió los hombres y la cara dibujó la mueca de no explicarse aquel fallo. Luego  caminó hacia el hoyo. Estaba a un paso, y: ¡Boom! La lata voló hacia el cielo, y al estallido se agregaron los gritos de susto que nos llevamos, mientras escondíamos contra el suelo y bajo las manos nuestras cabezas.

     El único que permaneció de pie fue Molina. Cuando levanté la mirada allí estaba, de pie, rígido. ¿¡Se le había erizado el pelo!?  No había soltado la vara, la llama titilaba aún en la punta. De pronto, la arrojó lejos y comenzó a hurgarse compulsivamente, con movimientos bruscos, un oído.


    Tal vez aturdido enfiló hacia la salida de la era; los demás fuimos enderezándonos y le seguimos detrás en silencio, extrañados, mirándonos unos a los otros mientras nos sacudíamos los restos de la tierra y las briznas de  hierba prendidas en la ropa. Allí arriba, en medio de un azul limpísimo, el sol  parecía que vigilara nuestro regreso a casa.

 

    Aunque nunca más fui testigo de otra explosión como aquella, todavía resuena en mi memoria el trueno de la bomba de carburo en la era del Reguero.





     


miércoles, 28 de mayo de 2014

Unos años de instituto (4ª parte)


En los años que pasé en el Instituto tuve muchos profesores; los más permanecieron todo ese tiempo; algunos llegaban y no volvían al curso siguiente. Me acuerdo de dos de estos últimos, aunque haya olvidado sus nombres.
     Al que nos daba Historia, alguien le bautizó como Florines; y, como veis, con ese mote se quedó entre nosotros hasta hoy. Desde la primera, sus clases se convirtieron en una función. Podía haberse debido a sus explicaciones muy ambientadas; tan amenas, que me trasladaban a otras épocas, más allá de batallas, fechas o personajes históricos. Pero, no. Descubrimos pronto al pusilánime que se escondía tras su erudición y sus gafas de estudioso, pues carecía de la firmeza necesaria para lidiar con el grupo de bárbaros que formábamos por entonces. Perdió el pulso inicial que le echaron los más díscolos y, por ello, su autoridad para con todos los demás. Si uno le provocaba, fingía un enfado que no creíamos; la recriminación la empañaba de inmediato una sonrisa mal disimulada, mientras se atusaba la nariz y la boca repetidas veces. Yo maliciaba entonces el espectáculo. Se acercaba el profesor con poses taimadas al pupitre del alumno, y este, con muchos aspavientos, se levantaba para colocarse detrás de la silla. Ya podéis imaginar los amagos para pillar y para escapar, en un vaivén que se repetía en torno a  la mesa. Cuando Florines parecía alcanzarle, el alumno lo esquivaba y corría entre las filas de pupitres perseguido por el hombre, que, desquiciado, tropezaba con las zancadillas que otros le ponían. El alboroto debía llegar hasta la conserjería, pues todo concluía con los contundentes mandobles que, al poco, nos repartían el señor Joaquín o el señor Manolo, el Lagarto, atribuyéndose para sí la función de antidisturbios. Para esa hora, la clase estaba ya perdida.

     A veces ocurría que un profesor, todavía en el Instituto, dejaba de impartir una asignatura y era reemplazado por otro. Es lo que sucedió en cuarto curso, cuando a don Manuel Herrero le sustituyó el nuevo profesor de FEN. Solo me dio clase ese curso, el último de los que estudié en el Centro, y no me he olvidado de él, como sí ocurrió con tantos otros. Os diré por qué.
     Me atraía la marca plana, redonda, como de un preciso martillazo, entre sus cejas; un estigma, del tamaño de una perra gorda, del que no podía apartar mis ojos mientras el hombre nos hablaba. Esto, de por sí, podía ser suficiente para acordarme de él. Pero otro motivo más poderoso, más indeleble que la señal en su frente, lo ha retenido en mi memoria y, seguro, en la de mis compañeros de curso.
     El profesor de FEN venía a diario en su coche desde Salamanca, por lo que no es extraño que se retrasara aquella mañana. Muchos charlábamos, algunos garabateaban en el encerado, y, así, cada uno entretenía la espera. Llegó el profesor y buscamos nuestros pupitres. El señor apenas dio dos pasos, pues, fue mirar la pizarra y frenarse en seco: el dibujo de la guillotina francesa, a la que coronaban una hoz y un martillo entrecruzados, le había paralizado. Ni yo, ni la mayoría sospechábamos por entonces la provocación; pero el ingenio del pintor debía comprender la afrenta de aquellos símbolos para un hombre de Falange Española. Lo cierto es, que, al volverse, vi como empalidecía el martillazo de su entrecejo en medio del rostro, que el furor teñía ya de un rojo alarmante. Ni una sola palabra dijo. No hizo falta. Desanduvo los dos pasos y salió de una clase reducida al silencio.
     ¿Cuánto tardó en volver? El tiempo que necesité para barruntar los peores presagios. Vino acompañado de don Julián, el jefe de estudios. Como este se inflara con tantos resoplidos, me pareció más corpulento que otros días. Se enfrentó a la clase con los brazos en jarras; mientras nos miraba, elevaba un hombro, luego, el otro, en un  tic repetido que me sobresaltaba; y, entre las muchas ráfagas de indignación que lanzaban sus ojos, alguna debió alcanzarme certera, pues, sentí un fuerte retortijón en la tripa.
     -¡¿Quién… de  ustedes… ha pintado esto?!-  quiso saber, y  pareció que le crujieran los dientes.
     Nadie respondió. Todavía escuché la misma pregunta, cada vez más perentoria, dos o tres veces, y el mismo silencio. Para entonces, don Julián evidenciaba su fastidio. ¿Qué le contrariaba más, el provocador dibujo en la pizarra o nuestro mutismo que parecía una conjura contra su autoridad?
     -¡Todos al pasillo!- gritó.
     En un rincón, entre los servicios de los alumnos y la escalera al primer piso, estaba el aula, como escondida, alejada de las demás. Quien quiera que aquella mañana nos contemplara enfilar derrotados el pasillo central, pensaría que nos pesaba nuestro destierro, tan cabizbajos íbamos colocándonos de espalda a la pared en dos hileras simétricas de cariacontecidos. No sé cuánto hubiera durado el paseo, arriba y abajo, del jefe de estudios, sin ese ataque de tos que le hizo carraspear hasta tres veces y escupir las flemas en el pañuelo, como era su costumbre. Con mucha parsimonia dobló el pañuelo y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Tal vez durante ese intervalo decidió cómo actuar. Y nos espetó lo que sería un ultimátum:
     -Así que nadie ha sido, ¿eh?
    Nos miramos unos a otros sin apenas levantar la cabeza y en todos atisbé una firmeza contagiosa. Acaso don Julián imaginara el mismo silencio que le dimos en clase, porque no dejó tiempo para la respuesta. De inmediato sonó la primera bofetada, y después restallaron otras, una por barba, que se repartieron en las dos filas. Y allí, de pie y con un carrillo encendido, nos abandonó en el pasillo por toda la mañana. Luego llegó la tarde y el día siguiente, y el otro. Todas las horas de esos días fueron como la primera, muchas veces repetida: la pregunta, la callada por respuesta, la expulsión al pasillo y la ristra de tortazos. El grupo que yo conocía bullicioso, había perdido de pronto las risas. También,  las palabras. Por eso adiviné, casi desde el principio, que nuestra actitud silente había de prevalecer a los guantazos y a cualquier forma de castigo; que no habría culpables, ni delatores. Unas jornadas, tres o cuatro, tardó el jefe de estudios en convencerse también de ello. Hasta que capituló. Aquella última tarde, tosió con violencia, escupió el previsible gargajo en su pañuelo arrugado, y nos mandó definitivamente a clase.

***
     Los dos accidentes se produjeron en un lapso de pocos días. El curso había terminado antes, sin que pueda precisar cuánto, porque la luz y los calores del verano parecían llevar con nosotros desde siempre. Los dos accidentes, uno trágico, ocurrieron en la carretera. Dos de mis compañeros de cuatro años de bachillerato sufrieron las consecuencias cuando disfrutaban del ansiado verano de vacaciones.
     La casualidad quiso que mi madre eligiera esa tarde para que don Andrés firmase el certificado médico que requería el Seminario, donde, por fin, continuaría mis estudios el curso siguiente. La consulta que tenía el doctor en su casa de la calle Nuestra Señora, la ocupaba a esa hora, y por un buen rato, un accidentado. Los quejidos nos llegaban cercanos a través de la puerta entreabierta de la sala de espera. La curiosidad, y el morbo, ya está dicho, hicieron que desde allí atisbara la consulta, donde el médico parecía suturar la nariz de un muchacho doliente, al que no reconocí, por la sangre que cubría los ojos y la cara toda.
     Más tarde me enteré que un camión había atropellado a Ángel Carabias cuando montaba su bicicleta cerca del cruce a Mancera. Supe que el golpe le fracturó algún hueso. El tiempo todo lo cura, se dice; y Ángel pudo contarlo. Sin embargo, el rostro conocido cambió con la nariz disminuida por el costurón que el médico cosió la tarde aciaga que ambos coincidimos en casa de don Andrés.
     Peor suerte le esperaba en la carretera de Macotera a José Manuel: el vehículo que lo atropelló le arrebató la vida, cuando la adolescencia invita más a vivirla. Debieron contarme cómo ocurrió todo, pero olvidé pronto los detalles, porque nunca quise quedarme con ellos. Fue mi compañero de pupitre, sus apellidos Martín Corral, a los que seguían en las listas diarias los Martín Díaz míos, nos acercaron en clase aquellos años de estudios.
     A Carabias lo vi a menudo, casi cada vez que regresaba a Peñaranda.
    José Manuel se hizo el encontradizo en muchos sueños. Y, de tarde en tarde, del baúl de los recuerdos saco el suyo para  volverlo a la vida en mi memoria.

     Con tal sino acaban mis recuerdos del Onésimo Redondo -no he vuelto a sus pasillos, a sus aulas, a sus talleres-. Estos sucesos salpicaron de aprensión las vacaciones, y agradecí más, si cabe, dejar el que fue mi instituto. Las desgracias, tan inexorables, acaso ayudaran también a despojarme de lo que restaba del niño que había sido.  
    
     Después, el verano se precipitó enseguida; con él, los preparativos para una nueva etapa, la primera lejos de mi pueblo.


miércoles, 21 de mayo de 2014

Unos años de instituto (3ª parte)

Los últimos días del trimestre, dos o tres, antes de que nos dieran las vacaciones de Semana Santa los ocupaban los ejercicios espirituales. Eran unas jornadas en las que entrenábamos el recogimiento. Eso nos decía don Agustín; y como las pláticas que nos dirigía atemperasen su voz, las palabras parecían hurgarme en el alma para limpiar de cualquier impureza los recovecos más escondidos. Seguían a continuación horas de reflexión, que intranquilizaban mi conciencia, y de penitencia que la aliviaban. Estaba prohibido hablar por los pasillos. Por ellos deambulaba, como cualquiera de mis compañeros, ensimismado tras el último sermón. Evitaba mirar a los otros, pues así creía que sería la norma en conventos de clausura. Nunca como entonces el instituto guardó tanto silencio. Al menos, no lo recuerdo.

     El mes de mayo es un mes florido, claro y luminoso; un mes que dedicábamos a la Virgen. Me parece que entro en el instituto y a mi izquierda, contemplo todavía el pequeño altar que se alzaba al fondo del amplio pasillo. ¿En qué momento nos acercábamos al altar y dejábamos nuestras flores de papel a los pies de la imagen de María? ¿En qué clase habíamos escrito las ofrendas que se guardaban entre sus pétalos? Sé que formábamos dos hileras, que se movían hacia el altar mientras cantábamos con voz engolada: Venid y vamos todos, con flores a María, con flores a porfía, que madre nuestra es. Seguro que me creéis si os digo que nunca entendí lo de las flores a porfía.

     Nadie me explicó por qué hacíamos fiesta precisamente el día de san Fernando. Todavía no lo sé. A Fernando III el Santo le conocía desde la escuela, y se me representa sin esfuerzo sobre un caballo que cocea a un moro derrotado. Lo cierto es que el 30 de mayo todos íbamos de excursión, por ejemplo, al río San Pedro. Al parecer, de esa manera despedíamos las clases por ese curso y nos tomábamos un respiro antes de los exámenes finales de junio. Así que ya podéis imaginarnos enfilando la carretera de Macotera en medio de bromas y canciones que todos coreábamos. Las deportivas y los pantalones cortos era el atuendo más repetido, que para eso íbamos al campo.
     Tal era mi contento que, desde el primer paso, supe que el sol dorado nos acompañaría hasta el regreso; ya por el camino se entretuvo tostando las primeras espigas maduras de cebada; abrillantaba el verde de las cunetas; volvía más rojas las amapolas que jugaban al corro, aquí y allá, entre los trigales. Hasta el cielo quiso vestirse de azul para todo el día. A uno y otro lado, mientras caminaba, el paisaje se me ofrecía inabarcable. Era un camino que yo había hecho, y que volvería a hacer muchas veces más, un día andando, otro en bicicleta; casi siempre buscando un baño imposible en algún remanso, donde el hilo del agua se acumulaba con desgana a la sombra del aliso o del fresno, y que apenas refrescaría mis canillas. Pues es lo que tenía ese río, el único que considerábamos nuestro, que no llevaba agua cuando más nos hubiese gustado: en los veranos de Peñaranda, siempre tórridos.
     A finales de mayo como estábamos, aún pude chapotear un buen rato con mis compañeros hasta enturbiar el agua, mientras llegaba la hora de comer. En eso consistió el primer baño del verano. La caminata, los juegos y tanta salpicadura me abrieron el apetito, al que vino a aderezar el inconfundible olor a paella. La pila de troncos y ramas secas, apilada en la explanada, había mermado mucho. La parte que faltaba era ahora la brasa sobre la que se calentaba una paellera soberbia. Las cocineras del instituto descargaban en ese momento el arroz, que iba ocultando el refrito y los tropezones de pollo; y en el aire se mezclaron sus aromas con los que desprendían el tomillo salsero y alguna mata de espliego. Poco después, cada quien con sus amigos, se sentó a comer con ganas lo que encontró en el respectivo plato de plástico. Yo aseguraría que lo alterné con unos buenos bocados del generoso pedazo de pan blanco que me tocó en el reparto.

Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Carmen Jiménez del Castillo.

      A mis hermanos les oí a menudo hablar de los talleres; pero ni su entusiasmo ni sus habilidades encontraron en mí el mismo acomodo. Así que, lo diré cuanto antes: pasé por aquellas clases con más pena que gloria; y, como cada taller ocupaba un trimestre, en su sucesión encontraba algo de consuelo. Os contaré ahora algunos recuerdos que me quedaron de ellos.
     Don Alfredo alternaba el taller de mecánica con las clases de Tecnología. Si en el taller jamás logré que las paredes de dos piezas de hierro ensamblaran como debían, en el aula el tedio se apoderaba de mí en cuanto la voz monótona y casi inaudible de don Alfredo explicaba la lección del libro de Tecnología. Como siempre andaba falto de sueño, aquellos susurros me acunaban y no me enteraba de nada. Me sobresaltaba de pronto el golpe seco de una tiza al chocar contra un pupitre o contra la cabeza de cualquiera que el hombre descubriese distraído; y, ante la cara de pasmo del agredido, le gritaba ¡bobote!, y de esa manera rompía su insufrible monserga y me espabilaba un rato. Del taller, me desagradaba todo: el olor a lubricante, el agudo repicar de los martillos sobre las piezas metálicas, las limaduras que se prendían de la ropa. Mucho más, las denuncias constantes a la que me sometían la escuadra y el calibre por mi impericia en aquel aula que llenaban tornos y la fresadora; y es que, por más plana que movía la lima sobre las piezas, siempre ocasionaba un rebaje incorrecto en alguna de sus caras, para mi desánimo.
     El maestro del taller de carpintería era don José Luis. Espigado y con bigotillo. Dábamos las clases en un aula amplia. Entre un puñado de enfiladas columnas, se asentaban los bancos de carpintero, cada uno con su repertorio de cepillos, garlopas, formones, gubias, serruchos y martillos. ¿Por qué mis piezas tenían siempre curvaturas y por qué nunca encontraba el modo de evitarlo, o corregirlo? Eran preguntas que me abrumaban entonces. Cuando el maestro miraba de perfil mi paralelepípedo, temía siempre su recriminación: “¡Esa madera tiene alabeo!”. Aún fui mucho menos afortunado con las ensambladuras, ya fueran a caja y espiga o a cola de milano. Y ese recuerdo permanece. También mi desesperación por el del montón de seguetas que gasté en los trabajos de marquetería. Me echaba a temblar si el dibujo en la chapa de madera exigía algún calado, por simple que fuese. Para romper esos pelos si me daba maña, sí. Tampoco he olvidado el olor inconfundible que impregnaba el aire que siempre respiré allí; tan intenso, que hasta el nombre de pila del profesor mudó por el de maestro Viruta, que ya le acompañaría siempre.
     El taller más luminoso era el de electricidad. Acaso porque la claridad toda del patio entraba por las ventanas, que daban al sur. Además, supongo, porque el maestro electricista me cayó bien desde el principio. De trato amable y sonrisa pronta, el antojo rosado en la mejilla humanizaba a don Andrés Vaquero hasta parecerme más asequible que los otros profesores. Y, si en un taller encontré algún entretenimiento, sin duda, fue en el suyo. Diré que, en ocasiones, me creí un orfebre con los alicates de punta redonda, aunque se me atragantaran las filigranas ensortijadas con que remataban todos los trabajos de manualidades que hacíamos con alambre. Como los demás, construí circuitos eléctricos sobre una madera sembrada de puntas, y de uno a otro de estos postes saltaba el tendido de cobre. En algún lugar se situaba la pila de petaca, en otro, siempre entre dos puntas muy juntas, una chapa simulaba el interruptor. Qué satisfacción si al accionar esta llave se encendía la bombillita donde concluía el cableado. 

     Pero, ¿en qué circuitos logré más alegrías, en los de en serie o en los de en paralelo? Cómo voy a saberlo, si ya no recuerdo cuáles eran unos u otros.




Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Paco Ruano.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Unos años de instituto ( 2ª parte)


Montaje sobre una recreación del Campo de fútbol "Pedro Gil" realizada por  Kiko García.

Don Manuel Herrero de Francia fue el profesor de FEN algunos cursos. También, de Gimnasia; bueno, de Educación Física, lo mismo da. Pero me quedan tan pocos recuerdos de sus clases, que podría decir que no existieron; si existieron me acordaría, pues desde pequeño me gustó el ejercicio. Eran lo más parecido a un recreo. Ya sabéis: tomad un balón y a darle patadas al patio. El patio era el campo de fútbol Pedro Gil, vecino del instituto. Y no es que esa alternativa me disgustase, no se vaya a creer. Pero éramos muchos, y aquellos partidos me parecían poco serios: sin alineaciones, ni árbitro, ni siquiera rivalidad. ¡Qué diferentes de los que disputaba con mis vecinos de San Luis en la era del Reguero! Claro que, muchas noches de entonces, soñé con el soberbio gimnasio que conocí en la primera planta, encima del taller de carpintería. Y tuve que conformarme, al despertar, con el regusto de las tablas de ejercicios, de los saltos en el potro y las volteretas sobre el plinton que ejercitaba en mis sueños. 

     Doña Elvirita vivía al lado de Don Andrés, mi médico de cabecera; no tenía más que cruzar la calle para asistir a la misa de las Jesuitinas, en la calle Nuestra Señora. Con ella imagino que aprendí a distinguir las clases de palabras, y a clasificarlas a fuerza de análisis morfológicos; o, qué palabras eran el sujeto, el verbo y los complementos en las oraciones que debía analizar sintácticamente. Si me esfuerzo un poco, acaso resuenen todavía los versos de aquel moro, Abenámar, que había nacido cuando la mar estaba en calma y la luna crecida, que recitábamos en sus clases de Lengua y Literatura, hasta aprenderlos de corrido. Pero su empeño por la letra no lo he olvidado, y a su machaconería le debo los rasgos claros y regulares que acompañaron mi escritura de muchos años. Todavía me parece tener delante los cuadernos de dos rayas, en los que cada noche debía copiar un texto hasta completar una plana. De pastas marrones, me agradaban los salmones, los ciervos, los lobos, las ardillas que en el río, el bosque o la pradera ilustraban la portada. Aprendía cosas de ellos en el texto de la contraportada, que se encuadraba siempre en medio de la misma selva, con el mismo elefante, la misma  serpiente y el mismo buitre leonado.

     Doña Elvirita tenía gafas y era una solterona muy estirada.
   
    Un curso, al menos, aprendí a fabricar objetos de papel. Fue don José Luis Jiménez quien nos enseñó papiroflexia. Podéis creer que reproduciría, si me lo propusiera  y casi de forma automática, las dobleces de los barquitos, sombreros, soplillos, aguaderas, aviones que hacíamos en la clase de Trabajos Manuales. Claro, estos eran los más fáciles. Por eso, desde entonces, los he repetido cientos de veces; y, en casi todas las ocasiones, para sorprender a mis hijos cuando eran pequeños, o para buscar una sonrisa de algún vecinito. Otras figuras eran muy complicadas. A mí me gustaban sobre todo las pajaritas de papel, aquellas que si tirabas de la cola, movían sus alas encorvadas. Pero, ¡ay! esas, olvidé pronto cómo se hacían.
    
     El dibujo artístico debió dar pronto paso al dibujo lineal. Para esta clase subíamos a la primera planta. Me agradaba el aula a la que acudíamos, vecina del salón de actos. De su mismo tamaño eran los ventanales que en hilera ocupaban la pared de la izquierda, aunque libres de cortinas, para que toda la luz de la calle entrara abundante. Por sus diáfanos cristales escapó mi imaginación tantas tardes, más allá del descampado, que la Gasolinera de Mora y el cuartel de la guardia civil flanqueaban, y de la era de don Aresio. Sí, mucho, mucho más allá…

     Me encaramaba a un taburete giratorio y colocaba sobre la mesa articulada todos mis útiles: la regla, la escuadra y el cartabón, el transportador de ángulos, la plantilla de curvas, el tintero de tinta china y mi estuche de dibujo. La luz, como ya dije, venía de la calle por la izquierda y, a veces, se asomaba a la lámina blanquísima sobre el inclinado tablero de la mesa. Curioseaba entre los rasgos que dejaba el lapicero 2H, el portaminas del compás, o los más precisos del de la bigotera; y aguardaba a que, más tarde, pasaran los tiralíneas, para bruñir las líneas definitivas de tinta china que componían alguna figura geométrica. 
    
     A menudo me llevaba el trabajo de dibujo por terminar a casa. ¡Vaya!, siempre me pasa que, al recordarlo, se cuela de rondón la lámina que un borrón de tinta echa a perder. Y, detrás, viene mi madre, ¡pobre mujer! Lo vais a entender: un pliego de papel de barba, aquel que al trasluz leías Guarro en una marca de agua, costaba todo un duro en la librería de Coll. Es cierto, se sacaban de él cuatro láminas. Pero pedir cinco pesetas cada poco a mi madre desataba siempre el mismo drama. Sus lamentaciones, su desesperación al desprenderse de la moneda me recordaban cuán estrecha era nuestra economía familiar, y todavía hoy me aplasta el  peso de la culpa como lo sentía entonces. ¡Ay, madre! No he conocido a nadie que economizara de tan poco con tu eficacia, siempre a fuerza de mil privaciones.

     Las clases siempre me agobiaban. Debería decir más bien, que el agobio me lo producía el temor a que me preguntasen la lección, a que me sacaran a la pizarra y mi mente se bloqueara delante de mis compañeros. Cada clase suponía un tema nuevo que estudiar para el día siguiente, un puñado de ejercicios que resolver en casa y poco o nada de tarde libre. Solo una contingencia podía aliviar esa carga. A veces, y por sorpresa, se producía el milagro: una proyección de diapositivas. Con qué alivio abandonaba entonces el aula; había que recorrer el pasillo que rodeaba el patio interior, hasta llegar a las cocinas y el comedor, donde almorzaban los compañeros que venían de los pueblos vecinos, cuyas ventanas miraban a la Plaza Nueva. Poco me importaba que las imágenes explicaran como se reproducía o se alimentaba una ameba, la clasificación del mundo animal o el principio de Arquímedes. Tampoco que aquellas sesiones las rematara siempre una colección nueva de diapositivas que protagonizaba Don Bosco. Muchos no sabrán quién era Don Bosco: un sacerdote, siempre rodeado de jóvenes hispanoamericanos, que por sus sonrisas parecían sentirse muy contentos con él. Pues, eso. Que lo que me convenía en realidad era que nos demoráramos allí el mayor tiempo posible. Aunque me pareció en todas las ocasiones breve, tan solo el que evitaba la clase de Matemáticas, o de Cultivos o de cualquiera otra asignatura.


     Eran los años en que rezos y ritos de iglesia se acomodaban a cualquier situación. Lo viví en la escuela, y después, en el instituto. Los calendarios teñían de rojo las festividades religiosas, y entre tantos nombres que cabían en el santoral, algunos se significaban de vez en cuando para aligerarnos de las clases a cambio de celebraciones. Ahora  voy a contar varias de ellas, tal como mi memoria las ha guardado.

     A nada que observaras como crecían los días, adivinabas la primavera detrás de la esquina. Más, cuando al estrenarse marzo, el instituto organizaba la festividad de santo Tomás de Aquino. A todos nos contagiaba el trajín que se montaba en el salón de actos con los preparativos de las obras de teatro de ese año. Me acuerdo de “La Venganza de don Mendo” en la que intervino mi hermano Hilario, pero he olvidado los títulos de las otras obras que se representaron por entonces; ni siquiera recuerdo el de la única en la que me dieron un papel. Tampoco de qué trataba. Conservo solo el entusiasmo con que dibujamos los decorados que acompañarían cada escena y lo que me costó retener el puñado de frases que había de soltar sobre el escenario; el montón de veces que las repetí en los ensayos, en la calle, en mi casa y en mis desasosegados sueños de las noches previas.
     He visto muchas veces una foto en la que nos mezclamos los actores de las dos obras de aquella tarde para recibir los aplausos del público. Y si he de creerla, diría: “Parece que todo salió bien”


miércoles, 7 de mayo de 2014

Unos años de instituto (1ª parte)


 ¿Fueron sólo aquella división por una cifra y el dictado? Puede que la Prueba de Ingreso incluyera algún ejercicio más que he olvidado. Lo cierto es que necesité aprobarla para matricularme en primero de bachillerato. Sin embargo, ese curso fue ya el segundo de los cinco que permanecería en el Onésimo Redondo, pues el anterior lo pasé en calidad de alumno oyente. Como no había cumplido aún los diez años, la mudanza de la escuela al instituto debió parecerles aventurada a mis padres y a don Luis, mi último maestro. Tal vez fuera excesivo para mis capacidades, que una decena de libros sustituyeran de pronto la singular enciclopedia Álvarez.
     Cuánta vida de aquellos años se quedó entre los blanquísimos muros del Instituto Laboral de mi pueblo. Muchos recuerdos de entonces los he extraviado. Creo que la culpa la tiene la monotonía de los horarios, de las clases y de los rostros que se repitieron durante esa época. Otros han sobrevivido a pesar de todo; más, las anécdotas, que eran como la sal y la pimienta de lo que se cocía allí. Aunque no aseguraría que dibujen con precisión las escenas que viví, pues, ¿qué detalles son realidad y a cuáles adereza la imaginación del paso del tiempo?

     El curso de oyente lo pasé sentado en la última fila. Desde allí contemplé el desfile de los demás chicos al encerado, sus sobresaltos al nombrarlos, los titubeos de muchos cuando las preguntas les abrumaban; la determinación de las letras y los números con los que otros cubrían el encerado al resolver análisis sintácticos y problemas matemáticos. Y si nunca escuché mi nombre en las listas de la clase, tampoco me apremió ningún profesor con lecciones y ejercicios. Me acomodé pronto a aquella situación que a nada obligaba. Con una excepción: las clases de Religión del imponente don Agustín. Como me seducían las historias sagradas que llenaban las páginas del libro de texto, dedicaba casi todo mi esfuerzo a su lectura. El cura, tal vez porque no encontrara respuestas en los otros alumnos, ensayó un día la misma pregunta conmigo, con fortuna; y don Agustín me puso de ejemplo para mis compañeros. Este primer elogio estimuló mi vanidad. Así que, siguieron otros más, a los que me hice acreedor, ya por lo que quedaba de curso. De las demás asignaturas de aquel año no me queda memoria. Supongo que las mismas del año siguiente, ya mi primer curso oficial. Eso, sin duda, me facilitó unas notas brillantes en junio, que me lanzaron ligero de preocupaciones a los días inmensos de las vacaciones de verano. Esa sensación me gustó, de modo que, aunque las notas fueran ya menos espléndidas, la busqué en todo el bachillerato y la encontré siempre al finalizar cada curso.
    
    Asistí a la inauguración de ml segundo curso de bachillerato en el salón de actos de la primera planta del Instituto. Era este espacioso, repleto de butacas que miraban un portentoso escenario; desde la izquierda, la luz de los ventanales apenas conseguía atravesar las tupidas cortinas, que caían desde el techo en ondulados pliegues de un azul oscuro. Aquella mañana, sin que nadie me asesorara, desterré de mis piernas y rodillas los últimos vestigios de los juegos del verano con el jabón de sosa y un estropajo, que las dejó casi en carne viva. También me repeiné y me puse el pantalón corto de franela de los domingos. Acudí solo al instituto. Como me aturdía la parafernalia de la celebración, me hundí en alguna de las butacas, perdido en el centro del salón. Una fila de profesores nos miraban sentados tras las mesas que presidían el escenario; alguien, de pie, dijo que iba a impartir la primera lección del año y yo no me enteré de su discurso. Después empezó la procesión de alumnos para recoger sus diplomas. Aunque lo esperaba, me asusté al oír mi nombre; y el pasillo al estrado se me hizo infinito, tanto me azararon las miradas que creía pendientes de mí. Doña María Andujar, la directora, me entregó las cartulinas que certificaban las tres matrículas de honor que obtuvo mi aprovechamiento en primero. Lamenté entonces que nadie de mi familia estuviese allí para verlo.
     Al llegar a casa, lucía todavía la onda que con tanto esmero peiné de mañana. Ufano enseñé a mi madre los triunfos que había recogido. Como era casi la hora de comer, apenas me hizo caso; en aquel momento parecía preocuparle más que el cocido estuviese listo, pues mi padre estaba al caer y yo debía saber que apenas paraba una hora antes de volver al tajo. Así fue como el éxito de aquel día y mi alegría por compartirlo se tiñeron con el color cotidiano. Esa desilusión de entonces me ha acompañado siempre. Tenía once años.

     Cargué con la cartera de piel marrón, ya marchita, de Paco o de Pablo. Heredé también mi primera pluma estilográfica que sustituyó lapiceros y plumillas escolares, y con la que me sentí un estudiante auténtico, como eran ellos. Estrené pocos libros de texto. Los más los había utilizado Hilario, el tercero de mis hermanos mayores, con el que coincidí en el instituto aquellos años. Acertaría si dijese que varios los había recibido también él antes que yo. De pocos conocí sus pastas, pues un papel de estraza los forraba a todos. De esta manera se ocultaban las puntadas de lezna y bramante con que mi padre había cosido a un dedo del lomo las hojas que pugnaban por abandonar el barco. A fe que lo consiguió en todos los casos; pero, a cambio, a esos libros les era ya imposible permanecer abiertos por su propio peso, tal era la tirantez de las puntadas, y solo con esfuerzo podía descubrir las letras primeras de cada renglón.

   Todos los libros de texto anunciaban en sus portadas las asignaturas: Matemáticas, Lengua y Literatura, Geografía Universal, Historia de España, Dibujo técnico, Organografía, Cultivos. Los de Formación del Espíritu Nacional, no. Los títulos parecían más los de una novela: Vela y ancla, Aprendiz de hombre, Cartas a mi hijo. En otro lugar ponía Doncel, que yo sospechaba un joven príncipe. Me agradaba el tacto de sus duras tapas de cartón plastificado. Las ilustraciones eran como las carteleras de los cines, que contemplaba al pasar por los soportales de la plaza cercanos a la calle Bodegones; y, como ellas, anunciaban las historietas que se contaban en su interior. En primero me emocionó el trato generoso y confiado de Marcelino, Pan y Vino con un milagroso Cristo, arrumbado en el desván de un convento. También, la entereza de Guillermo Tell, cuando, en medio de una plaza, disparó la flecha certera que partió la manzana que su confiado hijo llevaba sobre la cabeza. Del libro de segundo, Aprendiz de hombre, no he olvidado el cuento de El carbonero alcalde. Como uno más de Lapeza me enardecieron las arengas con que este hombre disponía a sus vecinos contra el enemigo. Me costó poco creerme cualquiera de los que mudaron el tronco de encina en fabuloso cañón; de los que ayudaron a encaramarlo sobre la empalizada de madera, desde donde se oteaba el camino que venía hasta el pueblo. En medio de la refriega, pareció que mis oídos reventaban al tiempo que lo hacía el cañón, cuando explotó en su único disparo. A pesar de la humareda densa que me hacía lagrimear, distinguía los muchos cadáveres, algunos mutilados, de franceses y lugareños.
     El propósito de las clases de FEN, si lo había, se velaba siempre tras aquellas historias que activaban mi imaginación. Así que solo recuerdo que íbamos turnándonos para leerlas en voz alta, y que, después, debíamos ilustrarlas. Supongo que estos dibujos los realizábamos en un bloc. Los míos eran esquemáticos, con puntiagudas montañas y un sol en pugna constante para hacerse un hueco entre nubes rollizas. Los de mi compañero Cifuentes eran incomparables. Miraba fascinado como los personajes se llenaban de vida con el primor con que los dibujaba. No les faltaba detalle. Todavía admiro su destreza, y se me escapa el mismo mohín de envidia de entonces.


lunes, 2 de diciembre de 2013

Los recuerdos primeros



Ilustración extraída de "Cuentos y hadas: cuentos para niños" de Julia Asensi

                                                                                                        A mis padres
                                                                                                        que me dieron la vida,
                                                                 que me regalaron la suya toda

Dicen que no quedan recuerdos de los primeros años. ¿Qué edad tendría en estos que quiero contar? Me hago muy chico cuando me acerco a ellos. Son estos recuerdos míos los más antiguos de cuantos conservo, los más inocentes y, después de casi sesenta años, no los he perdido por tan largo camino. Los evoco como retazos de mi estrenada andadura en la vida, sin esfuerzo apenas, tanto me he acostumbrado a sus visitas desde entonces. Son los de mi madre y mi padre, los de la casa donde me crié, y la calle por donde trastabillaron mis pasos primeros. Allí nace mi conciencia del pasado.

     El más remoto sea tal vez esta instantánea que ha quedado impresa en mi memoria. Aparece nítida a pesar de los años en el marco de aquella mañana. Una luz dorada entra desde la calle a través de los visillos claros que penden del enorme ventanal. Los rayos trazan líneas diagonales contra el suelo de cemento y el hule de la mesa, y multitud de motas de polvo se intercalan entre ellos como notas en un pentagrama. En la salita, mi madre zurce el zancajo de un calcetín, al que da forma un huevo de madera escondido en su interior. Se sienta en una silla baja de espadaña entre la mesa camilla, la ventana y un armario que casi toca el techo. La luna que ocupa la puerta del mueble refleja a la mujer de espaldas, inclinada sobre la labor, y a una criatura en cuclillas. Miro absorto el retrato que me devuelve el espejo: el pantalón se abre por la entrepierna y muestra colgantes esas partes, poco pudendas a tan corta edad, en una posición eficaz y muy repetida las veces que necesitaba evacuar.
    
     Guardo otro recuerdo de ese tiempo. Aparezco en él y, también, mi madre.
     La alcoba y la sala de estar las separaba una cortina que tenía la anchura del estrecho pasillo entre las dos camas. En una de ellas me había postrado aquella tarde el sarampión. La fiebre convertía  el reposo obligado en una pesadilla que iba, venía y me desazonaba. Esta zozobra me  despertó, pero la calentura, muy alta, se empeñó en que el delirio continuase. Lo que comenzaba como un cuchicheo apenas audible, dentro de mí se transformaba de pronto en bullicio creciente provocado por una multitud que parecía llenar la salita. Los gritos se solapaban y pugnaban por infiltrarse al mismo tiempo en mi cabeza, contra la que restallaban sin clemencia hasta aturdirme. La angustia me echó de la cama para conocer lo que ocurría al lado. Retiré la cortina tembloroso, y al asomarme las voces de la sala callaron de súbito. Sólo oí el entrechocar de las ajugas con que mi madre dibujaba los puntos de un jersey de lana, sin siquiera la acostumbrada compañía del serial de las cuatro. Apenas duró un instante. El que mi sorprendida madre tardó en verme tembloroso fuera de la cama, porque abandonó la labor sobre la mesa y, solícita, fue a mi encuentro.
     -Jose, hijo, qué pasa”- me dijo.
    Atendió el miedo que, entre escalofríos, balbucían mis palabras; noté la calidez de su abrazo, mientras me susurraba que en la salita estaba ella sola, que no temiera nada, que ella me cuidaba. Me metió con delicadeza en la cama; remetió las mantas y la colcha, no fuera a coger frío, y subió el embozo hasta tapar mi barbilla.  Consideró con la mano la temperatura de mi frente, se sentó junto a mí y, paciente, esperó a que me durmiera. Su cercanía balsámica ahuyentó la pesadilla en aquella ocasión.
     Diré ya que, aunque esta imagen de mi madre, cariñosa, entregada a la menor queja del hijo, forma parte de mi niñez primera, la contemplé en otros momentos más: en todos aquellos que alguno de mis hermanos o yo enfermamos. También, que la alucinación de esa tarde se convertiría en una visita recurrente con la fiebre, hasta que abandoné la infancia. Después, la he soñado alguna vez. No podría asegurar por ello que mis evocaciones hayan podido evitar el contagio de lo vivido con unos años más. El sarampión sí lo pasé entonces y parece que preocupó sobremanera a mis padres. Me enteré mucho tiempo después. Quise saber la razón del padrenuestro “por las intenciones del niño” que, tras la retahíla de ora pro nobis, ofrecíamos al final del rosario cada tarde en torno a la mesa camilla. No sin algo de orgullo descubrí que era por una promesa si salía con bien de aquella enfermedad que contraje siendo un crío.

     Era esa la estancia principal de mi casa, ora comedor, ora sala de estar, y en ella pasábamos la mayor parte del tiempo. Así que, poco puede extrañar que el primer recuerdo que guarde de mi padre lo sitúe también allí. Fue junto al ventanal. El hueco que ocupaba en la  pared era amplio y profundo. Una pieza de madera tapizaba el alfeizar y debajo un cajón hecho de tablas entraba y salía del muro terroso. Su interior albergaba objetos dispares; la mayoría, los cachivaches que iban y volvían en nuestros juegos infinitos.
     Contra los cristales chocaban a ráfagas las gotas de un día de lluvia. Sin embargo, los postigos abiertos de par en par de la ventana permitían aprovechar aún parte de la claridad exterior. Mi padre me había sentado sobre el tablero de aquella singular mesa y mis pies golpeteaban la madera del cajón en un feliz vaivén. De esta manera demostraba sin duda la ventura de estar a su lado. Volteaba sus manos y él me dejaba hacer condescendiente. Sobre una de sus palmas extendida dejé perderse la mía, que pareció de pronto empequeñecerse aún más. La giré, admirado de su calidez y de la robustez de sus dedos. Poco me importaron sus combas uñas irregulares, de cuya base se despegaban, retorcidas como líquenes, bastas cutículas partidas a trechos. Tampoco, los restos de cemento que cobijaban,  tercos a pesar de los continuos bálagos de agua y jabón, y que se volverían ya perdurables.
     ¡Ay, esas manos! Esas manos se me grabaron para siempre. Durante la infancia entera, y muchos años más protegerían y sustentarían mi vida, también la de mi familia.

     Muy vieja debe ser la imagen primitiva que conservo de mi calle.  Fue antes de que comenzara en el parvulario. Y por tanto, de que contemplara expectante como, desde la calle Medina hasta la Travesía de San Luis, iban apareciendo las aceras, y como el cemento recubría los cantos que aquellos obreros alineaban con destreza sobre carretadas de arena amarilla, hasta mudar el aspecto de la calzada.
     La conocí de tierra. Acaso sería más justo decir que me acuerdo de ella embarrada, enfangada de puches. El suelo era un lodazal. Allí vaciaban sus aguas jabonosas las palanganas, vertían las suyas los barreños tras fregar los cacharros, o se derramaban la de los calderos después de limpiar habitaciones y pasillos. Al lado de ellas, acaso caerían también otras de procedencia, es un decir, más íntima. Lo cierto es que a la tierra le costaba absorber tanta humedad. No era preciso esperar a la lluvia.
     Sobre el barrizal quedaban marcadas las roderas de la tartana rebrincona de Moronta, que todas las mañanas nos traía a la misma hora las hogazas de pan. No sé ahora quien tiraba del carro, si mula o caballo. Pero no he olvidado el renqueante caminar de la acémila ni sus resoplidos. Y, de pronto, rescato de la memoria el olor de aquel pan de miga blanca y crujientes rescaños, que guardaba en su interior una pizca del rescoldo de la tahona.
    
     Creo ver también un puñado de niños que se persiguen sin importarles las pellas de barro que levantan; a lo lejos, una mujer sacude briosa la noche pasada de una alfombra. En un corro, varias otras con mi madre, parlotean a la vez muy interesadas sin dejar de manotear; mientras, los mandiles atados a sus cinturas parecen comentar las hazanas que quedan por hacer. 
     
    Aquella calle y los muros del número 15 de San Luis fueron los escenarios donde se representó ese tiempo de mi primera infancia. A pesar de mi empeño, solo he logrado rescatar estas secuencias de entonces. En el limbo de la memoria, donde descansan los años más tiernos, se debe haber quedado el resto.