miércoles, 24 de noviembre de 2021

Molina y la bomba de carburo

Mi madre decía: “Este chico parece estar siempre inventando”. No sé si en ese reproche no habría una pizca de orgullo. Como cualquier otro, yo era un niño curioso. Esa curiosidad me llevaba a una experimentación  continua, aunque mi fantasía me arrastrara a aventuras que, en ocasiones, un ángel de la guarda evitó que se convirtieran en desgracias.

    Pocos muchachos ignoraban entonces lo que era una bomba de carburo, por más que la mayoría lo conociera solo de oídas, como era mi caso. Pero, ya se sabe que los relatos son los que mejor alimentan la imaginación de un niño.  Y, como en las experiencias de los otros encontrábamos muchas veces nuestras aventuras, pronto habría de ser yo testigo de la prueba. ¡Ah!  Podéis creerme: no es lo mismo que te lo cuenten  que vivirlo. ¡Ni mucho menos! Y he de decir ya que se superaron mis expectativas, pues el episodio a punto estuvo de cobrarse bajas de guerra.

   Recuerdo que fue mi vecino Manolo Molina, uno de los hijos de la señora Carmela, quien nos había contado con más detalle lo espectacular que resultaba hacer explotar una bomba de carburo. El sabía cómo fabricarlo, porque había presenciado muchas veces ese prodigio. Aseguraba que nos sorprendería. “Claro que  -dijo con mucho empaque- es peligroso.  Preguntádselo a Venancín; si no,  ¿por qué habría de tener ese costurón en el lado derecho de la frente? Suerte que el golpe no lo recibió más abajo, pues ahora estaría tuerto; o en la sien, y, entonces, ya no podría contarlo”.

   A menudo preparábamos nuestras aventuras con antelación. Es curioso, en aquella ocasión no habíamos hecho planes. Las casualidades de ese día lo propiciaron. A la salida de la escuela solíamos regresar a casa por la Travesía de San Luis.  Aunque a mí me parecía que se llegaba a casa antes por esa ruta, lo hacíamos a veces por la calle Isabel la Católica. Esa tarde,  a pesar de que me llamara con urgencia la merienda, fue el trayecto que elegimos, y no recuerdo la razón, pero sí que conmigo venía Molina. 

    Casi al final de la calle se encontraba el taller mecánico de Los Bejaranos. En aquella parte de la calzada la tierra aparecía amazacotada por el tránsito continuo de carros y tractores. El agua de la lluvia, o la que se arrojaba desde  las casas vecinas, permanecía allí unos días sin lograr filtrarse. Así que, en medio de un charco frente al taller, borboteaban unos trocitos de carburo, quizás arrojados después de la última soldadura autógena a la reja maltrecha de algún tractor. Si mil veces pasaba por allí, mil veces me fascinaba ese burbujeo que parecía un silbo afónico. Me agaché y saque varios trozos blancuzcos del agua. Miré a Molina y, como asintió, comprendí que me había leído el pensamiento, que esa tarde, por fin, experimentaría lo que tantas veces me contaron

    En nuestra calle convencimos a Machelino, a Maxi, a Pedrín y, tal vez, algunos más porque éramos un puñado de vecinos. El teatro de operaciones elegido sería una vez más la era del Reguero,  ¿acaso había otro mejor?


    El bote que necesitábamos lo encontramos en los muladares vecinos de la era. Conocíamos muy bien los montones que se sucedían  a un lado y otro del camino;  en ellos  se podía hallar de todo, también botes. No costó mucho dar con el que nos serviría, apenas sin abolladuras, ni herrumbre. Pero, aún conservaba la tapa. Era  como una lengüeta que alguno desgajó del todo abriéndola y cerrándola con insistencia. Un clavo de hierro sirvió para que otro perforara la base del bote, sin hundirla, tras dos o tres eficaces  golpes con un canto.


    Y nos acercamos a nuestro destino. Era primavera, pero el azul del cielo, el olor cambiante de la era y la quietud del trigal aledaño con sus espigas regordetas,  presagiaban ya el verano. Buscamos la zona más próxima al lavadero del Reguero

    Molina se constituyó en  jefe de operaciones,  los demás cumplíamos sus órdenes. Así que, excavamos un hoyo, lo llenamos de agua del lavadero y eché dentro los trocitos de carburo que había traído envueltos en tu trapo. Cubrimos el agua con el bote boca abajo y  lo fijamos al hoyo con tierra que apretamos a conciencia a su  alrededor.


   Nos parapetamos tras el desnivel que separaba la era de la explanada con los pilones de las lavanderas. Más abajo, en los tendederos, las últimas sábanas tremolaban su blancura al sol. Asomábamos solo la cabeza; ¡qué digo!, los ojos, tanto miedo nos había provocado Molina con sus relatos tremebundos. 

    Nuestro capitán encendía ya por un extremo la vara reseca que había recogido por el camino. Vi como se arrastraba después hasta que la llama alcanzó el agujero del bote. Se retiró raudo un trecho, hasta quedar a mitad de camino por delante de nosotros. Conté mentalmente: uno, dos, tres, cuatro cinco, seis…, siete…, ocho…, y… no hubo nada. Manolo se incorporó precavido; al poco, se puso de pié más confiado; se dio la vuelta hacia nosotros, encogió los hombres y la cara dibujó la mueca de no explicarse aquel fallo. Luego  caminó hacia el hoyo. Estaba a un paso, y: ¡Boom! La lata voló hacia el cielo, y al estallido se agregaron los gritos de susto que nos llevamos, mientras escondíamos contra el suelo y bajo las manos nuestras cabezas.

     El único que permaneció de pie fue Molina. Cuando levanté la mirada allí estaba, de pie, rígido. ¿¡Se le había erizado el pelo!?  No había soltado la vara, la llama titilaba aún en la punta. De pronto, la arrojó lejos y comenzó a hurgarse compulsivamente, con movimientos bruscos, un oído.


    Tal vez aturdido enfiló hacia la salida de la era; los demás fuimos enderezándonos y le seguimos detrás en silencio, extrañados, mirándonos unos a los otros mientras nos sacudíamos los restos de la tierra y las briznas de  hierba prendidas en la ropa. Allí arriba, en medio de un azul limpísimo, el sol  parecía que vigilara nuestro regreso a casa.

 

    Aunque nunca más fui testigo de otra explosión como aquella, todavía resuena en mi memoria el trueno de la bomba de carburo en la era del Reguero.