lunes, 14 de mayo de 2012

Mi primera comunión

 
Comenzaré diciendo que tomé mi primera comunión a los nueve años. Envidié a mis amigos, a mis compañeros,  cuando vistieron las galas para su celebración el año anterior, y, como las lágrimas de consternación que vertí debieron ser poco convincentes, hube de conformarme con la espera de la llegada de una nueva primavera. Lo decidieron mis padres. Si me explicaron los motivos de este aplazamiento, ya no me acuerdo. Las dos razones que me han perseguido siempre son meras conjeturas: o que mi uso de razón fuera aún escaso a los ocho años, o que lo que escaseara fueran los dineros necesarios para la ocasión. Esta segunda hipótesis podría sostenerse si los problemas económicos no hubiesen sido endémicos en mi familia; a buen seguro persistirían el año siguiente y los venideros.
     A mí me llegó el turno ese año. Aquellas tardes escuchaba a Juanito Valderrama cantar a su hija vestida de comunión. Comenzaban a florecer los campos tras las lluvias de abril y era el disco dedicado que más repetía la radio. La calle se llenaba de gorgoritos y toques de campanas y yo me imaginaba una niña de cara regordeta, acicalada con azucenas y jazmines, las manos juntas sobre el pecho, camino de la iglesia, mientras sus padres la miraban embelesados. En los escaparates de los Pelos Grifos, Muro y Gregorio Martín, bajo los soportales de la Plaza, unos trajes de cuentos de hadas nos vendían ilusiones a los niños y las niñas que habríamos de tomar nuestra primera comunión.
    La preparación para tomar mi primera comunión convirtió las tardes en una retahíla de obligaciones y alguna que otra privación. La rutina, que me divertía apenas salía de la escuela Miguel de Unamuno, se rompió durante los dos primeros meses luminosos de primavera. Menguaron los planes con los amigos desde las cinco a las siete. Mis padres me vigilaron, pues consideraban trascendental el acontecimiento religioso que iba a protagonizar. A veces me olvidaba, tanto me gustaba jugar al fútbol. La merienda podía esperar un rato y pronto señalábamos las porterías con nuestras carteras en la calle que formaba la hilera de talleres con los muros de los almacenes de los Pucheritos. Hacía poco que corríamos tras el balón, y asomaba mi padre por la esquina de la carretera de Madrid con sus grandes botas de goma, que le llegaban a las rodillas y su inseparable boina negra, salpicada de yeso, ladeada. Me miraba con los ojos casi cerrados, el cigarrillo en la comisura de los labios, el bigote inmóvil como un contrapeso de las cejas interrogadoras. No había más. De inmediato recogía la cartera y, presuroso, me marchaba a casa, dejando tras de mí los regates y los goles imposibles de cada una de esas tardes.
     Sobre la mesa camilla de la salita, que hacía también de comedor, estudiaba el catecismo de segundo grado. Era un compendio de lo que yo debía conocer si quería ser buen cristiano. Es antes la obligación que la devoción, me decían en casa para justificar la prioridad del catecismo. Aunque yo no sabía distinguir entonces por qué el catecismo era más obligación que devoción. El caso es que mi padre me exigía las respuestas correctas a las preguntas que llenaban aquel librito de pastas rojas, del que me complacía la ilustración sencilla de la portada: a orillas del lago Tiberiades, un montón de galileos atendían las palabras que Jesús  les dirigía subido a una barca de pescadores.
     Cuando la fecha se aproximaba, don Agustín cogió las riendas de los preparativos para la primera comunión. Fue una tanda de tardes las que acudí a la parroquia para aprender a ser digno del sacramento de la Eucaristía. Me maravillaba siempre la penumbra silenciosa del templo, apenas rota por los listones de luz polvorienta que enviaban los cristales de poniente, la claraboya de la cúpula y la temblona lamparilla del altar mayor. La mayoría de las sesiones discurrieron en el habitáculo mágico que se enfrentaba al presbiterio por el largo pasillo de la nave central de la iglesia: el coro. A esas horas, un haz de rayos vaporosos reverberaba en los sitiales de madera maciza, que una pátina de manos y años había oscurecido. Protegidos por las verjas de la estancia y medio ocultos entre los altos apoyabrazos de los tronos que recorrían el coro, seguíamos atentos las palabras del orondo cura. Repetíamos las oraciones recién aprendidas, repasábamos las virtudes teologales, los mandamientos de la ley de Dios y los de la Santa Madre Iglesia, los pecados capitales y las bienaventuranzas. Con él aprendimos a confesarnos, mientras enumeraba pecadillos infantiles, y a comulgar. Y todavía me parece escuchar nuestras voces cantarinas que resonaban en aquel templo desierto, que olía a cirios apagados y al incienso de novenas y días de fiesta.
   A los pámpanos de las acacias y los negrillos los habían sustituidos tersas hojas verdes a mediados de mayo. Llegó la tarde del postrer sábado y esperé nervioso mi turno delante del confesionario que ocupaba el lugar más cercano a la entrada en la iglesia de San Miguel. Mientras recordaba mis pecados, algunas mujeres se movían junto a la escalera del altar mayor.  Vestían los primeros bancos con la inmaculada blancura de unas sábanas, que por momentos veía salpicarse de los tonos de las rosas tempranas. Apenas me llegaban sus cuchicheos, como si temiesen romper nuestro recogimiento. Me acerqué al confesionario. Apoyado en la puerta, acerqué mi cabeza  a la de don Agustín para contarle mis culpas. Me olvidé del Ave María Purísima y, en un murmullo apenas inaudible, le solté, congestionado por la vergüenza, mi primer pecado, que a mí me parecía el más grave. Si el sacerdote se enteró, jamás lo supe. El resto de la confesión se adaptó al ritmo sosegado de los ensayos, mientras daba cuenta de mis mentiras, mis peleas, las veces que había desobedecido a mis padres y enumeraba mis pequeños hurtos.
     Con la penitencia cumplida, sentí la ligereza del que se ha deshecho de un fardo pesado. Desde que había aprendido las consecuencias eternas de acarrear con los pecados no descansaba, tanto miedo me daba el infierno. Ese sosiego transmutó en una retahíla de dudas apenas me vi en la calle. Cualquier cosa que decía o hacía me presionaba el alma, y me interrogaba escrupulosamente si no habría incurrido en alguno de los pecados de las lecciones del catecismo. Necesité asegurarme de que cada acción representaba un pecado cierto. Y, entonces, mentí consciente de mi mentira al primer conocido que encontré para evitar la incertidumbre. Y le di una patada sin ton ni son a un crío, para poder acusarme de una agresión verdadera. Con la seguridad de estos dos pecados volví al confesionario, a una hora escasa de la primera confesión. Al acusarme de la mentira  o de la agresión seguras, creí que incluía todas, lo fueran o no. Estas dudas me asaltaron durante un tiempo. Para que me dejaran tranquilo, habría de recurrir cada sábado a la comisión de nimios pecados en un tiempo record, a sabiendas de que los cometía. Así de maltrecha habían dejado a mi conciencia infantil las tardes de doctrina  y catecismo.
     La mañana del domingo me vestí de comunión. He de decir cuánto me molestó aquel traje, hecho a medida, de un paño y una hechura diferentes a los que la mayoría de los niños lucieron para la ceremonia. En la iglesia me sentí como el patito feo del que todos murmuran las diferencias. Mi traje era más gris, si fuera posible, rodeado de los uniformes de marinerito de mis vecinos, en los que predominaba el blanco satinado y algunas chaquetas azul marino, donde brillaban botones, charreteras, graduaciones, anclas y cordones dorados. A su lado mi traje no parecía de comunión. Si acaso, para estrenar en las ferias o el domingo de Ramos. Y esta contrariedad ha permanecido en mi memoria más imperecedera que la emoción  que, sin duda, sentí al recibir mi primera Eucaristía de manos de don Pablo, nuestro párroco. Así lo recuerdo. También, que pronto comprendí la intención de mis padres: el traje de comunión se convirtió en mi ropa de fiesta. Y de nuevo fui distinto, pues mientras los demás uniformes se apolillaban, domingo tras domingo, en las perchas de los armarios, yo lucía cada vez más contento el mío, convencido del acierto de mis progenitores.
     Terminó la misa y me llevaron a la Huerta de don Agustín. En la misma dirección caminaban otros chicos escoltados por endomingados padres. Con la cruz sobre el pecho, todavía enguantados de blanco, con el librito y el rosario nacarados en las manos, acabamos todos alrededor de los veladores que se repartían por la pista frente al edificio de la Pollera. Era una explanada grande y de tierra en la que había jugado tantas veces y que aquella mañana aparecía dorada de un sol tibio de mayo. El sacerdote formidable, siempre pendiente de los que más carecíamos, nos regaló allí un trozo de su corazón inmenso, porque sabía cuán golosos éramos los niños; aún más, si cabe, los desfavorecidos. Sobre las mesas esperaban platos repletos de redondas galletas y rebanadas del pan del día. Al poco, las mojábamos entre risas en los humeantes tazones de chocolate. Cuantas veces me volví, relamiéndome, me encontré la sonrisa de mi padre y la mirada complacida de mi madre, en la que yo atisbaba un leve mohín de preocupación, a duras penas disimulado, por mi traje recién estrenado. Qué rico me supo aquel desayuno. Hacía catorce largas horas que no había probado más bocado que la sagrada forma, que si me alimentó el alma, no pudo con los rugidos de mi estómago. Pronto, me olvidé de la seriedad de la celebración de la mañana, y la sustituí por el dulzor de aquel suculento convite. Tampoco eché de menos al puñado de compañeros de comunión a los que les aguardaba, a buen seguro, un refrigerio más variado en un lugar exclusivo. 
     Del día de mi comunión recuerdo poco más. Tal vez que, al llegar a casa, mudé el traje nuevo por los habituales pantalones cortos de los domingos. Que después de comer me eché a la calle para gastar la tanda festiva en los puestos de la Plaza. Y que, aquella tarde, mientras jugaba despreocupado ya de las emociones de la mañana, me topé todavía con chicos y chicas que, acompañados de sus madres, deambulaban con cara de hastío de casa en casa intercambiando recordatorios por halagos, besos y algunas perrillas. Algunos vi cojear, lastimados los pies por unos zapatos  todavía brillantes y sin doblegar.