martes, 17 de abril de 2012

Mi calle, mis amigos

 
Los recuerdos de la niñez son los de mi calle. Regresan siempre con las voces y los nombres de mis amigos de San Luis. Aquellos días estaban llenos de su presencia, de su contacto. Por la noche, cuando me recogía en casa, las carreras, los gritos, las peleas, las cuitas y el trasiego sin fin me acompañaban persistentes, y puedo decir que poblaron muchas de mis pesadillas. Hoy se presentan anárquicamente y me cuesta ordenarlos en el tiempo. Desisto. Los contemplo como llegan y así disfruto al revivirlos.

     Fue una mañana. Pablito tenía cuatro o cinco años cuando un coche lo atropelló frente a las tapias del asilo. Poco tardaron en trasladarlo al hospital que era también aquella institución. Yo no fui testigo del accidente. Pero me conmoví con toda la calle porque quería a ese niño que era amigo de mi hermano Nacho. Y, como otros chicos del barrio, peregriné hasta las puertas del asilo en busca de una noticia de esperanza, tan adversos presagios hicieron todos de su estado. Pronto el grito desgarrado de la madre me encogió el corazón y lo abrumó con su pena.
     Del entierro me acuerdo de la blanca cajita que guardaría para siempre la cara de aquel niño que tanto vi sonreír. El barrio entero la llevó sobre los hombros y a mí me pareció una paloma que emprendía el vuelo hasta el cielo. Como yo tenía un hermano, me dolía la tristeza de Pedro, mi amigo, porque se había marchado para siempre el suyo. Y a la mañana siguiente acomodé mi regalo al de los otros niños para endulzar su dolor. Rebusqué entre los exiguos juguetes que guardaba en una caja de cartón y elegí el indio de goma que había comprado hacía poco en el puesto de la Candonga. Se lo dejé en las manos mientras perseguía que se animaran sus ojos. Pedro había perdido a su hermanito, pero, tal vez, un ramillete de amigos le sirviera de consuelo.

     Satur vivía al final de la calle. Su domicilio casi se asomaba a la explanada de San Luis. Era un chico anodino, apenas contaba en nuestros juegos. No recuerdo que destacara en nada. Ni siquiera le hacían simpático las ocurrencias a las que él acudía para llamarnos la atención. Sólo le volvían un poco tontaina, de tan cargante. Hasta la tarde en que lo vimos como se revolcaba sobre el enlosado del Centro de Acción Católica. El cuerpo rebrincaba entre grandes espasmos, en medio de una pataleta. Si era una de sus bromas, me parecía excesiva, pues me asustaban sus ojos vueltos, como si mirasen para adentro. Pero aquello duraba demasiado y de las comisuras de su boca brotaba la saliva blancuzca de los poseídos por el demonio. Al cabo de un rato, el cuerpo de Satur se tranquilizó. Al despertar nos miraba a unos y a otros con los ojos del que no sabe lo que le ha sucedido. El silencio llenaba la sala de los futbolines.
     Desde aquel día lo vimos de otro modo. Durante una temporada fue el protagonista de muchos episodios como el de la primera vez que tanto me asustó. Sucedían en cualquier momento: mientras corríamos a cortar la cadeneta; cuando la caída de la tarde nos sorprendía de cháchara frente al portalón de la iglesia de San Luis; si perdía un canicón de acero jugando al gua. Poco a poco me acostumbré, como los demás, a sus ataques epilépticos. Le observábamos presintiendo uno más en cualquier momento. Y, lo mismo que los otros, quise ayudarle en aquellos trances. Aprendí a acompañarle, a vigilarle, a socorrerle. Le girábamos de costado para que no se tragara los espumarajos; alguno le metía un pañuelo en la boca para evitar que se mordiera la lengua; y los más sujetaban todo su cuerpo, no fuera a golpearse contra el suelo. Los patatuses se repitieron tanto, que se volvieron una pieza más de nuestra rutina de la calle. A los pocos días, Satur nos sonreía a la salida de sus crisis contento de vernos a todos a su alrededor. Se había convertido por fin en el centro de nuestro interés. Y con los ataques llegó el reconocimiento definitivo del chico como uno de los nuestros.

     Perico era diferente. A Pedro Sáez le llamábamos Perico. Su casa estaba al lado de la de su primo Satur. Los monos azules que vestían sus padres guardaban siempre el polvillo y las virutas de los carpinteros. Perico tenía mi edad. Las pecas se desparramaban generosas desde el puente de la nariz a las mejillas, y, si se reía, aparentaba una picardía de la que en realidad carecía. Compartí su amistad junto con otros chicos del barrio y todos formamos parte del los días de nuestra pandilla. Le recuerdo en mis juegos en la calle, en las idas y venidas escolares. Compañero fiel de las tardes de fútbol sobre la indestructible hierba de la era del Reguero. Me agradaba su sencillez, su discreta amistad que parecía eterna de tan natural.
     Perico nos anunció, mientras mordisqueaba una onza de chocolate, que su familia se mudaba de San Luis. Lo dijo con la desazón que produce un veredicto terminante. Todavía noto cómo la noticia me oprimió el estómago. A mi mente infantil, hecha de apegos,  le costaba comprender tamaño infortunio. Me sublevaba lo que consideraba entonces una deslealtad, menosprecio de la calle, una burla a los ratos compartidos. Acaso mi enfado ocultaba también el temor a perder un amigo. Aunque seguiría viviendo en Peñaranda, la situación dejaría de ser la misma. Como así sucedió. La calle, el sentido de pertenencia a la calle San Luis, era el elemento que nos identificaba frente al resto de los barrios del pueblo. Y eso determinaba nuestras vidas de niños.

     La calle era la bandera que enarbolábamos en las peleas entre barrios. Los retos se decidían en los recreos o cuando terminaban las clases; los combates, en las eras, en las afueras del pueblo. La mayoría de los enfrentamientos los resolvimos en interminables partidos de fútbol. Todavía siento el desasosiego que me acompañaba en los días previos al encuentro. Mi participación dependía de las alineaciones que se sucedían sobre una hoja de rayas, arrancada  de aquel cuaderno de tapas azules cargadas de tablas de multiplicar. Sobre el dibujo que semejaba un campo de fútbol leía los nombres garabateados de los cinco delanteros, los dos medios, los tres defensas y el portero en un esquema siempre ofensivo. En ciertas posiciones figuraban dos nombres, pues la titularidad del puesto resultaba una quimera para los jugadores mediocres hasta un rato antes del encuentro. A veces encontré el mío en esa disyuntiva.
     Algunas disputas se solventaron por la fuerza de los cantos. Las pedreas las celebrábamos a la salida de la escuela. No había modo de esperar. Aunque las originaban las discusiones y las riñas entre dos chicos de calles diferentes, acababan por concernirnos a todos los vecinos. Y había que dirimirlas en una batalla campal. Yo participé en pocas, pues fui herido en la primera que recuerdo. Fue en la Charca del Reguero. Aquel jueves ni siquiera me dio tiempo a llevar la cartera a casa. San Luis se posicionó entre la tapia de la fábrica Olivera, la trinchera del reguerillo y el muro de la charca; el enemigo nos disparaba desde la era, ocupando un emplazamiento más elevado. Las piedras volaban y se confundían con los aleteos satinados de los vencejos que abrevaban veloces en el agua estancada. Manolillo Molina y yo nos resguardábamos detrás de la caseta asentada sobre el murete de la charca, y nos pegábamos a la hojalata carcomida de herrumbre de una ventana ciega. No recuerdo haber tirado una piedra tan acobardado estaba a mis siete años. Pero la curiosidad pudo más que el miedo y asomé la cabeza por un esquinazo.
     Vi venir la piedra que pareció hipnotizarme y el impacto llegó cargado de estrellas. Pero no me acuerdo del dolor, ya que perdí el sentido. Me despertaron los brincos que daba Molina sobre mí y sus chillidos: ¡Mi ojo! ¡Mi ojo! Que no era el suyo, pues quien tenía la cuenca derecha del rostro rebosante de sangre era yo. Demostraba así mi amigo su empatía, quejándose de mi dolor y de los estragos que adivinaba en mi ojo. Como un herido de guerra me retiraron del campo de batalla hacia el Reguero. De pronto me aturdieron los gritos de una mujer que corría hacia mí entre muchos aspavientos, tan lastimoso debía parecerle mi aspecto. La conocía porque estaba casada con Quiqui, el conserje del Círculo Mercantil. Olvidó su colada. Me tomó en brazos con una energía que escondía en su estatura menuda, y, durante todo el recorrido hasta San Luis, todavía le sobraron fuerzas para maldecir a voces, mil veces, al que lanzó la piedra fatídica y también a la madre que lo parió. Mientras, con mi cartera y correteando como un perro faldero, venía Manolillo asustado, no sé si más por el genio de la buena señora o por la brecha abierta debajo de mi ojo. Se empeñó en acompañarnos a mi madre y a mí hasta la consulta que el médico tenía frente a la fuente de los cuatro caños. Y presumió del parche, que me convirtió en pirata un puñado de días, como de un trofeo que hubiésemos ganado heroicamente los dos.

    Pedro, Satur, Perico Sáez, Manolillo Molina… En la calle San Luis, mi calle, Sebas, Orduña, Berna, Maxi Ávila, Marcelino, Manolo Madrid y Angelete Ferri fueron asimismo mis amigos. Junto a ellos y en muchas otras historias se construyó también mi infancia.