jueves, 24 de marzo de 2022

EL PLACER DE LA LECTURA (Primera parte: “Aprendizaje”)

Muy pronto descubrí el gusto por la lectura. En los libros supe ya de niño que podía aprender muchas cosas, que encontraría historias, aventuras y vidas que otros habían protagonizado. Casi todos en tiempos pasados, con costumbres diferentes. 

 ***

    El primer libro que tuve en mis manos fue la cartilla “Rayas, primera parte”. Lo estrené cuando acudí a la escuela de párvulos que había en la calle del Carmen, al lado de una tienda de ultramarinos y de la barbería que tenía allí mi vecino, el señor Jero; frente a la antigua cárcel. 

  Confesaré mi desazón inicial al tener que enfrentarme con unos garabatos que me parecían enigmáticos. Doña Tere, la maestra, además, me intimidaba desde su altura; su bata blanca que le caía hasta los tobillos; el pelo oscuro y ondulado por la permanente; y el rostro, que yo creía serio, algo triste. Acaso contribuyera también que la luz, que entraba por los ventanales que se asomaban a la calle, apenas disipaba la penumbra en una clase tan amplia como aquella en la que me encontraba. 

    Cuando doña Tere me desveló que la letra “a” era el primer sonido con el que decíamos “abanico”, y que el truco era mirar el dibujo que aparecía a su lado, mis recelos menguaron. Así que en eso consistía: tenía que descubrir los sonidos que los signos que llamábamos letras escondían. Como si de un juego se tratara, empecé a entender las claves para resolver los enigmas de aquellas letras primeras desvelando las pistas que la cartilla me daba a través de un erizo, de una iglesia, de un ojo y de unas uvas. 

    El aprendizaje continuaba por la noche ya en casa. Me colocaba entre las piernas de mi padre en la cocina, al amor de la lumbre de la chimenea. Él dibujaba las vocales una a una en mi pizarra y esperaba expectante. Sus ojos se empequeñecían risueños, en medio de las arrugas que los rodeaban, cuando mi respuesta atinaba con el sonido de la letra. Aunque la “e” se me atragantaba. No recordaba su sonido, porque la pizarra no me daba ninguna pista. “Bueno, no te preocupes”, decía entonces mi padre; pero en su mirada yo no veía la sonrisa anhelada. Esa sensación me ha acompañado siempre. 

    Después vinieron otras letras que necesitaban de las anteriores para sonar. La primera fue la “m”, y fui capaz de leer tras unos días “mi mamá me mima, amo a mi mama”, cuya clave parecía estar en la ilustración de una mamá que, sentada en una silla de espadaña, atiende amorosa a su hijo que extiende hacia ella sus brazos para abrazarla. 

    Recuerdo que al principio me desconcertaban las frases que no tenían sentido para mí: “ese filipino fuma”, “fíate de tu familia”, “mete tu tomo”, “toma tu mata”. Pero, también que en aquellas páginas descubrí que una tina era un barreño, como el que mi madre cargaba cada lunes con la ropa usada de la semana para llevarlo al lavadero del Reguero. 

     Día tras día las vocales se juntaban con nuevas consonantes. Luego estas sílabas iban mezclándose en nuevas palabras que yo aprendía entre balbuceos, satisfecho, en las páginas siguientes. Doña Tere me llamaba cada día a su mesa, abría la cartilla por donde me llegaba y escuchaba atenta cómo deletreaba aquella página. ¡Qué contento volvía a mi pupitre si la maestra dibujaba arriba de la página leída una cruz con su lapicero! 

     Me parece ver todavía el gran encerado que colgaba en la pared a la que miraban los pupitres, justo debajo de un crucifijo. Sobre las rayas horizontales que lo atravesaban de un lado a otro, la maestra escribía a diario algunas de las palabras y frases que habíamos leído: “La niña arrima la silla a la mesa”. “No quiero la azuela sino el cepillo”. “Quita la hoz que está junto al haz”. Las letras se inclinaban un poquito a la derecha y se enlazaban como lo hacían las de la cartilla. Me gustaba como iba dibujando a la mayoría del mismo tamaño; y las demás, que sobresalían por encima o por debajo, como alcanzaban todas la misma longitud. ¡Claro! Para eso servían las rayas del encerado. 

    Después copiábamos las frases en nuestra pizarra, y había que dibujar los trazos de abajo a arriba y de izquierda a derecha, uniendo las letras de cada palabra. Como ya sabía leer lo que la maestra escribía, me esmeraba satisfecho en imitar la caligrafía de doña Tere. Deseaba hacerlo bien, borraba mucho con el trapo que colgaba del marco de madera, que humedecía con saliva. Lo intentaba una y otra vez, hasta que la pizarra se iba llenando de las letras blancas que trazaba el pizarrín.

 *** 

     Al año siguiente me cambiaron de maestra, de clase y de cartilla. 

    Me han quedado algunos recuerdos de doña Aurora. Y aunque la memoria no me la muestre nítida, cuando pienso en los nueve meses que fue mi maestra revolotea la imagen de una abuela menuda, firme y cariñosa al mismo tiempo. No recuerdo que Doña Aurora levantara la voz, y algo me dice que mis primeros aprendizajes la deben mucho. Lo que no he olvidado es la luz que desde el patio del recreo entraba a raudales por encima de los geranios que descansaban en el alfeizar de cada uno de los ventanales, al contrario de lo que sucedía en el aula de doña Tere orientada hacia el norte. 

     La nueva cartilla se llamaba también RAYAS, y nosotros la conocíamos como la cartilla segunda. En la portada, el niño y la niña que escribían las primeras letras en el encerado, fueron sustituidos por un muchachito, que copiaba ya palabras en su pizarra sentado en un pupitre. Con los demás alumnos presumía de tenérmelas que ver con tareas más difíciles. Para eso era un año mayor. Las letras de la cartilla segunda dibujaban los rasgos y la inclinación que ya conocía, y, cuando se enlazaban unas a otras para formar palabras, cada vez me costaba menos leerlas sin partirlas. 

     Aparecieron detalles nuevos.  

    Quien hubiese escrito esta cartilla sabía cómo aprovechar mejor sus páginas, y, para que cupiesen más, las letras habían disminuido de tamaño. Ahora los dibujos que ilustraban las hojas me ayudaban solo con las letras y los sonidos más difíciles: “torax”, “Felix”. A la x no había que confundirla con la s. Servían también para aprender a leer las sílabas más complicadas, como las que aparecían en “escudo”, “aviador”, “dromedario” o en “cabra”. Y no se vaya a creer que las vocales y las consonantes eran caprichosas. Se colocaban en el orden en el que debíamos pronunciar sus sonidos. 

     De modo que descifraba cada vez con mayor exactitud y celeridad el jeroglífico de la escritura. El premio consistía en entender el mensaje que una palabra, una frase ocultaban. “Golondrina”, “Nicolás fue expulsado por desobediente”. “El hierro se oxida con el agua”, leía en la cartilla y pensaba en la chatarra que estaba arrumbada en el corral de mi casa. 

    En la cartilla segunda aparecieron letras nuevas. Doña Aurora las llamó mayúsculas, porque eran mayores que las que habíamos aprendido en la cartilla primera, y que ya nombraríamos como minúsculas. La letra con la que comenzaba mi nombre y las de los nombres de cada uno de mis compañeros se transformaban en mayúsculas. También si quería escribir Peñaranda. O, Cantaracillo, que era el pueblo donde había nacido mi padre. 

     Las mayúsculas me parecían un poco presumidas con sus trazos curvos y sus filigranas. Pero, ¡eran tan elegantes! Me cautivaba el primor con que la maestra las dibujaba en el encerado, la destreza con la que unía unas letras con otras para transformarlas en palabras que yo leía entonces con fruición. Cogía luego mi pizarrín, e intentaba reproducirlas en mi pizarra, mientras que, seguramente nervioso, me mordería la lengua, como siempre que me concentraba en alguna tarea y que tanta gracia hacía a mi familia. Elegí la J y la A y me empeñé en escribir por primera vez mi nombre con esas dos mayúsculas. Sin las pautas que tenía el encerado, las mayúsculas me salían gigantescas y desiguales. ¡Cuánta desazón sentía! Pero, cómo iba a borrar mi nombre, si lo que más deseaba era que mis padres sonrieran al descubrir que ya lo sabía escribir ¡y con mayúsculas! Además, quería escribir como mi madre, que tenía una letra muy bonita y que conservó siempre como la aprendió en la escuela de Mancera de Arriba. Cuántas veces nos recordó, ufana, que había sido de las primeras de su clase

    La nueva cartilla trajo también los puntos y las comas. No eran adornos, no. La maestra nos explicaba que, igual que una nueva frase comenzaba con una letra mayúscula, terminaba siempre en un punto. El punto o la coma nos permitían descansar para respirar un poquito durante la lectura. Más, cuando te encontrabas con un punto. 

     Lo mejor de esta cartilla eran las lecturas que me encontraba cada poco. Leía aquellas lecturas guiado por doña Aurora, que me ayudaba a salir de los atascos con dulzura, mientras me envolvía la fragancia a rosas que siempre la acompañaba. No sé la razón, pero recuerdo la que se titulaba “La cabra” y que ilustraba el dibujo de un pastor y su perro que vigilaban el pasto tranquilo de unas cuantas cabras. En algún momento debí colorear la escena con mis primeras pinturas Alpino, pues coloreada la he guardado en mi memoria. 

     Así fue como aprendí a leer y, también, a disfrutar con lo que leía. Desde entonces, lo mismo podría triscar con las cabras que un pastorcillo sacaba por la mañana al campo, que acompañar a los Reyes Magos camino de Belén para adorar al Niño Jesús guiados por una estrella.