miércoles, 21 de mayo de 2014

Unos años de instituto (3ª parte)

Los últimos días del trimestre, dos o tres, antes de que nos dieran las vacaciones de Semana Santa los ocupaban los ejercicios espirituales. Eran unas jornadas en las que entrenábamos el recogimiento. Eso nos decía don Agustín; y como las pláticas que nos dirigía atemperasen su voz, las palabras parecían hurgarme en el alma para limpiar de cualquier impureza los recovecos más escondidos. Seguían a continuación horas de reflexión, que intranquilizaban mi conciencia, y de penitencia que la aliviaban. Estaba prohibido hablar por los pasillos. Por ellos deambulaba, como cualquiera de mis compañeros, ensimismado tras el último sermón. Evitaba mirar a los otros, pues así creía que sería la norma en conventos de clausura. Nunca como entonces el instituto guardó tanto silencio. Al menos, no lo recuerdo.

     El mes de mayo es un mes florido, claro y luminoso; un mes que dedicábamos a la Virgen. Me parece que entro en el instituto y a mi izquierda, contemplo todavía el pequeño altar que se alzaba al fondo del amplio pasillo. ¿En qué momento nos acercábamos al altar y dejábamos nuestras flores de papel a los pies de la imagen de María? ¿En qué clase habíamos escrito las ofrendas que se guardaban entre sus pétalos? Sé que formábamos dos hileras, que se movían hacia el altar mientras cantábamos con voz engolada: Venid y vamos todos, con flores a María, con flores a porfía, que madre nuestra es. Seguro que me creéis si os digo que nunca entendí lo de las flores a porfía.

     Nadie me explicó por qué hacíamos fiesta precisamente el día de san Fernando. Todavía no lo sé. A Fernando III el Santo le conocía desde la escuela, y se me representa sin esfuerzo sobre un caballo que cocea a un moro derrotado. Lo cierto es que el 30 de mayo todos íbamos de excursión, por ejemplo, al río San Pedro. Al parecer, de esa manera despedíamos las clases por ese curso y nos tomábamos un respiro antes de los exámenes finales de junio. Así que ya podéis imaginarnos enfilando la carretera de Macotera en medio de bromas y canciones que todos coreábamos. Las deportivas y los pantalones cortos era el atuendo más repetido, que para eso íbamos al campo.
     Tal era mi contento que, desde el primer paso, supe que el sol dorado nos acompañaría hasta el regreso; ya por el camino se entretuvo tostando las primeras espigas maduras de cebada; abrillantaba el verde de las cunetas; volvía más rojas las amapolas que jugaban al corro, aquí y allá, entre los trigales. Hasta el cielo quiso vestirse de azul para todo el día. A uno y otro lado, mientras caminaba, el paisaje se me ofrecía inabarcable. Era un camino que yo había hecho, y que volvería a hacer muchas veces más, un día andando, otro en bicicleta; casi siempre buscando un baño imposible en algún remanso, donde el hilo del agua se acumulaba con desgana a la sombra del aliso o del fresno, y que apenas refrescaría mis canillas. Pues es lo que tenía ese río, el único que considerábamos nuestro, que no llevaba agua cuando más nos hubiese gustado: en los veranos de Peñaranda, siempre tórridos.
     A finales de mayo como estábamos, aún pude chapotear un buen rato con mis compañeros hasta enturbiar el agua, mientras llegaba la hora de comer. En eso consistió el primer baño del verano. La caminata, los juegos y tanta salpicadura me abrieron el apetito, al que vino a aderezar el inconfundible olor a paella. La pila de troncos y ramas secas, apilada en la explanada, había mermado mucho. La parte que faltaba era ahora la brasa sobre la que se calentaba una paellera soberbia. Las cocineras del instituto descargaban en ese momento el arroz, que iba ocultando el refrito y los tropezones de pollo; y en el aire se mezclaron sus aromas con los que desprendían el tomillo salsero y alguna mata de espliego. Poco después, cada quien con sus amigos, se sentó a comer con ganas lo que encontró en el respectivo plato de plástico. Yo aseguraría que lo alterné con unos buenos bocados del generoso pedazo de pan blanco que me tocó en el reparto.

Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Carmen Jiménez del Castillo.

      A mis hermanos les oí a menudo hablar de los talleres; pero ni su entusiasmo ni sus habilidades encontraron en mí el mismo acomodo. Así que, lo diré cuanto antes: pasé por aquellas clases con más pena que gloria; y, como cada taller ocupaba un trimestre, en su sucesión encontraba algo de consuelo. Os contaré ahora algunos recuerdos que me quedaron de ellos.
     Don Alfredo alternaba el taller de mecánica con las clases de Tecnología. Si en el taller jamás logré que las paredes de dos piezas de hierro ensamblaran como debían, en el aula el tedio se apoderaba de mí en cuanto la voz monótona y casi inaudible de don Alfredo explicaba la lección del libro de Tecnología. Como siempre andaba falto de sueño, aquellos susurros me acunaban y no me enteraba de nada. Me sobresaltaba de pronto el golpe seco de una tiza al chocar contra un pupitre o contra la cabeza de cualquiera que el hombre descubriese distraído; y, ante la cara de pasmo del agredido, le gritaba ¡bobote!, y de esa manera rompía su insufrible monserga y me espabilaba un rato. Del taller, me desagradaba todo: el olor a lubricante, el agudo repicar de los martillos sobre las piezas metálicas, las limaduras que se prendían de la ropa. Mucho más, las denuncias constantes a la que me sometían la escuadra y el calibre por mi impericia en aquel aula que llenaban tornos y la fresadora; y es que, por más plana que movía la lima sobre las piezas, siempre ocasionaba un rebaje incorrecto en alguna de sus caras, para mi desánimo.
     El maestro del taller de carpintería era don José Luis. Espigado y con bigotillo. Dábamos las clases en un aula amplia. Entre un puñado de enfiladas columnas, se asentaban los bancos de carpintero, cada uno con su repertorio de cepillos, garlopas, formones, gubias, serruchos y martillos. ¿Por qué mis piezas tenían siempre curvaturas y por qué nunca encontraba el modo de evitarlo, o corregirlo? Eran preguntas que me abrumaban entonces. Cuando el maestro miraba de perfil mi paralelepípedo, temía siempre su recriminación: “¡Esa madera tiene alabeo!”. Aún fui mucho menos afortunado con las ensambladuras, ya fueran a caja y espiga o a cola de milano. Y ese recuerdo permanece. También mi desesperación por el del montón de seguetas que gasté en los trabajos de marquetería. Me echaba a temblar si el dibujo en la chapa de madera exigía algún calado, por simple que fuese. Para romper esos pelos si me daba maña, sí. Tampoco he olvidado el olor inconfundible que impregnaba el aire que siempre respiré allí; tan intenso, que hasta el nombre de pila del profesor mudó por el de maestro Viruta, que ya le acompañaría siempre.
     El taller más luminoso era el de electricidad. Acaso porque la claridad toda del patio entraba por las ventanas, que daban al sur. Además, supongo, porque el maestro electricista me cayó bien desde el principio. De trato amable y sonrisa pronta, el antojo rosado en la mejilla humanizaba a don Andrés Vaquero hasta parecerme más asequible que los otros profesores. Y, si en un taller encontré algún entretenimiento, sin duda, fue en el suyo. Diré que, en ocasiones, me creí un orfebre con los alicates de punta redonda, aunque se me atragantaran las filigranas ensortijadas con que remataban todos los trabajos de manualidades que hacíamos con alambre. Como los demás, construí circuitos eléctricos sobre una madera sembrada de puntas, y de uno a otro de estos postes saltaba el tendido de cobre. En algún lugar se situaba la pila de petaca, en otro, siempre entre dos puntas muy juntas, una chapa simulaba el interruptor. Qué satisfacción si al accionar esta llave se encendía la bombillita donde concluía el cableado. 

     Pero, ¿en qué circuitos logré más alegrías, en los de en serie o en los de en paralelo? Cómo voy a saberlo, si ya no recuerdo cuáles eran unos u otros.




Foto sacada de la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas", aportada por Paco Ruano.

2 comentarios:

  1. Jose, me parece tan real, tan detallado, que me hace volver sin remedio en el tiempo y colocarme en el taller del "Viruta" o de "Poco espíritu" con los mismos olores y sensaciones que comentas, o en la apetecible Paella del día de San Fernando, aunque eso lo ubico mas bien en Arauzo.

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  2. todo muy bien explicado y detallado, como que parece que estoy fundiendo fusibles y demás cosas, eso en electricidad, en carpintería a hacer virutas una pieza de madera y mas tarde hacer uso del gramil y que las colas de milano encajaran perfectamente y en mecánica dándole a la lima hasta que la superficie quedara plana lo que suponía un gran esfuerzo, pero amigo se te olvida las grandes sesiones de palin haciendo hoyos para los arboles en el campo de trabajos for......... llamado el "pradorno" con el sr Alfredo como guardian y sabueso de don Casimiro, pero bueno esos son recuerdos, por cierto algunos muy buenos

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