viernes, 3 de junio de 2011

Aquella radio de baquelita

*Foto sacada de la página "Peñaranda, fotos antiguas", aportada por Juan Antonio Diezma Santamaría.

La radio de baquelita se escuchaba en el salón de nuestra casa de la calle San Luis. Una cortinilla ocultaba el estante que la sostenía a la pared. Otra, haciendo juego, rodeaba el aparato y se abría en su parte delantera para que así pudieran verse los mandos frontales y la aguja del dial. Aquellas no sólo protegían la radio del polvo y la adornaban: eran el símbolo de  la importancia que se concedía a este aparato. De hecho, su sonido nos acompañaba durante todo el día, sobre todo a mi madre, que pasaba en casa más horas que ningún otro miembro de la familia.
Mientras escribo, afloran ramilletes de recuerdos, y un perfume de sintonías, anuncios y programas de otra época embriaga mis sentidos de sensaciones más o menos intensas, perdurables en la memoria de las emociones.
Así es como empiezan a desfilar por mi mente la canción del Cola Cao, entonada  por aquel negrito del África Tropical que, sin dejar de trabajar, relataba las múltiples cualidades del producto, y garantizaba el éxito de los deportistas que lo consumían; o la melodía del flan chino El Mandarín, cantada por un grupo de niños que jugaban. El ritmo me invitaba a participar del juego. Yo imaginaba que debía ser divertidísimo, y trataba de emularlo con movimientos rápidos y acompasados cada vez que sonaba la canción. Y qué decir de la Tableta Okal, de aquel hombre que ponía música a su felicidad y, con mucho ritmo, refería cómo gracias a Okal había superado la jaqueca y ya no temía ni a un mal catarro de enero.
     De entre los programas de radio de aquellos años, hubo dos que recuerdo con especial afecto. Eran muy diferentes, aunque tenían en común su emisión a horas en que yo paraba más en el hogar: en torno a la comida, y a la caída de la tarde. El primero lo descubrí un día en Radio Peninsular de Madrid. Se emitía hacia la una y media o dos de la tarde. Me aficioné inmediatamente. El locutor era un antiguo trabajador de Iberia que había recopilado una ingente cantidad de discos en sus viajes profesionales a los Estados Unidos. Se titulaba “Vuelo 605”. Nunca he olvidado aquella voz intimista que parecía susurrar ni la cadencia del mensaje de Ángel Álvarez cuando presentaba sus discos. Me envolvía su manera de comunicar, de transmitir la emoción de la música y el deseo de compartirla con los oyentes. Cada pormenor de autores y músicos, cada circunstancia que rodeaba cualquier canción, orígenes, influencias, éxitos. Hasta las dificultades que el propio locutor había sorteado para hacerse con los vinilos al otro lado del Atlántico. Todo era detallado de una forma tan atractiva.
      “Vuelo 605” posibilitó que yo descubriera la música anglosajona que sonaba en el resto del mundo. Ángel Álvarez la encontraba en sus desplazamientos por el mundo para después ofrecerla a sus oyentes españoles como si de una joya se tratara. ¡Cómo sonaban  los Shadows  y su “Apache”, Jan and Dean y “Surf city”, los Beach Boys con sus “Buenas Vibraciones”, Los Hollies en “Bus Stop”, los “Verdes Prados” de Brothers Four. ¡Qué poco tenían que ver con el tipo de música que se hacía en nuestro país! ¡Cuánto debe mi gusto musical a aquel programa!
     Al anochecer, especialmente en invierno, cuando la oscuridad y el frío invitaban a recogerse en casa, al amor del calorcillo del brasero, sentados en torno a la mesa camilla, toda la familia atendía con expectación lo que acontecía en el serial radiofónico de turno. Lo llamábamos “la novela”. Fueron unos cuantos seriales los que nos entretuvieron entonces, pero el recuerdo nítido de uno de ellos me devuelve la calidez de aquellos momentos compartidos con mis padres y hermanos. Se titulaba “Jeromín”. El protagonista era un niño por el que sentimos un gran afecto desde su primera aparición. Sus cualidades eran tales que presagiaban, sesión a sesión, que algún día ocuparía un lugar muy prominente en la historia de España, y que, con el tiempo, se esclarecía su  verdadera y muy noble cuna. La novela avanzaba lentamente, los capítulos se sucedían, se superaban unos a otros en emoción, pero siempre se nos hacían demasiado cortos los veinte minutos que duraban. Además, se usaba la vieja técnica de concluir cada capítulo en el momento de mayor dramatismo y tensión. ¡Cuánta incertidumbre me provocaban estos finales! Me frustraba desconocer el desenlace y ansiaba que llegasen las ocho de la tarde del día siguiente para descubrir en qué terminaba la trama.  Unas sensaciones  compartidas por toda la familia, a juzgar por las expresiones de los rostros, por el silencio de los últimos momentos, roto por nuestras palabras de contrariedad cada vez que el capítulo tocaba a su fin.
     Aquella radio de baquelita envuelta en sencillos cortinajes en el salón de nuestra casa de la calle San Luis … Aroma de mis padres, de mis hermanos. Aroma de hogar. De infancia.

2 comentarios:

  1. Enhorabuena por estos textos tan maravillosos y entrañables. Gracias por dejarnos compartir tus recuerdos que también nos hacen recordar. La nostalgia se hace aún más grande recordando la era del reguero, los días junto a la radio, mi calle San Luis y todos esos momentos vividos en la niñez y en la adolescencia que nunca he olvidado pero que gracias a tus palabras vuelven a ser una realidad

    ResponderEliminar
  2. Muy bonito páter, como siempre.

    Sabes lo que estaría genial?? Que pusieses los enlaces a los vídeos de esas canciones, seguro que en Youtube los encuentras...

    En cuanto a tu "gusto musical"... en fin, qué decir, creo que tus hijos lo hemos sufrido suficiente :)

    Besotes!

    ResponderEliminar