domingo, 13 de noviembre de 2011

Don Valentín, mi primer maestro

Un mes antes de cumplir los siete años comencé la enseñanza primaria. El verano fue un lapso de tiempo suficiente para olvidar mi etapa de párvulo, y, rápidamente, me acomodé al nuevo colegio. Por alguna razón que yo no comprendí, y nadie me explicó, me destinaron al segundo grado, obviando el primer escalón de la escuela Graduada de Niños Miguel de Unamuno, al que fueron a parar la mayoría de mis compañeros del año anterior. Parecía que el orden lógico de los diferentes grados no estaba ideado para chicos como yo, pues hube de permanecer dos años en el mismo nivel, para saltar de nuevo, esta vez al cuarto grado, sin pasar por el tercero.
     Don Valentín fue mi primer maestro. Le guardo en mi memoria dentro del cajón de los recuerdos más apreciados. Su imagen permanece inalterada: enjuto de carnes, cara afilada, ojos inteligentes y una pizca irónicos, adusto, pero sin esconder del todo la afabilidad de la que yo siempre tuve constancia. Un traje oscuro, gris o negro, era su indumentaria. Caminaba erguido, acaso para no escatimar ni un centímetro a su exigua estatura. Mientras nos hablaba, su cuerpo ascendía y descendía  sobre la punta de los pies, poniendo así mayor énfasis en sus mensajes. Don Valentín vivía en la calle Nuestra Señora, frente al Convento de las Carmelitas, que alguna vez lo vi entrar o salir de su domicilio.
     Pronto me sentí a gusto en su clase. Subía alegre la breve escalera de acceso a la escuela y una vez en el amplio vestíbulo, a mano izquierda, encontraba el aula. Al entrar, desde la pared de enfrente, me miraban los rostros hieráticos del Generalísimo Franco y José Antonio Primo de Rivera, que flanqueaban un crucifijo de marfil. Debajo, en el negrísimo encerado, destacaban indefectiblemente la fecha y la sentencia del día como estampadas con la primorosa caligrafía del maestro. Tres filas de pupitres ocupaban la clase y frente a ellos, a la izquierda se ubicaba, más alta,  la mesa de don Valentín. Próximo a ésta, se recostaba contra la pared un armario repleto de libros y cuerpos geométricos, sobre el que descansaba un globo terráqueo en medio de una fila de cabecitas de diferentes razas, que eran las huchas del día del Domund.
     Debido a mi edad y a mis conocimientos, me correspondió seguramente ocupar los últimos lugares de la fila derecha de pupitres. Es allí donde el recuerdo me sienta en el inicio del primer curso, junto a una fecha que permanece escrita en mi memoria: 15 de septiembre de 1958. Y poco más. Pronto abandoné aquellos lugares y salté a otros por delante, desde allí debí pasar a la fila del medio, y, una vez superados los obstáculos de la misma, me asenté en la de la izquierda, avanzando hasta los pupitres más próximos al maestro. De esta manera, puedo asegurar que en veinticuatro meses ocupé la mayoría de los pupitres: me apoyé en sus tableros inclinados, guardé mi cartera de madera en los cajones, dejé que las rejillas de madera despegaran el barro de mis botas y abatí una y otra vez sus asientos, compartiéndolos con un montón de compañeros que procedían de todas las barriadas de Peñaranda.
     La clase disponía de amplios ventanales a izquierda y derecha, por donde entraba el aliento cambiante de las estaciones escolares. El viento azotaba a veces sus cristales hasta hacerlos temblar, mientras ululaba evidenciando alguna rendija antigua; y, en ocasiones, me distrajeron las gotas de agua que escurrían atropelladas en tardes grises y monótonas. A través de aquellas ventanas vi caer, alba y estrellada, la nieve que siempre me ilusionó con promesas de juegos y experiencias diferentes. Y al compás de esos meteoros se desgranaban los dictados, las tablas de multiplicar y las preguntas y respuestas, mil veces formuladas, del catecismo. Todavía me parece escuchar la voz de don Valentín, de exquisita dicción, que me permitía distinguir las equis y las elles, así como descubrir las ces, las des, las pes y las tes en las palabras más difíciles. La uve sonaba en su boca parecida a una efe, como comprobaría unos años después que lo hacían los franceses. Cuánto ayudó aquella pronunciación a mi aprendizaje ortográfico.
     En el  aula de don Valentín me encontré con la Enciclopedia Álvarez de Primer Grado: protegida por sus duras pastas de cartón parecía condensar todo lo que yo debía aprender entonces. A este libro acudíamos repetidas veces al día y a cada hora lo abríamos por una parte distinta, sin un orden aparente, para responder a las diferentes disciplinas del programa escolar. De la enciclopedia no me quedan las lecciones que estudié, pero si sus ilustraciones y el tipo de letra de lo más variopinto con que se embellecían los títulos de algunas lecciones, las fábulas de Samaniego y Hartzenbusch, y los personajes de la historia sagrada y de la historia de España. Cómo me gustaba repetir los dibujos esquemáticos de aquellas escenas religiosas y patrióticas, cuán meticuloso fui al imitar los rasgos de sus titulares.
     Algunas tardes tocaba lectura. Entonces el maestro abría las puertas acristaladas del armario, y los ejemplares que aparecían apilados en sus estantes los distribuía entre las tres filas de pupitres siguiendo un criterio que sólo él conocía: Soy español, Hemos visto al Señor, Lecturas de oro, El pueblo de Dios. De alguno de ellos ha quedado prendida en mi memoria una estampa bucólica que me sorprende de tarde en tarde en visitas inaprensibles de tan fugaces. Siempre intento rememorarla de nuevo, acaso para prolongar las sensaciones que sin duda sentía entonces, pero el pastor y las ovejas de la lectura se disipan rápidamente, dejándome posos de desasosiego y nostalgia en colores pastel.
     Con don Valentín aprendí a multiplicar. Después  de la multiplicación llegó la división, y  con ella una dificultad que me ocasionó lo que yo creí un castigo y que ahora me hace sonreír al recordarlo. Practicábamos esta operación dígito a dígito y así repasábamos la tabla correspondiente. Una mañana, después del recreo, la emprendimos con el nueve. Y la división se me atragantó. Por alguna razón inexplicable parecía habérseme olvidado los automatismos que había repetido con el dos, el tres, el cuatro…, el ocho. Llegó la hora de la salida y no había logrado resolver aquella cuenta con el nueve. El maestro me advirtió que no saldría hasta conseguirlo. Quizá porque la situación en la que me encontraba fuera nueva y desconocida, sea por la presencia de don Valentín, tan pendiente de mí, o porque la tabla del nueve me resultara más difícil de recordar, un azoramiento me imposibilitaba razonar. Por fin, media hora después de que se marchasen mis compañeros, pude partir hacia casa. Mi familia estaba en la mesa cuando llegué y noté su  preocupación por mi inhabitual tardanza. Aunque expliqué la causa con sinceridad, mi madre me acompañó a clase esa tarde, habló con mi maestro y así constató que no había sido la indisciplina lo que ocasionó el retraso.
     Mi primer maestro fue un buen maestro. En su proceder yo pude adivinar un compendio de cualidades que serían un gran ejemplo docente: firmeza, conocimientos, entrega a su profesión y amor por sus alumnos. Si bien de todos estos rasgos me beneficié durante los dos cursos en los que fui su alumno, del último, un puñado de años más. Cuando nos encontrábamos por el pueblo, respondió siempre a mi saludo con una sonrisa cómplice y el invariable Díez: trasunto de Díaz, mi segundo apellido. Nunca supe si ese cambio reiterado de la segunda vocal del hiato se debía a una equivocación o escondía algún deliberado mensaje sobre mis posibilidades futuras.

4 comentarios:

  1. Tu memoria es un prodigio y ademas lo sabes relatar, títulos de libros e incluso horas y dias de hace un porrón de años.Bien Jose Antonio ,bien me gusta y te sigo.manolopuados

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  2. del castillo madrid pablo20 de noviembre de 2011, 22:15

    Jose Antonio si la sra Piedad te llevo al maestro es que no se fiaba mucho de ti,yo te tenia por buenachon(broma), gracias por compartir con todos tus recuerdos.

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  3. Mes gustado mucho el relato y estoy seguro que estuvimos juntos en las clases y en los recreos donde jugábamos al balón y veíamos caer del tejado con el pelo blanco a los aguiluchos

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  4. Yo boy a Peñaranda muchas veces , porque tengo allí unos primos maravillosos Pedro , glori , Miguel , paqui , Juan que falleció hace poco y un montón de familia que sigue allí

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