martes, 25 de octubre de 2011

El mercado de los jueves

A los jueves de mi niñez les envolvía un halo como de celebración, de fiesta, que los diferenciaba del resto de los días de la semana. El Jueves Santo, el Corpus Cristi y la Ascensión brillaban más que el sol; el jueves del turrón, era una antesala dulcísima de la Navidad; el primer día grande de las ferias y fiestas de Peñaranda llegaba con el jueves. Al menguar sus clases, los jueves escolares, desde las doce del mediodía, nos regalaban una tarde ansiada de libertad. Y, durante todo el año, un mercado se instalaba los jueves en la plaza de la Fuente del Medio.
     Apenas me quedan imágenes de aquel mercado asociadas a mis primeros años, acaso porque la plaza me pillaba a trasmano en mi camino a la escuela, o porque mis intereses y mis aficiones no pasaban por aquel lugar en un día que se me abría generoso al juego. Otra cosa fue mi etapa de  bachiller. La plaza del Medio la encontraba a diario en mis idas y venidas al instituto. Fue entonces cuando empecé a apreciar la estampa que ofrecía el mercado cada jueves. Me saludaba de mañana con sus puestos desplegados, que me olían a huertos, como los cercanos al Asilo o frente a la era del Reguero que yo conocía tan bien. Muchas mujeres, madrugadoras, merodeaban ya por entre los tenderetes, y mientras inquirían precios y percibían calidades, sopesaban la mejor compra para sus necesidades y su peculio.
     Atravesaba por medio de aquel tinglado y las voces de los vendedores, los olores de las verduras, el colorido de la plaza entera y la  luz de esas mañanas caminaban conmigo hasta clase. Cuando regresaba  a la una y media, todavía el mercado estaba allí, pero había perdido la consistencia de las primeras horas. Escaseaban las clientas, muchos puestos habían desaparecido y otros recogían sus bártulos: los costales de patatas, las banastas con los tomates, los talegos de judías y lentejas, las ristras de ajos encaramados ya en los carros, esperando el regreso. Al volver al instituto después de comer, la plaza recreaba un solar abandonado, y sólo recordaban el mercado de la mañana solitarias y podridas patatas, ciertas hojas abandonadas y resecas de lo que debieron ser hermosas lechugas y, tal vez, alguna cáscara  de melón o el corazón oxidado de una manzana: rebozados desperdicios con los restos de tierra que habían quedado olvidados en aquel lugar.
     En ocasiones fui otro cliente más en aquel mercado. Especialmente, al llegar el tiempo de algunos frutos que eran mi debilidad: los membrillos, las acerolas, las pipas de girasol y los piñones. Cuando aparecían en la plaza, mi mente maquinaba la forma de conseguirlos al jueves siguiente, y aunque siempre supuso renunciar a otras adquisiciones dominicales, el sacrificio merecía la pena, tanto disfrutaba degustándolos. De los membrillos compraba uno y, después de retirar los restos de pelusilla, brillaba  amarillo, de un dorado apetecible.  Más que masticar su pulpa, absorbía su jugo, y, de esta manera, su acidez y su aspereza me acompañaban más de una hora. También solía comprar una cabeza de girasol. Las grandes costaban más, entonces me conformaba con  media. En ambos casos, yo las troceaba, bien porque de esta manera extraía más fácilmente las pipas, bien porque así me aguantaban varios asaltos. Las acerolas vinieron pocas veces a la plaza, y siempre las vi en unos rebosantes cestos de mimbre, rodeando el vaso de latón que daría la medida de las compras a los clientes. Acaso por su olor dulzón, o porque eran un retrato en miniatura de las manzanas rojas que tanto me gustaban o, quizá, por el sabor agridulce que dejaban en mi paladar, siempre se me antojaron.  Y, aunque sólo en alguna ocasión pude adquirirlas, estas sensaciones permanecen frescas a pesar de no haberlas consumido nunca más.
     No recuerdo lo que sentía aquellos jueves. Es ahora, tal vez al evocar tantas láminas que me quedaron grabadas del ayer, cuando las añoro como parte de mi vida de entonces. Fueron unos días en los cuales yo formaba parte de un enjambre imponente que llenaba la plaza tan querida. Aún la veo repleta, desde los soportales que cobijaban la Carnicería Pepe y la Caja de Ahorros, hasta el otro extremo, donde los zapatos de Calzados BBB, los hilos y lanas de La Romanita y los plátanos y naranjas de La Flor de Valencia parecían contemplarlo todo con un mohín de envidia. Entre berzas, peras, zanahorias y alubias, el campesino lograba equilibrar la romana ante la mirada suspicaz de una señora. Otras mujeres se abrían paso entre los tenderetes portando sus capazos abultados de patatas y manzanas por las que asomaban los rizos de las escarolas o sobresalían los tallos verdísimos de un manojo de cebollas.
     Muchas personas de otros pueblos se sumaban a esta fiesta mercantil de los jueves. Ningún otro día contemplé tantas mujeres de la comarca en los comercios de tejidos y de calzados de la plaza de España; nunca, tantos retales, fajas, calzones de franela, pijamas, alpargatas y zapatos sobre sus mostradores. Al mediodía, el bar de La Amistad era una caterva de clientes, forasteros la mayoría: unos recostados en la barra; sentados a las mesas, otros; en pequeños grupos de pie, los más; todos, en animada charla junto al chato de vino, la copa de sol y sombra o el café con leche. En las inmediaciones del bar y, más lejos, frente a la calle Bodegones contemplé escenas que protagonizaban varios hombres. Lo que en un principio me figuraba una discusión entre desconocidos, en ciertos momentos taimados, de pronto se convertía en la imagen de viejos conocidos que acababan de encontrarse y que expresaban su alegría entre voces, risas y un estrechar de manos. Más tarde reconocería en esos encuentros los tratos a los que conducía el chalaneo. Y, en fin,  con este pulular de gentes, paquetes y parloteos, el furor del mercado de los jueves de la plaza del medio se prolongaba hasta la plaza de arriba, que parecía resuelta a no perder su primacía, inapelable el resto de los días.

(Fotos sacadas de la página de facebook: "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas")

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