martes, 3 de enero de 2012

Los tres reyes, reyes magos son

 
Los días de mis vacaciones discurrían a un ritmo creciente. Comenzaban con una aparente lentitud para, al poco, tomar carrerilla hasta desbocarse próxima ya su conclusión. Me parecía que esta anomalía se acentuaba mucho más por Navidad. Las hojas de los días que precedían a la Nochebuena se hacían las remolonas hasta desprenderse del almanaque. Luego, una fuerza invisible e implacable arrancaba fácilmente las últimas fechas de diciembre precipitando la llegada de un nuevo año. Y, después del vértigo de las fechas y celebraciones vividas, me costaba disfrutar de las jornadas que restaban sin obligaciones escolares al sentir tan inmediato su final.
     De los últimos días, las mañanas me sabían a pan frito, a farinato y a los torreznos que mi madre nos procuraba para matar el hambre cuando faltaban todavía dos largas horas para el almuerzo. La mesa camilla resultaba el lugar más acogedor de la casa en el invierno de hielo. Cómo me gustaba disfrutar con mis hermanos del calorcillo que desprendía el brasero que la badila avivaba, mientras engañábamos el tiempo, unas veces con libros y cuadernos, y otras con la baraja de cartas o jugando al parchís. Desde aquellas mañanas y aquellas tardes veía asomar ya los hocicos de los camellos en los que se repanchingaban los Magos de Oriente: último eslabón de la cadena de festividades  al que me agarraba con la esperanza de olvidar el imparable fin de las vacaciones.
     De los Reyes Magos hablaba entonces uno de los villancicos que pronto aprendí junto al montón que sonaban por Navidad: Los tres reyes, Reyes Magos son… De los regalos que la noche de Reyes alegrarían los corazones de los niños  y niñas más privilegiados, estaba llena la tienda de El Cielo en la calle Bodegones. Cuando avanzaban las fiestas navideñas, en medio de esa calle tan comercial, se aposentaba, risueño y regordete, un rey de cartón piedra, que portaba un cofre sobre el pecho, donde iban a parar los sueños infantiles en cartas escritas con unos trazos trémulos de ilusión.
     Los Magos no acostumbraban a visitar mi hogar de la calle San Luis. No les debía coger de camino, pues tampoco frecuentaron los de buena parte de mis vecinos del barrio. Comprendí que los regalos menudearan a través de las chimeneas de los niños que vestían ropas de mayor calidad, cuyas viviendas eran tan amplias, que permitían a sus majestades un  acceso más desahogado. Sospechaba también que, con su magia, estos amables monarcas supiesen de la mejor conformidad del que tiene menos y lo poco que necesitan para ser felices. A esta situación me acostumbré, qué remedio, sin considerarme muy desdichado; también, a vivir sin las pistolas, cuchillos, espadas, carretas y camiones que otros disfrutaron. Jugaba con lo que yo fabricaba, como buenamente podía, de los palos, las cajas de zapatos y las maderas que afanosamente buscaba por todas partes. Y, puedo asegurar, que dormí sin sobresaltos las vísperas del día de Reyes de mi niñez.
     Pero los Reyes Magos jamás se olvidaron de nosotros. Ante las dificultades logísticas de domicilios como el mío, que eran las de muchos otros, optaron por dejar unos enormes sacos y cajas de regalos en dos lugares espaciosos: el salón de plenos del Ayuntamiento y la escalera que precedía al altar mayor de la iglesia parroquial. En la mañana de Reyes, primero durante la catequesis y después en la casa consistorial, la quimera del regalo se hacía realidad: una pelota de goma, que no llegaba a balón, ilustrada de estrellas de colores sobre una superficie rugosa; un parchís de cartón que permitía también, por detrás, saltar de puente a puente  y del laberinto al 30 con el juego de La Oca; una caja de pinturas, que me dejó para siempre los brincos del cervatillo en la inmensa pradera que vigilaban unas montañas coronadas de nieves perpetuas; un plumier de madera, que guardaría lápices, palilleros, gomas y sacapuntas, con una tapa, que utilizaba como regla, y que deslizaba para que la plataforma superior girara y poder así rebuscar entre las pinturas del cajón inferior.
     El paso de los Reyes por mi infancia me regaló una mañana de sorpresas aquel año. No sé muy bien por qué, los Magos de Oriente vinieron a mi casa y de la visita me quedó a los pies de la cama un burrito de cartón que se sostenía sobre un patinete de madera. Olía todavía a la pintura que coloreaba las crines y las aguaderas que pendían de sus lomos, y a la cola que fijaba las pezuñas a la base con ruedas. Apenas contemplé incrédulo el flamante borrico y ya las campanas de la parroquia me convocaron a misa de diez, que era la establecida para los niños y niñas. En la iglesia el alboroto era mayor que otros domingos y la atención al catequista, menor: tan distraídos estábamos imaginado qué contendrían los sacos que se agrupaban a la puerta de la sacristía. El reparto de juguetes se produjo cuando la catequesis concluyó; el recuerdo me huele todavía al humo que desprendía el pábilo de los cirios que los monaguillos iban apagando. Y todos los chicos de mi grupo recibimos un asno con aguaderas, idéntico al que los Reyes trajeron a mi casa. Reconozco que la coincidencia me asombró, pero sin desagradarme del todo, pues es sabido que estos animales suelen trabajar por parejas en muchas labores y así imaginé yo ocuparlos en mis juegos.  Con esta idea y el burrito bajo el brazo me coloqué en la fila que esperaba ilusionada un nuevo regalo en el ayuntamiento. Al llegar mi turno, depositaron en mis estupefactas manos un pollino, que cargaba también aguaderas, gemelo de los de mi reciente propiedad.
   No quise cuestionar las razones que habían llevado a los Magos de Oriente a conducir tantos jumentos con aguaderas para los niños de un pueblo donde escaseaba el agua y las fuentes. Comprendí el dicho: a burro regalado no le mires el diente.  De este modo, hacia las doce de aquella mañana, me había convertido en el propietario de una reata de burros, que yo acomodé a mis juegos. He de decir que disfruté incansablemente con ellos, que no me importaron sus hechuras, ni sus armazones: acarrearon agua: fueron espléndidas monturas de protagonistas de muchas batallas; tiraron, incansables, de carros de cartón para transportar los mil y un bártulos de mi fantasía. Hasta que envejecieron. Poco a poco, fueron enseñando sus canas de color cartón por las orejas, por los corvejones; se les hundieron los flancos y las grupas; empezaron a cojear al perder, con tanto trajín, alguna de las ruedas de latón. Y, con pena, dejé que descansaran su vejez por los rincones del cobertizo que teníamos en el corral de mi casa.

2 comentarios:

  1. ¡¡¡Maravilloso relato!!! ¡Enhorabuena!, cada vez son mejores y más emocionantes.

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  2. ��������Que bonito tío.

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