martes, 24 de enero de 2012

Santa Bárbara bendita

 
Se acercaba el verano y con los días inmensos y cálidos llegaban las tardes y las noches de tormentas a mi pueblo. Algunas se presentaban de forma ocasional, otras nos visitaban durante un puñado de días seguidos con obstinada puntualidad, pero todas me amedrentaban por igual. Era un temor que se contagiaba del que sentía mi madre al menor atisbo de trueno. La recuerdo nerviosa por una angustia que le llevaba a cerrar los postigos de la ventana de la salita, y hasta cegar con un rebujo de tela  una especie de gatera imposible que presentaba la parte superior de uno de ellos. Y así, a oscuras, permanecíamos hasta que el último estertor se perdía lejos de Peñaranda.
     En ocasiones, después de una mañana luminosa, se amontonaban oscuras y amenazantes las nubes y la tormenta se presentaba apenas comenzaba la tarde. Otras veces, la mayoría, se desarrollaba al atardecer o ya en la oscuridad de la noche. El aire se volvía impaciente, tenso;  desde la negrura celeste me parecía que manifestaba su malhumor profiriendo roncas imprecaciones entre rayos y centellas; y, en el momento en que en la oscuridad del cielo se encendían múltiples grietas incandescentes, yo buscaba el refugio de mi casa y durante unas horas quedaba inerme, preso de incertidumbre, huérfano de los juegos de aquellas tardes de verano. Pero mis miedos infantiles se alimentaban también de otros mensajes que me enviaban las supersticiones, las leyendas y las defensas que se habían instalado en los edificios más elevados del pueblo.
      Si las nubes se agolpaban sombrías y el cielo parecía el espectro de un ogro que fuera a devorarme, el manojo de cantueso que colgaba detrás de la hoja superior de la portezuela de mi casa me recordaba que el Santísimo en su custodia lo había pisado durante la procesión del Corpus y que sus bendiciones bajo palio protegían mi hogar. Cuando las quejas atronadoras se volvían insistentes y mostraban su enfado creciente, mi madre invocaba: Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita, en el ara de la Cruz, Pater noster, amén Jesús; en la creencia que sólo ella nos podía defender de cualquier agresión de la enfurecida bóveda celeste. Con frecuencia me llegaban los sonidos secos de la escopeta de el Antolín, cuyos disparos, se decía, dispersaban las tenebrosas nubes, evitando que chocaran y nos enviaran su furia de truenos y rayos. Si los relámpagos electrificaban el renegrido cielo con sus descargas luminosas, para tranquilizarme visualizaba las puntas en las que terminaban los pararrayos encaramados sobre los altos silos, en una de las torres de la parroquia, o en el tejado del asilo e imaginaba la fuerza con que atraerían los rayos para proteger a Peñaranda entera.
     Aquel día fui testigo de impactos ciertos del azote de una tormenta, que justificarían para siempre mis anteriores temores. Todavía no había entrado el mes de junio, pues aún teníamos clase por la tarde. Al salir de casa después de comer, el cielo se había revestido casi en su totalidad de nubes grises. Pronto empezó a atronar y a los truenos los acompañó una inquietud que ya no me dejó disfrutar de la explanada de San Luis. Como la tormenta se acercaba al tiempo que la hora de volver a la escuela, mi vecino Maxi Avililla y yo abandonamos nuestros juegos junto a la iglesia y preferimos acercarnos al patio escolar ante la amenaza que se cernía en la atmósfera. Recorrimos toda la Travesía de San Luis entre una sucesión de truenos cada vez más frecuentes y rotundos. Muy juntos y sin dejar de hablar recordábamos las leyendas que hablaban de los peligros de la tormenta.  Por eso evitábamos correr y caminábamos alejados de las fachadas de los edificios, para soslayar a los rayos, y, acaso, para que la conversación espantase nuestro miedo, tan oscuro se estaba volviendo el día.  Así alcanzamos la Carretera de Madrid y recuerdo como si en ese momento un sepia mortecino hubiera absorbido la luz del resto de los colores de aquel paisaje.
     De pronto, un zigzagueante resplandor iluminó la tarde sombría, al tiempo que toda la arquitectura celeste pareció desgarrarse encima de nosotros y estrellarse contra el suelo. Los dos niños quedamos paralizados. Una fuerza eléctrica nos impulsó el uno contra el otro, me  doblé lateralmente, y mi rodilla izquierda quedó pegada a la pierna derecha de mi amigo. Quizá al instante, empezó a diluviar. Aquellas gotas gigantescas nos despertaron y, como almas que lleva el diablo, corrimos, olvidadas ya las recomendaciones; cruzamos la carretera y nos refugiamos en la nave donde mi padre trabajaba dentro del almacén que allí tenían los Martín Mulas. Le encontramos en cuclillas, encaramado sobre la enorme mesa de cemento, fijando con yeso el molde de madera que daría forma a la enésima pila de lavar doméstica de piedra artificial. Él también había sentido el relámpago y el trueno magníficos y. por eso, se sorprendió al vernos. Tal espanto descubrió en nuestros rostros que, sin hablar, descendió de aquella tarima, con el sempiterno mandil de saco de esparto y nos ofreció el botijo, que yo tan bien conocía, para que pasáramos el trago. Pero su presencia y su serena sonrisa me ayudaron más a recobrar la tranquilidad perdida. Y, como parecía que la lluvia amainaba, nos pidió que continuáramos hacia la escuela, que distaba a pocos pasos de allí.
    De las dos horas siguientes sólo me queda la penumbra que acompañó a las tareas del aula sin luz eléctrica. Cuando salí de clase ya no llovía, aunque al suelo lo empapaba todavía el chaparrón reciente y al azul del cielo le costaba hacerse sitio entre las nubes plomizas. El aire me trajo de inmediato el olor característico de las hogueras recién sofocadas por el agua, cuyo origen descubrí pronto al cruzar la carretera para desandar el camino de regreso a casa. Grupos de gente hacían corrillos al inicio de la travesía de San Luis entre mesas, sillas, revoltijos de ropas y cacharros apilados  frente al domicilio de los Arévalo, parientes de mis primos Celitos, Jesu e Isabelita. Miraban la fachada tiznada y la techumbre desnuda de tejas y a los hombres que, con gesto derrotado, descargaban los últimos baldes de agua sobre las humeantes vigas de carbón. Supe de inmediato lo que había ocurrido sin necesidad de atender lo que decían unos y otros. Y también a la hora que se produjo: tan aturdidos habíamos quedado entonces, Maxi y yo, por aquel rayo destructor que nos puso los pelos de punta y que reafirmaría, ahora por una vivencia propia, mis recelos hacia las tormentas.

3 comentarios:

  1. Qué bonito páter! Por fin he podido leer un relato tuyo tranquilo, tomando un café y con unas pastas. Está tan bien escrito que he imaginado tu cara de cuando eras pequeño, esa de la foto coloreada en las escuelas, asustada y aliviada cuando encontrabas a tu padre. Una lástima no haber podido conocer al abuelo :(

    Ya estoy deseando que llegue una nueva entrega!!

    Besos.

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  2. paisano, ya hablaremos largo y tendido sobre el "sr Antolín" y su modus operandi, de cualquier manera yo te sigo en tus escritos que para mi son como volver a vivirlo y trasladarme por ese arte tuyo a esa época tan maravillosa y que nunca volverá.En el próximo cuéntanos ó mejor dicho relatanos el episodio que acontecio en 4º, en clase de sindicatos, cantando la "marsellesa", diciendo muera Franco y el cuartel de la GC al lado, consecuencia de esto, no podíamos salir del centro y puestos en los pasillos al escarnio estudiantil y luego cerrados en el gim, pero esto es solo una idea ó un avance.Saludos amigo

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  3. COMO CASI SIEMPRE BUEN RELATO JOSE,ME ACUERDO COMO SI FUERA AHORA,VER MAS DE UN DIA A TU MADRE Y A MI ABUELA JUNTAS CUANDO HABIA TORMENTA,UN RECUERDO DESDE AQUI PARA LAS DOS

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