jueves, 7 de julio de 2011

El Centro de Acción Católica

Los largos meses de otoño e invierno hacía del Centro de Acción Católica la única alternativa para que los chicos estuviésemos ocupados desde el atardecer hasta la hora de la cena, mientras esperábamos la llegada de la primavera cargada de días templados, más horas de luz y, por tanto, más  vida en la calle.
     Me embutía en mi abrigo y en mi gorro de orejeras, cuyos extremos debían ir abrochados bajo la barbilla por exigencia de mi madre. De esa guisa recorría el camino entre mi casa y el Centro y así regresaba a la hora establecida. Sin embargo, apuraba tanto la estancia en aquel confortable lugar que casi siempre debía desandar el camino a la carrera. Una tarde rompí el ritual, engañado tal vez por la tibieza del día. O tal vez fuera un despiste. El caso es que olvidé encasquetarme el gorro y ya desde esa misma noche mis oídos se quejaron y mi imprudencia acabó, en los días siguientes, en otitis aguda.
     El Centro de Acción Católica se encontraba en la calle de Nuestra Señora, entre los Almacenes Martín Mulas y la tienda del Americano. El edificio, de dos plantas, debió ser en otra época el hogar  de una o más familias, si bien quedaba poco de su anterior distribución. Al menos, las salas que yo frecuenté eran espaciosas, sin rastro de tabiques separadores entre estancias vecinas.
     En la planta baja había cuatro dependencias. En la primera, a mano izquierda al inicio del pasillo, se exponía el belén, que ocupaba media sala. Cada Navidad se variaba la decoración, la iluminación, el simbolismo de las escasas figuras, los motivos escogidos. Me sorprendía la originalidad del belén y solía contemplarlo con asombro y admiración. Enfrente se encontraba el salón de la televisión, en donde tantas mañanas de domingo seguí con pasión los partidos de baloncesto entre los mejores equipos de la primera división. Recuerdo cómo disfrutaba con los triunfos del Real Madrid de los Emiliano, Luyk, Monsalve, Sevillano y otros cuantos, dirigidos por Ferrandis. Me emocionaban  los enfrentamientos contra el Estudiantes de los Arroyo, García Reneses, Sagi-Vela, o contra el Juventud de Badalona de Nino Buscató. Al final del pasillo estaba la pequeña cantina, un lugar reservado más para mozos y adultos que para niños como nosotros. Allí se tomaban chatos de vino con los aperitivos que salían de aquellas grandes latas: sardinas, anchoas, chicharros, aceitunas…
     También en la planta baja había un curioso habitáculo que por su forma y tamaño bien podría haber sido despensa o hasta armario empotrado; era el despacho de don Agustín. Parecía difícil que pudiera acomodarse entre aquellas dimensiones. Pero allí sentaba toda su corpulencia, de cara al pasillo y allí leía su breviario o cerraba los ojos, como si reflexionara, como si realmente estuviera metido en un confesionario o incluso en una hornacina. Parecía aislado,  ausente, y, sin embargo, sentíamos su presencia controlando todo lo que ocurría en el edificio.
     Pero era en la planta primera donde pasábamos la mayor parte del tiempo. Subíamos a la carrera. La madera de la escalera retumbaba con nuestros pasos. Futbolines, billares, la mesa de ping pong, armarios repletos de tebeos y juegos de mesa estaban concentrados en una sala  con una sorprendente forma de ele mayúscula al revés, situada a un nivel más bajo que el pasillo, por lo que había que descender un peldaño para entrar. Además, los dos brazos de la ele también presentaban distintos niveles, lo que nos obligaba a subir y bajar escalones para pasar de uno a otro. No se podía  ocultar que habían sido dos estancias independientes antes de aliarse para su nuevo cometido. La parte de la sala paralela a la fachada tenía otra particularidad: conservaba la disposición que debió tener en su anterior vida como hogar: un salón con dos alcobas, pero sin las cortinas que seguramente preservarían la intimidad de los dormitorios. Ahora las cortinas ya no eran necesarias y unos arcos adornaban la estancia, en la que había mesas para jugar al parchís, a la oca, a las damas, al ajedrez, al dominó. Parecía que los arcos nos aislaban de lo que ocurría al lado. En el trazo mayor del local, arrimados a las paredes, se sucedían los bancos en los que nos acomodábamos para leer los tebeos que se amontonaban en las estanterías. Me enfrascaba tanto en estas lecturas que ni el ruido de las bolas del billar al chocar, ni los golpes de los futbolines, ni la algarabía de la sala lograban distraerme.
     Entre juegos y lecturas transcurrían aquellas tardes. Fueron muchas y yo las guardo  aún vivas en mi recuerdo. ¡Qué importancia tuvieron en mi educación! Me ayudaron a convivir, a respetar las normas y los materiales comunes; aprendí las reglas y la técnica de algunos juegos a los que hoy sigo aficionado; se despertó mi gusto por la lectura y, en fin, me acostumbré a actuar con autonomía y responsabilidad. ¡Gracias!

2 comentarios:

  1. Qué lastima que hoy no haya nada así... me ha gustado y me ha dado mucha envidia.

    Quizá si hubieses leído menos y jugado más al ping pong, podrías haberme ganado alguna vez :)

    Muy visual todo, páter.

    1beso

    ResponderEliminar
  2. La lectura es una afición genética en los Martín......
    Lo que pasa es que algunos le sacan más provecho ����������
    Maravilloso como siempre tio��

    ResponderEliminar