miércoles, 20 de julio de 2011

¡Qué viene el antolín!

Desde muy pequeño, cuando escuchaba ¡qué viene el antolín!, asociaba este aviso, repleto de recelo y desasosiego, con la presencia de cualquiera de los guardas jurados rurales. No supe hasta varios años después que uno, el más estricto, el más temido, se llamaba realmente Antolín y que otras personas utilizaban siempre este nombre con propiedad.
      Creía, ingenuo, que los dos guardas eran el antolín, aunque el otro tuviera una actitud menos agresiva. Pero fuera que el causante de mis sobresaltos  era el auténtico Antolín, cuando nos referíamos a él nadie me hizo ver el equívoco. Los recuerdo de verde, el pantalón de pana, la bandolera y una escopeta colgada al hombro, y los diviso en lontananza a caballo o pedaleando sobre una bicicleta. Vigilaban las cosechas, los huertos, las eras.
     La palabra antolín nos provocaba siempre desazón, tanto habíamos oído de su genio y de sus respuestas contundentes. Y es que nada confiere más autoridad a una persona que la fama que le precede. De manera que, a veces, no es necesario que dicha autoridad se demuestre para otorgársela, basta con observar la reacción de alarma y miedo de los que han conocido o padecido sus métodos. Así que, de niño sufrí más por las supuestas manifestaciones furibundas y despiadadas de aquel guarda jurado, que por ser testigo u objeto de ellas, salvo en una ocasión.
     Eran años de escasez y la comida del hogar nunca nos saciaba. Antes de que los primeros calores estivales los agostara, los campos nos ofrecían generosos sus frutos, siquiera en forma de espigas de cebada o de matas sabrosas de garbanzos o de algarrobas. Con qué destreza podábamos las barbas de las espigas y desnudábamos sus granos gordenzuelos; qué regusto a sal quedaba en nuestras manos después de extraer el garbanzo de su vaina; qué tiernas las verdes semillitas de algarroba cuando abandonaban su estuche alargado. Como el hambre y el miedo a menudo andaban de la mano, cargábamos culpables con nuestro botín y con la incertidumbre de la presencia repentina de algún guarda, y nos alejábamos para devorar glotones aquellas minucias.   
     Si un chico gritaba ¡el antolín!, instintivamente huíamos como alma que lleva el diablo, pues el espanto se sobreponía entonces a la necesidad. Nos aterrorizaba recibir una descarga de sal de su escopeta, cuyo escozor se decía era insufrible; o llegar al pueblo atado a la cola del caballo, como contaban que le aconteció al muchacho que fue sorprendido robando almendrucos en las Pocillas. Otras veces, avistábamos a los guardas y escondidos esperábamos que se perdieran en la lejanía por donde transitaban, para así retomar más  tranquilos nuestras ocupaciones.
     En aquella ocasión nadie gritó ¡que viene el antolín!, tan enfrascados nos encontrábamos en la disputa del partido de fútbol. Nos habíamos despojado de los pantalones y jerséis. La aparición del guarda nos sorprendió, y, espantados,  corrimos lejos, mientras nuestra ropa quedaba olvidada en la era sobre las piedras que marcaban las porterías del campo. Del susto pasamos a la intranquilidad al percatarnos que íbamos en calzoncillos. ¿Qué pensaría la gente al vernos de tal guisa? ¿Cómo reaccionarían nuestros padres? Sobreponiéndonos, volvimos a la era y allí nos esperaba la figura imponente de el antolín. La ropa aparecía a sus pies en un montón. Nos comunicó que se la daría únicamente a nuestros padres, si acudían a reclamarla a su domicilio. Y así sucedió. Mi madre recuperó las prendas requisadas, después de pagar un duro de multa. Cinco pesetas que debí reponer a plazos con mis pagas dominicales.
     El antolín protagonizó mis peores sueños durante un puñado de años. Siempre despertaba angustiado,  porque mis piernas plomizas no respondían al aviso recurrente: ¡qué viene el antolín! El guarda se acercaba inexorable hacia mí y su cara, terrible, presagiaba represalias atroces. Hasta que, algún tiempo después, conocí al señor Antolín, revestido de la apariencia normal de un jubilado y con la afabilidad propia de un hombre de su edad. La imagen que proyectaba no sólo distaba de la que en mi niñez me inquietaba, si no que invitaba a tomarle afecto. Por todo ello, estos recuerdos los noto prendidos en una sonrisa afable.

2 comentarios:

  1. Muy atrevida la estructura de este relato, páter. Es muy interesante (ya te lo dije cuando me lo contaste aquel día...), pero aquel día me diste una buena introducción acerca de quién era "el antolín" antes de contarme la historia; asimismo me contaste más qué hacíais en la era cuando os descubrió.

    Me ha gustado, pero ya te digo que la estructura es complicadeja :)

    Un afable beso ;)

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  2. muchisimas GRACIAS al recuerdo de mi abuelo, soy su nieta mayor catalina el mismo nombre de mi abuela.Me alegro que le conocieras como era en realidad en su madurez,con sus cosillas como todo el mundo, era un abuelo que se hacia querer por sus nietos,y por todo el mundo.nuevamente gracias de parte mia y de todos sus nietos. desde cantabria KATHY 1

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