martes, 23 de agosto de 2011

El cine de don Agustín

A todos los niños de entonces nos gustaba ir al cine. Pero, a la mayoría, los precios en las taquillas del San Miguel y del Cervantes nos lo impedían; la calificación de muchas de las películas, también. Don Agustín solucionó ambos inconvenientes: organizó para nosotros una sesión de cine a media tarde que costaba una peseta y convirtió en sala de proyecciones la última dependencia de la planta baja de las Jesuitinas. Y a ella accedíamos cada domingo atravesando la Huerta, de la que era vecina.
    Aquellas tardes las llenaba la función de nuestro cine infantil. A las cinco y media, la cola que esperaba el comienzo de la sesión ocupaba todo el largo de la pared del edificio y llegaba casi hasta la pista de baloncesto. Las peleas por los primeros lugares de la fila eran  frecuentes, lo que provocaba que la gordenzuela mano del don Agustín más furibundo repartiera mandobles sobre nuestras cabezas, y eso nos apaciguaba y silenciaba.
     Todos los domingos debía reservar una peseta, de la exigua tanda que me asignaban mi madre y mi abuela, para el cine de la tarde y no siempre me resultó fácil. Así fue como aprendí lo que cuesta renunciar a los sabores, la texturas, los olores de las cosas que me gustaban: las chucherías de los puestos de la Chavala, la Josefa y de la Trini,  que se ofrecían apetitosas bajo los portales de la Plaza. Me complacía sentir entonces la peseta apretada en mi mano dentro del bolsillo, incólume de la prueba sometida.
     Pero en aquella ocasión sucumbí, goloso, a la tentación. Todavía hoy percibo como los últimos sabores se agriaron con el sentimiento de culpa y un desasosiego que me acompañarían las horas siguientes. La costumbre,  y acaso la posibilidad de un milagro, me llevó a la Huerta como las demás tardes, y remoloneando caminé detrás de la cola hasta que se desvaneció en el interior del cine. La puerta se cerró y fuera quedamos frustrados unos pocos. De pronto, la formidable figura del sacerdote apareció ocupando la entrada entera y, después de que su rostro nos recorriera impasible, con una sonrisa tierna y un leve gesto nos invitó a pasar dentro.
     Del local sólo recuerdo su amplitud, que nos albergaba a todos. A la izquierda, la máquina de proyección; a la derecha, una tarima que terminaba contra la pantalla blanca sobre la pared. Y dos horas largas de rezos, música y celuloide. Don Agustín era cura, y, siquiera para compensar el reducido precio de la entrada y para rellenar la espera mientras se cambiaban los voluminosos rollos de película, arrimaba el ascua a la sardina religiosa en forma de catequesis, ensayos litúrgicos o cánticos de iglesia, los cuales dirigía subido a la tarima. Accedíamos a estos requerimientos sin rechistar, conscientes de lo inútil de cualquier atisbo de protesta.
     Más me agradaban los ensayos de villancicos, la Navidad ya próxima. El sacerdote había editado un cuadernillo con los más populares. Los repartía y cada domingo actualizábamos la letra y la música de algunos de ellos: ¡Ay del Chirriquitín, Chiquirriquitín metidito entre pajas!, ¡ay del Chirriquitín, Chiquirriquitín, queridín, queridito del alma!, tronaba el salón, y, por un momento, parecía que olvidáramos la película que esperaba en la máquina de proyección. Las tardes, entonces, me sabían al turrón de la Alberca, a castañas asadas y a Misa del Gallo.
     Se apagaban las luces en medio de murmullos de ansiedad que un rayo resplandeciente acallaba, mientras decenas de ojos convergían en la pantalla. Al poco, el Gordo y el Flaco provocaban escenas disparatadas, hilarantes, y todo el recinto se colmaba de carcajadas y una agitación feliz de sillas. Más tarde, las aventuras las protagonizaban Kit Carson y su ayudante mexicano Toro. Su valor nos enardecía. Carson cabalgaba, flecos al viento, sobre su caballo Apache de un lado a otro de la pantalla transformada en pradera sin límites, ora persiguiendo a los fuera de la ley, ora para huir de bandas de desalmados abominables. Ya en mi niñez aprendí lo que después comprobaría otras muchas veces: el caballo del malo es más lento que el del bueno. La defensa de honrados ciudadanos y los idílicos amores se sucedían, episodio a episodio, en medio de situaciones tan comprometidas que, cuando concluían, premiábamos entre aplausos de admiración y suspiros de alivio.
     Los vaqueros nos abandonaron en las últimas temporadas. Las imágenes de una banda de seres extraños ocuparon su lugar en las tardes de cine. Salían y entraban de su cueva subterránea y a mí me recordaban a Ali Babá y los cuarenta ladrones. La Tierra se abría y, en medio de un estruendo espantoso que nos sobrecogía, la escena se llenaba de personajes cubiertos con indumentarias espeluznantes montados a caballo. Durante la película íbamos de sobresalto en sobresalto sufriendo por unos desenlaces inciertos. Yo sentía miedo y angustia todo el rato. Pero cada jornada esperábamos con la misma expectación el nuevo capítulo de la serie.
     Salíamos ya de noche formando grupos los amigos, y comentábamos lo ocurrido en cada sesión, mientras dirigíamos el final del domingo a nuestras casas. En la mía me esperaban verdeles fritos de cena, para no variar.
     ¡Qué años lejanos!  Fue una época en la que mi imaginación vivió de aquellas cintas, de sus personajes: monté a caballo, resolví situaciones injustas, sentí la admiración y el agradecimiento de los agraviados, mientras con falso pudor me tocaba el ala de mi sombrero de vaquero.


6 comentarios:

  1. Algún día espero contarte cómo resolví lo de la peseta (que también era una sola y me daba los mismos problemas que a tí). Hasta que eso ocurra, conserva mi felicitación por tus ejercicios de recuerdo que llegan hasta el nombre del caballo y del ayudante de Kit Carson. Me he vuelto a ver allí.

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  2. Una historia divertida y tan bien contada que engancha desde el principio. Me encanta leerte, porque puedo imaginarte en los lugares que describes y con la edad que tenías. Incluso imagino la ropa, la vuestra, la de los niños, y la del cura. Lo de la peseta, ¿te pasó solo aquella vez? Apuesto a que sí, a que la culpa te impediría repetir. Qué difícil debía de ser elegir para un niño.
    ¿Qué era, en realidad, esa banda de seres extraños a la que te refieres? ¿Había capítulos, como en las series de ahora?
    Muacks!!!

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  3. me ha encantado padre, te vas superando día a día, estoy de acuerdo con María, está tan bien ilustrada la historia que te estoy viendo mientras lo leo, engancha!!!un besazo. Elena

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  4. simplemente felicitarte nuevamente. Cada relato que leo me hace situarme en el tiempo y ver como haces facil transcribir una serie de situaciones que se me hacen muy comunes.Gracias .

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  5. Había olvidado por completo el título de aquella serie y por esa razón no aparece en el relato. Miguel Alfayate me lo recordó: “LOS JINETES DEL TRUENO”. Te agradezco, Miguel, que hayas leído mi escrito y también que con tu aportación se enriquezca la historia y se refuerce mi memoria.

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  6. soy peñarandina nieta mayor de ANTOLIN EL GUARDA desde que lei el recuerdo a mi abuelo te sigo con todas tus dedicatoria me encantan y aunque no me he criado en mi pueblo.me emociono
    con tus historias . son preciosas sigue asin kathy 1

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