viernes, 5 de agosto de 2011

Los gusanos de seda

Cuando el negrillo de la explanada de San Luis se vestía del verde amarillento de sus primeros brotes yo sabía que había llegado la primavera. Entonces bajaba la caja de zapatos, que había permanecido olvidada casi un año encima del armario de la salita, limpiaba cuidadosamente la pátina de polvo que recubría la tapa y la abría expectante. En su interior, un tesoro me aguardaba en forma de papeles salpicados de huevecillos.
     Durante aquellos años entre la infancia y la adolescencia me aficioné a criar gusanos de seda, al igual que otros chicos y chicas del barrio. Y, como ellos, salía a la calle a mostrar mi cajita a los demás, seguro de recoger, complacido, la admiración que provocaban mis lustrosos gusanos. Entre todos parecía establecerse una rivalidad de la que apenas éramos conscientes, la cual volvía más interesante nuestra dedicación. Competíamos, sobre todo, por las hojas de morera, que pronto escaseaban en los pocos árboles del pueblo que las proporcionaban.
     Por suerte, mi amigo Manolo Madrid encontró una solución para nuestro abastecimiento de morera: la finca de Cantaracillo de la que era guardés el padre de Marino, un compañero del instituto. Allí, tres frondosos árboles nos ofrecían, ¡para nosotros solos!, sus ramas repletas de enormes hojas, verdes, brillantes. Desde entonces proliferaron los viajes en bici. A la finca umbrosa le rebosaban silbos y rumor de hojas. También, generosidad: tal era la carga de moreras con que me regalaba en todas las visitas.
     Las imágenes de las etapas por las que pasaban los gusanos de seda, que yo vivía ilusionado y con tantos desvelos, se suceden solícitas, como las hojas de un viejo almanaque del que fueran desprendiéndose a diario, repletas de vida, en un revoloteo ondulado, cadencioso. Conocía las fases de la vida del gusano; aún así, todos los años las esperaba con la misma curiosidad, y las sorpresas de alegría se repetían siempre en un mes y medio de cambios maravillosos.
      ¡Con cuánto esmero atendía a mis gusanos! De los huevecillos, los minúsculos bichos iban asomando, poco a poco, sus cabecitas. Para entonces, todo el suelo de la caja aparecía cubierto de los brotes más tiernos de morera. Desde el primer momento empezaban a engullir, tragones, las verdes hojas que yo debía reponer cada vez en mayor cantidad y con más frecuencia. Parecieran haber acumulado un hambre voraz en su fase de hibernación. Crecían y engordaban con tanta rapidez que el traje se les quedaba pequeño y debían cambiarlo hasta en cuatro ocasiones en sólo tres semanas: unos blancos, otros de rayas grises, paseaban satisfechos, como pequeños acordeones, sus nuevos vestidos. Pronto retiraba yo camisas viejas y  deposiciones y colocaba sábanas limpias en la caja, procurando así mayor comodidad a mis presumidas mascotas. Tan bonitos me parecían entonces, que no podía resistirme a cogerlos, siquiera un momento, depositarlos en mi mano y sentir la piel de suavísima textura, su blandura, y las cosquillitas que me provocaban sus patas al desplazarse. A veces, sospeché que me miraran cariñosos y agradecidos por mis atenciones.
      Un día, alguno se hartaba de engullir y de crecer. Permanecía quieto, la cabeza erguida, como un pasmarote. Y, de pronto, de su boca surgía un hilillo inacabable de seda que daba vueltas y más vueltas a su alrededor hasta tejer un ovalado sarcófago de oro que ocultaría al gusano en su interior, transformado ya en momia. Poco a poco, los demás le imitaban y pronto la caja era un cementerio de capullos blancos, dorados, anaranjados. Aprovechaba aquella paz para limpiar una vez más el aposento, colocar camas nuevas, y esperar el próximo milagro.
     Al cabo de unos días, se producía un prodigio que siempre me fascinaba: la eclosión de las mariposas. Pero, ¿dónde estaba el truco?, ¿qué había sucedido en el interior de los capullos? Nunca ha dejado de maravillarme el espectáculo de semejante transformación. Preciosas mariposas crema de diferentes tamaños poblaban entonces la caja. Las pequeñas, danzarinas, agitaban frenéticas sus alas y, locas de contento, revoloteaban y revoloteaban sin parar. Se calmaban al emparejarse con las mayores uniendo sus abdómenes. Al rato, deshacían la ensambladura y  las más voluminosas, que parecían sufrir de algún tipo de incontinencia, embadurnaban la cuartilla blanca con un reguerillo interminable de huevecillos amarillentos que pronto se tornaban en grisáceos: tantos que había de colocar hojas nuevas para evitar que se amontonasen unos sobre otros. Entre danzas, abrazos y puestas, diríase que quedaran exhaustas y al poco fallecían.
     Retiraba de la caja los capullos, ahora vacios. Los llevaba a casa de mi vecina Manuela del Río y se los ofrecía con la esperanza de que me recompensase con alguna perra. La señora compraba seda al peso, y la carga que yo sostenía en mis manos era tan liviana que, con lo único con que podía pagar mi regalo era con sus  sentidas disculpas y una sonrisa comprensiva por mi desilusión.
     Ya en casa, el interior de la caja pulcro y colocadas las hojas de las puestas, la tapa se cerraba con un suspiro de despedida. Todo concluía devolviendo la caja al altillo del armario de la salita. Allí permanecería hasta el año siguiente. Y el niño que yo era la olvidaba casi al instante, interesado ya en  otros quehaceres, otras aficiones con los que entretener el verano. 

4 comentarios:

  1. Siempre he sabido que de pequeño habías tenido gusanos de seda, pero a nosotros no nos dio por ahí y vaya lo que nos perdimos. Ni idea tenía de cómo funcionaba el asunto. ¿Os permitían guardar la caja llena de huevos todo el año sólo para jugar? Qué cosas!!!

    ResponderEliminar
  2. Yo también los tuve de niño y la explicación del amigo Jose Antonio, no da lugar a una sola frase mas, pues fastidiaría el relato. Sin embargo yo recuerdo que en las innumerable tardes de tormenta,(no se porque había tanta toprmenta en nuestra niñez) debíamos esconderlos, taparlos bien tapados y ponerlos bajo la cama. Puede que solo fuera un bulo, pero así lo recuerdo.

    ResponderEliminar
  3. Yo tampoco los tuve pero la bichera de mi hermana Marta en muchas ocasiones.
    Precioso el relato como siempre tio��

    ResponderEliminar
  4. Preciosa historia. Como todas las que cuentas un abrazo primo

    ResponderEliminar