lunes, 29 de agosto de 2011

Aquellos puestos bajo los soportales de la Plaza

Siempre que pasé por la Plaza me los encontré allí, plantados en el mismo lugar y en el mismo orden, mirando a los que pasábamos bajo los soportales, y dando la espalda al kiosco de La Mariana y a la explanada donde reinaba el templete. Y, como los soportales, como el templete, también formaron parte del paisaje de la Plaza de mi infancia. Los puestos de golosinas se sucedían desde la esquina repleta de camisas, pantalones y jerséis de los Pelos Grifos, hasta la farmacia-droguería Del Castillo. Y a mí me parecía que estuvieran esperándome, tentadores, ofreciendo más, mucho más de lo que yo nunca podría comprar. Recuerdo que peregrinaba a la zona como los demás niños y niñas, especialmente los domingos y festivos, cuando en nuestros bolsillos entrechocaban unas cuantas perras. Así, a estos días se les añadía un atractivo más para todos nosotros en forma de tenderetes repletos de ilusiones para el paladar.
     Cuando terminaba de comer acudía a la Plaza con la tanda que mi madre me había asignado y por el camino ya iban produciéndose trueques de sabores y la paga dominical. Pero al llegar ante los expositores todo se diluía y me envolvían las dudas y una indecisión grande. Tan extensa era la oferta. Sobre el mostrador una amalgama multicolor con sugerentes sabores, que relamía ya con los ojos: los pirulís, las manzanas acarameladas, los palos de regaliz, las barras de sen-sen, los chupa-chups, las bolas de anís, los chicles, las piruletas y las pastillas de leche de burra. Debajo y a los lados, las pipas,  los cacahuetes, las chufas, los entremozos, los enharinados garbanzos tostados y unos cazos de latón, dispuestos a dar la medida de lo solicitado, aguardaban  en capazos y en  los remangados sacos.
     Pero los dineros eran pocos. Entonces pasaba y repasaba por delante de aquellos expositores deliciosos, mientras las anteriores experiencias gustativas colmaban mi boca de saliva dulzona. De este modo, transcurría mucho rato entre titubeos, más que por cómo repartir las escasas perras, tal vez por hacerlas que durasen un poco en el bolsillo, a sabiendas de la rapidez con que se deshacía el caramelo en mi boca y se desalojaban de cacahuetes los cucuruchos. Y, pacientes, la Josefa, o la Chavala, o la Trini atendían las preguntas reiterativas de precios ya conocidos, permitiéndome tocar, siquiera con la punta del índice, una u otra chuchería imposible aquella tarde dominical.
     Al final decidía qué adquirir esa vez. Y, entonces, compraba la medida de pipas, que el vaso de latón vertía dentro del cono de papel de periódico; un chupa-chups de nata y fresa -mi preferido-; y dos barras de sen-sen. Con aquellas adquisiciones alegraba ya la tarde, mientras aliviaba mi apetito de chucherías sentado en un banco de la Plaza inmensa. Aunque hay que pensar que en otras ocasiones variaba la elección, acaso para conocer la mayoría de sabores expuestos, y que así me iba conformando.
     Al llegar el verano, el entoldado carro de helados de los Ferri se plantaba en medio de los otros tenderetes, y desde ese momento pareciera que sólo me atraían los polos de hielo o los de leche, los helados al corte o los de bola coronando un barquillo, engatusado con promesas que calmaban la sed y refrescaban del sofocante calor de aquellas tardes. Además, su precio dificultaba cualquier otra compra, por lo que disminuía mi atención hacia los mostradores vecinos durante unos meses. Resuenan aún en mis oídos los topetazos metálicos de las abombadas puertas al cerrarse, después de rebuscar el polo solicitado en los compartimentos de aquel carro blanco. Porque los polos de hielo fueran los más baratos o por el regusto y la sed que me provocaban, a menudo consumía el resto de mi paga repitiendo esa compra. Al primero, muy pronto le daba bocados, ansioso, y desaparecía en un santiamén; para que el segundo aguantase algo más, lo lamía absorbiendo el colorante y, al poco, chupaba solo el esqueleto del hielo transparente, y continuaba todavía un rato más mordisqueando el palo de madera hasta que se deshilachaba entre mis dientes.
     Cada vez que he vuelto a Peñaranda, a su Plaza, echo los tenderetes en falta, también a Sidri, a Juli, a Angelete Ferri, a la Trini y a los demás. Aquellos días frente a ellos de indecisión y de avidez parecen aferrarse recurrentes a mi memoria. Diríase que la nostalgia de mi infancia se recubriera del dulzor de aquellos pirulís al roncharlos; del clic, clac monótono y repetitivo de las pipas al ser peladas, mientras el cucurucho se vaciaba, hasta dejarme los dedos ásperos de pieles y sal y los labios resecos; del gustillo de la bola helada mezclado con la del último trozo de barquillo. Tantos sabores que aprendí entonces y tantas sensaciones que me han acompañado luego en la vida y que todavía hoy busco paladear sin ningún hastío.

 *La primera foto es una composición de otras dos aportadas por Kiko García y Saturnino Sánchez en la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas"

7 comentarios:

  1. Me siento identificado con este relato. Me faltan las chufas, las cebolletas y los pepinillos de La Mariana. Bueno y algún sobre de cromos de fútbol

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    1. Sí, todo eso y, seguramente, muchas más, también. El recuerdo seleccionó las "chuches" más repetidas.

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  2. Este relato me ha devuelto a mi niñez , que tiempos más bonitos, que rico sabía todo.

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  3. Tiempos felices y recuerdos de juventud .

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  4. Gracias por transportarnos a la niñez.

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