lunes, 26 de septiembre de 2011

De cómo aprendí a montar en bici

A los nueve o diez años decidí aprender a montar en bici. Fue un verano. El intento entrañó un riesgo para mí y también para “la cabra”, que es como llamábamos a aquella orbea de la que me serví para ejercitarme.
     En casa había entonces dos bicicletas: una BH, azul, nueva y vestida con un montón de complementos que yo miraba complacido; y otra, la orbea, de segunda mano, de un color incierto, tan desguarnecida que más que bicicleta pareciera un esqueleto con ruedas. En la época de los ensayos, ésta había perdido los frenos y ni siquiera un timbre adornaba el manillar. Los únicos sonidos, aunque persistentes,  los emitían la rueda delantera en su rozar constante con la horquilla, tan descentrada, y los pedales que percutían a cada pedalada debido a la holgura de sus encajes. Más que rodar, saltaba, y pronto fue “la cabra” para nosotros. Todavía la recuerdo al final del pasillo, apoyada en la pared de la izquierda, muy próxima al portalón que daba al corral.
     Aquella tarde tomé la cabra, pleno de determinación, la empujé a través de la calle y la explanada de San Luis, hasta alcanzar la confluencia de la carretera de Madrid y el caminillo que llevaba a la era del Reguero y los muladares. Desde este cruce contemplé el último tramo recorrido que ahora descendía en ligera cuesta y que al poco llaneaba entre la iglesia y la tapia del asilo. Y como ya me veía deslizándome por aquella pendiente, creí que el lugar sería el idóneo para las primeras prácticas.
      Por entonces, a orillas de la carretera aparecían unos postes de granito encalados, a modo de quitamiedos, pues en esa zona la carretera trazaba una curva. En uno de ellos me apoyé para encaramarme a la bici. Después de unos segundos de dudas mientras obtenía la estabilidad necesaria, con los pies que apenas rozaban los pedales, me impulsé cuesta abajo, los brazos rígidos y las manos crispadas en el manillar. De este modo no necesitaba pedalear y mi concentración única era mantenerme en equilibrio sobre la orbea. No sabía cómo frenar  y confié que la cabra pararía ella sola, una vez que la pendiente acabase. Pero la inseguridad me asaltó a medio camino y, angustiado, alcé la cabeza y mis ojos, no sé por qué, se fijaron en el esquinazo que a esa altura dibujaban las tapias del asilo. Una fuerza inexplicable dirigió entonces mi bici hacia el muro, hasta estamparnos contra él. El choque puso fin a la carrera y, al tiempo, a la orbea y a mí en el apelmazado y polvoriento suelo. Apenas noté el golpe. Pero la rueda delantera del vehículo, sí: una extraña forma ahuevada sustituyó su circunferencia habitual. 
    En medio del susto por el golpe y del disgusto por la avería producida, se me ocurrió golpear con una piedra sobre la picuda cubierta para que pudiera de nuevo rodar. Después, ascendí otra vez hasta el mojón de la carretera, enfilé como antes la cuesta abajo, y volví a estrellarme contra la pared, pues pareciera que sólo tuviera ojos para ella y que la cabra, indómita y caprichosa, obedeciera únicamente el itinerario que marcaba mi mirada. Sin embargo, durante unos días y en un puñado de intentonas más, me subí a aquel cantón blanco, con una obstinación que he observado después en tantos niños, convencido de que acabaría consiguiendo mi propósito, costase lo que costase.
     Ocurrió que un día logré esquivar aquella esquina maléfica y otro me atreví a meter la punta del pie entre la rueda trasera y el cuadro de la bici, como lo hacían otros chicos, para así detenerla. Poco a poco, los trompazos y las caídas menudearon; y como empezara a dominar el rumbo de mi montura, mejoró mi estabilidad sobre ella y mi seguridad. No se puede imaginar que, después de esto, creyese que sabía montar en bicicleta: conservar su perpendicularidad, sin que se venciera hacia alguno de los lados, me resultaba aún prodigioso y hasta un alarde de funambulista. Desde el sillín, mi estatura impedía que mis pies completaran el pedaleo. Hube de conformarme con medias pedaladas, mientras los pies subían y bajaban en un corto vaivén que provocaba una carrera esforzada y todavía azarosa. Un nuevo ensayo, esta vez sentado sobre la barra, me permitiría alcanzar con holgura los pedales y aquel descubrimiento me llenó de satisfacción y de confianza.
     Se diría que mis contratiempos habían pasado, y ya me disponía a ignorarlos. En aquel  atardecer conducía ufano mi orbea en dirección a San Luis. Un último percance evidenciaría pronto mi aprendizaje todavía endeble. Casi al final de la calle, un grupo de mujeres, algunas de ellas niñas de mi edad, cosían sentadas en un corro, que ocupaba media calzada,  aprovechando la sombra generosa a esa hora. Ya próximo al grupo, me visitaron las dudas y, tal vez por precaución, puse los ojos en las costureras. La cabra se dirigió hacia ellas y comprendí enseguida que, como en los días de mi aprendizaje, no sabría cambiar esa  trayectoria. Me precipité con la cabra dentro del círculo, y, de pronto, me vi como levitando encima de aquellas mujeres, pues algunas de ellas, percatadas de mi llegada, pudieron detener la bici y sostenerme en vilo al instante, evitando cualquier daño.
     Qué poco me preocupó el enfado y la regañina de las mayores, y cuánto el haber hecho el ridículo ante aquellas muchachas. El rubor que me afloraba en los días siguientes al cruzarme con alguna de ellas, me recordaría la vergüenza del papelón que había protagonizado una tarde aciaga. Pero, no mucho después, olvidaría todos los incidentes y accidentes: sabía montar en bici y, ya desde entonces, disfrutaría de esa habilidad para siempre.

4 comentarios:

  1. jajjajajajjajaj buenísimo pater!!!!me ha encantado!!!te he imaginado en todo momento. Me has hecho pasar un buen rato leyéndote. Un fuerte abrazo
    Elena

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  2. Está muy bien escrito.Me ha gustado mucho ir viendo como salía poco a poco.Te imagino allí empeñado en aprender y cuan feliz te sentirías al conseguirlo .Sigue escribiendo.Un beso.

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  3. Angel Manzano Romero28 de septiembre de 2011, 0:17

    jose antonio muy bonita lahistoria de tu cabra , me e reido mucho.
    Yo tambien tengo mi historia y ahora a leer lo tuyo me acorde de mi bicicleta.
    Cuidate

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  4. Vaya tela, ¿así aprendíais a montar en bici? Eras un temerario!!! Cuando he leído lo de la cuesta abajo, sin frenos y sin saber si la bici se detendría, sin llegar a los pedales... me he acordado del suelo en pendiente recién fregado de la cocina de Madrigal y de mis patines nuevos. O cosas de niños o cosas de la genética. ¿No te partiste la crisma ni una sola vez?

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