miércoles, 7 de septiembre de 2011

Noche de cine en El Ejido

Hacía poco que había despertado la calle y ya vi pasar, renqueante, aquella camioneta desvencijada. Nada encajaba en aquel cacharro y que pudiese rular, tan viejo y destartalado, parecía un milagro. Sin embargo, lo que pregonaba el renegrido hombre con un embudo de hojalata desde la trasera de la caja me engatusó de inmediato: cine gratis esa noche en la explanada de El Ejido. La camioneta recorrió toda la calle y nos arrastró detrás a todos los niños del barrio, hasta que girando por la Travesía de San Luis enfiló la calle Empedrada. Otras dos o tres veces debió repetirse la misma ceremonia ese día, y todavía me acuerdo del traqueteo de aquel trasto, de la espesa y negruzca humareda que despedía entre las ruedas su tubo de escape, y del desasosiego y la ilusión que me acompañaría toda la jornada.
     Algunos aseguraron que los del cine eran húngaros y a mí me asemejaron gitanos, como aquellos titiriteros que, en anteriores ocasiones, rompieran la monotonía de San Luis con una mona, una cabra y una muchachita que parecía descoyuntarse en posturas imposibles al ritmo de una trompeta y de un pandero.
     Ya a las nueve de la noche un  abundante gentío ocupaba la explanada. Al poco cayó la noche y el centro de El Ejido lo iluminaban los faros mortecinos del vehículo que tan bien conocía. Todo estaba dispuesto para la función anunciada. Recuerdo que el proyector sobresalía de la plataforma del remolque de la camioneta, cuyo batiente posterior colgaba hacia el suelo; a tres puñados de pasos aparecía tersa una sábana, de blancura incierta, sujeta a dos maderos clavados sobre el suelo, como una pancarta que se preparase a anunciar paisajes y personajes de película.
     Todo me parecía mágico en la noche estrellada de agosto: aquel enclave magnífico a horas tan desacostumbradas lejos del barrio; los operarios manipulando la maquinaria ante mis ojos; los espectadores acomodados a nuestro antojo, sentados sobre la tierra amazacotada  o en alguna silla de enea; la entrada gratuita en una cine de mayores; y  la que, sin duda, sería una emocionante película.
     La explanada quedó a oscuras; de inmediato, la pantalla recibió el chorro de luz que, al compás un pasodoble, no tardó en anunciarnos el título de la película: Currito de la Cruz. Un mozo, que toreaba a un novillo a las orillas de una charca, apareció a continuación y ya supe que aquella historia de toreros me iba a gustar, pues era mi afición de entonces. Simpaticé casi al instante con aquel protagonista de origen humilde. Me gustaba que triunfara, sin que su timidez y su modestia menguaran con  la llegada pronta del éxito; que no olvidara a sus antiguos compañeros de la inclusa. Como a él, me atraía aquella jovencita graciosa y las coplas que cantaba todo el rato; también, por él sufría que prefiriera a otro y que desconsiderara su procedencia.
    La película transcurría. Las voces de los personajes resonaban en la explanada, mientras, de fondo, sonaba otra coplilla. Tan absorto estaba, que mi imaginación coloreaba aquellas vidas en blanco y negro, alejadas de lo cotidiano, y me elevaba a quimeras propias del niño que yo era. En medio de esa ensoñación, la escena se paralizó, la imagen se deformó y parecía que la sábana se quemase poco a poco, al tiempo que los sonidos se ralentizaban, distorsionándose de forma extraña. Toda la plazuela se desconcertó y las luces de los faros, al encenderse, descubrieron una contrariedad unánime reflejada en los rostros. Con destreza, aquellos hombres manipularon la cinta sin fin, cortando y pegando extremos, y, de nuevo, todos nos pusimos de acuerdo, esta vez para suspirar aliviados. Sin embargo, aquella interrupción resultó una premonición de lo que acontecería más tarde, al concluir el primer rollo de la cinta
      Oía resoplar los rodillos del proyector, mientras la bobina saltarina recuperaba la parte de la película que habíamos visto y se colocaba la segunda, que debiera colmarnos de emoción y, seguramente, de desenlaces que nos acompañarían felices a la cama. Este descanso lo aprovechó uno del cine para pasar un mugriento sombrero de fieltro, que reclamaba el pago por las ilusiones que aquella historia nos estaba procurando. Pero, pronto, el gesto desabrido del hombre indicaba que había recaudado menos perras de las merecidas. Todavía le veo pálido de la luz de los faros al lado de la sábana, y creo escuchar las amenazas de suspender la función si una nueva colecta no compensaba su trabajo y los gastos para divertirnos; y, además, porque ellos tenían que comer. Esa vez, nos rozó exigente aquella prenda desgastada, que hacía que nos moviéramos inquietos, simulando no verla; o que nos encogiéramos de hombros, como para demostrar falta de dinero; y sólo alguno se rascó el bolsillo.
     Unos pocos protestaron, sin convicción; la decepción nos abarcó a todos. Pero los húngaros de la compañía ambulante retiraron las bobinas del proyector, y las guardaron con Currito de la Cruz y la mitad de una historia por revelar, en varias latas abolladas; enrollaron la pantalla; montaron todos en el carromato y se largaron. Y, en El Ejido, sólo dejaron la  oscuridad de aquella noche de cine fallida. El silencio que me acompañó de regreso a casa, acaso lo rompiera  el recuerdo del ruido renqueante de la camioneta desvencijada que muy de mañana me había prometido una ilusión.

1 comentario:

  1. Qué penita me ha dado!!!Acabaste en otro momento la película??Un besazo artista. Elena

    ResponderEliminar