lunes, 10 de octubre de 2011

En las noches de verano de la calle San Luis


Apenas comenzaba a declinar la tarde, parecía que me echaran de casa, Mi energía, aletargada por la calorina del día, se desataba entonces, al tiempo que el sol, que se escondía tras las torres de la parroquia, se llevaba con su último resplandor la galbana que me había acompañado, soporífera, toda la jornada. Hacía poco tiempo que el último carro, revestido de redes ahora desinfladas, había traspasado los portones de la corraliza vecina en la calle Isabel la Católica, lindando con el bar del señor Ernesto, frente al taller de los Bejaranos. Era aquella una hora en la que los adultos volvían del trabajo, algunos con las lías por bandolera y un balanceo de hoces y ristras de dediles en la cintura. De pronto, toda la calle se plagaba de niñas y niños, que éramos un puñado en cada familia, y la calzada, las paredes acogían carreras y gritos, mientras el barrio se iluminaba con nuestra algarabía mucho más que con las cuatro bombillas mortecinas que se desperdigaban por las esquinas.
     Cuánto disfruté de aquellas noches cálidas. Todavía sueño que vivo en los juegos de mi infancia y que los anhelo como entonces. Todo era juego, tanta era nuestra vitalidad. A veces, un hecho ocasional: la presencia de murciélagos en ese momento del crepúsculo de luz tan incierta. Corríamos alborotados de un lado para otro, excitados por chillidos y  vuelos imposibles, lanzando trapos a sus sombras, pues se aseguraba que era una forma de cazarlos. Y ese entretenimiento fortuito podía parecernos el más divertido. Pero eran los juegos conocidos los que más frecuentábamos. Casi todas las noches recurríamos al Alza la maya. Me acuerdo aún del regusto a victoria que sentía cuando, después de abandonar mi escondite, burlaba a la carrera al que se la quedaba, y, exultante, le sorprendía con el grito: alza la maya por todos mis compañeros y por mí el primero.
     De rato en rato, el grupo que formábamos aumentaba con la llegada de otros miembros o disminuía a requerimiento de nuestras madres: “¡Aurora!, ¡a cenar!”; “¡Venancín!, ¡qué vengas!”. Otras veces, nos acercábamos a casa para calmar la sed que nos provocaban el sofoco de los juegos y el calor de la noche. Y de las visitas a la mía, me queda en la memoria la luz pajiza que se escapaba de la cocina, que apenas iluminaba el lóbrego pasillo, por donde venía rodando un batir de huevos, como un anuncio de la cena que mi madre preparaba para aquella noche. Me parece ver también a mi padre, sentado en el quicio de la puerta. Como tantas veces, cargaba una hoja del librillo con unos pellizcos de Cuarterón que guardaba en su sobada petaca, y, mientras daba espaciadas chupadas, su mirada se perdía en quién sabe cuántas duras rutinas diarias.
     A medida que la noche se adueñaba de la calle, nos alcanzaba el sosiego y formábamos corros, que es una figura inveterada, la predilecta, de los juegos infantiles. En aquellas ruedas nacían las canciones que acompañaban a algunos de ellos, y que tantas veces he tarareado nostálgico de mi calle San Luis y sus noches de estío. Jugábamos a La zapatilla por detrás, y su recuerdo me trae la comezón que me entraba  por si era yo el elegido, mientras caían garbanzos o judías, para salir corriendo y alcanzar al compañero que me había dejado el regalo a mi espalda. O, al Antón pirulero, donde cada cual se arriesgaba a pagar una prenda, si perdía la atención; y que, para recuperarla, tal vez debería ir a casa de la señora Carmela y preguntarle qué comida pondría al día siguiente;  o, quizá, estamparle un beso a la chica que se sabía que te gustaba.
    Al tiempo que las canciones contaban nota a nota nuestra alegría de niños a toda la calle, de cada casa salían los demás y a las puertas se sentaban buscando el fresco tenue de la noche. Poco a poco las carreras, las prendas, las zapatillas, las frases y las melodías repetidas una y cien veces iban enflaqueciendo, a la vez que el cansancio  se apoderaba de nuestros cuerpos. Yo me aproximaba, rendido, a mi familia y me tumbaba en la acera. Pronto una somnolencia pesada me cercaba y me adormecía arrullado por la conversación de mis padres y vecinos; también, por el monótono cri,cri de los grillos que, a medida que el barrio enmudecía, parecían elevar su chirrido. Y en los primeros sueños volvían las carreras recientes, los corros y los sones cantados parecían la banda sonora de aquellas noches tan queridas.

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